Para muchos, las elecciones de julio pasado representan un parteaguas definitivo en la historia política del país. Sobre todo en el PRI, comparten la percepción de que suyo será el triunfo en la elección presidencial del 2006 y de que prácticamente nada podrá impedir ese resultado. La arrogancia y la estupidez son moneda corriente en cualquier sociedad, pero es indudable que el PRI se ha colocado en una posición excepcional para aquella contienda. Sin embargo, es obvio que nadie tiene asegurada la victoria; todavía falta que la población ratifique el exceso de confianza que los priístas han alardeado.
La noción de que el PRI “ya la hizo” surge de dos realidades indisputables: una es que el partido ha logrado recuperar diversas gubernaturas perdidas en justas pasadas; la otra emerge de los resultados electorales del pasado 6 de julio que le dieron al partido la mayoría en la cámara de diputados. Aunque ambos son hechos incontestables, la realidad es que su significado es más simbólico que real. Por supuesto, los símbolos son factores inherentes a la política y bien pueden traducirse en realidades, pero los resultados de los comicios recientes no garantizan, como se piensa, el triunfo del PRI en la próxima elección federal. En número de votos, la victoria del PRI el pasado 6 de julio no fue tan abrumadora como sugiere la pérdida de curules del PAN. Quizá sería más preciso afirmar que los votantes reprobaron al gobierno del presidente Fox antes que desear el retorno del PRI al poder.
La población que no está permanentemente comprometida con un determinado partido parece estar orientada por dos principios elementales: primero, desea un buen gobierno y, al no encontrarlo, opta por la alternativa que percibe como la mejor o, al menos, la menos mala. Este principio es el que explica tanto el retorno del PRI en muchos estados y en el congreso, así como la popularidad del jefe de gobierno del Distrito Federal. En todos estos casos, es el fracaso del gobierno en turno, y la habilidad de la oposición para explotarlo, lo que ha dado vuelo a la nueva realidad política.
El otro principio que parece guiar el comportamiento electoral de la población no siempre es fácil de apreciar, sobre todo por parte de los priístas: aunque la población está dispuesta a reprobar a cualquier gobierno por su incompetencia, eso no presupone una apreciación del PRI como partido gobernante. Es decir, una cosa es que la población repruebe al PAN y otra muy distinta es que esté dispuesta a recibir nuevamente al PRI con los brazos abiertos. Una manera de subestimar la competencia política es menospreciando el enojo de la población por décadas de abuso, algo que las elecciones locales pueden no revelar con claridad.
En todo esto, el PRI no ha hecho nada relevante para facilitar su retorno. Los priístas siguen tratando al votante como un instrumento en lugar de verlo como el objetivo de su actuar. La mayoría de los legisladores priístas recurre a una retórica que sugiere preocupación por los intereses de la población en general, pero en la práctica no ha sido capaz de distanciarse y, de hecho, desligarse del pasado autoritario y de corrupción con el que esa misma población los asocia. Por encima de todo, independientemente de las causas objetivas que han sumido en la parálisis al trabajo legislativo durante los últimos seis años, no hay manera de que los miembros del PRI se desentiendan de ello y, por lo tanto, de que no compartan responsabilidad por el crecimiento económico que se dejó de tener y por la pérdida de empleos producto del estancamiento.
Ese PRI que se siente tan seguro enfrenta un problema mucho más serio y profundo en la próxima elección de lo que sus próceres parecen reconocer. Por un lado, aunque su estrategia en la elección pasada (atacar a la administración Fox de incompetente) resultó ser exitosa, las encuestas sugieren que la población parece disfrutar la división de poderes. De ser cierto lo anterior, no hay nada que garantice un triunfo priísta en el 2006, excepto si se tratara de una contienda saturada de candidatos relativamente fuertes, lo que le abriría la puerta a un triunfo con un porcentaje de votos menor al 30%. Por otro lado, para poder ganar y demostrar sus mayores habilidades y capacidades de gobierno, el PRI necesita tener una visión del futuro del país y una estrategia para hacerla posible. Sin embargo, sus divisiones internas son tan agudas, que parece estructuralmente imposibilitado para presentar una propuesta de gobierno que sea, a la vez, positiva y realista. Muy a la manera del PRD, con la pérdida de la presidencia, los priístas parecen haber extraviado también su capacidad de ponerse de acuerdo o de aceptar, así sea a regañadientes, una visión compartida del mundo.
