Nadie quiere pagar impuestos y mucho menos cargárselos a quienes menos tienen. La lógica de quienes se oponen al IVA es impecable y perfectamente comprensible. Pero eso no les da la razón, ni justifica su ignorancia. Sobre el IVA se dicen tantas cosas que parecería que se trata de un impuesto tan virtuoso que no puede causar daño alguno, o tan vicioso que no hace otra cosa que destruir la economía familiar. El asunto del IVA no es sobre recaudación, sino sobre disminución de la evasión. Esa es su virtud y su trascendencia. En lugar de discutir sus costos, el debate relevante debería centrarse en cómo compensar a quienes se verían afectados por el impuesto. El resto es mera anécdota.
La discusión sobre el IVA ha adquirido un tono preocupante. No es sólo el hecho de que se confronten posturas ideológicas y el pragmatismo que es inherente al cálculo político y electoral, todo lo cual es normal y absolutamente legítimo, sino que, como en tantos otros temas de controversia en la política nacional, la discusión no parte de un conjunto de hechos objetivos e indisputables. En otras palabras, no se debate sobre hechos y datos (algo que parecería elemental en tópicos tan precisos como los impuestos), sino sobre situaciones imaginarias y posturas políticas. A nadie parecen preocupar los hechos cuando se le puede sacar raja política a la discusión.
El IVA es un impuesto con una naturaleza distinta a la del resto de los gravámenes existentes. La mayoría de éstos se cobran como el porcentaje de una venta o de un ingreso. El Impuesto Sobre la Renta (ISR), por ejemplo, se expresa como un porcentaje del ingreso y nada más. Lo mismo ocurría con el antiguo Impuesto Sobre Ingresos Mercantiles (ISIM), que también se expresaba como un porcentaje, en este caso sobre el precio de venta de un determinado producto. Con un ISIM del 4%, por ejemplo, si uno compraba algo por cien pesos, pagaba cuatro pesos de impuesto y punto. El consumidor pagaba cuatro pesos y el comerciante reconocía esos mismos cuatro pesos en su declaración correspondiente. El IVA cambió la lógica