El punto es muy sencillo: cómo va a lograr el PRI articular una propuesta de gobierno que tenga algún sentido de viabilidad si sigue dominado por intereses corporativos y sindicales que chocan con todo lo que un país moderno requiere. Más allá de las iniciativas de reforma que discuten e ignoran de manera cotidiana, cualquiera que tenga el ánimo de ganar la presidencia tendrá que reconocer que un país moderno no puede funcionar con la estructura económica y política que nos caracteriza. La consolidación de un México moderno en el futuro implicaría una trasformación integral de la estructura económica y política, una transformación de magnitudes tan extraordinarias que es poco creíble que un PRI, atado a todos los intereses viejos del propio partido, pueda articular y proponer, y mucho menos vender a un electorado harto de promesas de cambio que no se traducen en resultados tangibles.
A menos que el PRI pretenda ganar por default (como podría ocurrir en el caso de una contienda con muchos candidatos fuertes), su triunfo sólo sería concebible si experimentara una transformación tan grande que acabara siendo irreconocible, algo que ciertamente no está teniendo lugar. Ese es el verdadero reto del PRI: para poder ganar con un porcentaje relevante de votos (digamos, más del 40%), tiene que dejar de ser lo que fue a lo largo de su historia previa. Sin ello, el partido sería incapaz de concebir, ya no digamos articular, la estrategia de transformación que la población esperaba con Vicente Fox pero que simplemente no se materializó. No es obvio que el PRI pueda lograr semejante transformación.
Si el PRI la tiene difícil, los otros partidos andan por una situación parecida. Los problemas de cada partido son distintos, pero los desafíos para el PAN y para el PRD no son menores. El PAN enfrenta dos problemas: uno es el pobre legado que deja la primera administración no priísta de la era moderna del país. Así como el PAN ha perdido muchas gubernaturas por lo inaceptable, por no decir intolerable, de su desempeño para los votantes, mantener la presidencia requeriría una ardua lucha a contracorriente. Los problemas del PAN no disminuyen por otra razón: una cosa era ganarle a un partido viejo y desvencijado al que una mayoría de la población aborrecía, y otra muy distinta es ganar cuando no hay un “malo” contra el que se pueda competir. Independientemente de la calidad del candidato que el PAN pueda llegar a seleccionar, su gran problema será convencer al electorado de que, ahora sí, tiene el programa y la capacidad para llevarlo a la práctica. La estrategia ganadora de Vicente Fox, el voto útil, difícilmente podría reconstruirse en las circunstancias actuales.
Por lo que toca al PRD, el problema es de identidad. Como partido, el PRD no ha logrado romper con su origen disidente del PRI, lo que le impide hacer una propuesta alternativa que vaya más allá de la crítica y reprobación al gobierno en turno, cualquiera que sea su color. En una contienda en la que, presumiblemente, la población demandará propuestas concretas y capacidad de instrumentación, el PRD tiene un dilema muy claro: como el PRI, para poder ganar, tiene que dejar de ser lo que es. De repetir a su candidato tradicional, el PRD habrá confirmado su incapacidad de transformarse. Su alternativa obvia reside en la nominación del candidato que ha logrado cautivar a una porción del electorado en buena medida por su habilidad para contrastarse con el presidente Fox. Si la próxima contienda requiere propuestas concretas, una visión acabada del futuro y una oferta que permita atender las demandas de una población que teme a la competencia pero que, en el fondo, sabe bien que no hay alternativa (como lo demuestra la migración de mexicanos a Estados Unidos), el PRD tendrá que articular una campaña coherente con la realidad y las demandas de votantes, que no por carecer de oportunidades tienen menos claridad de la realidad que les circunda.
De una forma u otra, las posibilidades del PRI acabarán dependiendo de un factor muy concreto: el crecimiento de la economía. Una economía en crecimiento en el contexto de un gobierno desprestigiado puede ser el entorno más atractivo para el PRI. El problema es que, fuera de un milagro (en el que no pocos políticos cifran sus esperanzas), la economía no crecerá mayor cosa a menos de que se emprendan cambios substanciales en su estructura. Dados los números en el congreso, el único partido que puede avanzar esos cambios es el propio PRI. Ciertamente, al PRI le convendría que, como en la era de Carlos Salinas, sea el partido del gobierno el que pague el costo político de llevar a cabo esos cambios; pero, a diferencia de aquel momento, ninguna reforma o cambio podrá prosperar sin la activa concurrencia del PRI, el principal partido de la oposición. El gran dilema del PRI es seguir siendo lo que ha sido por décadas (un partido depredador) o convertirse en un verdadero partido gobernante. Los votantes decidirán al respecto en el 2006. La pregunta de aquí a entonces es si los priístas de verdad están comprometidos con la construcción de un partido nuevo y, por ende, con la transformación económica y política que al país le urge. Sin ello, el 2006 es una mera ilusión.
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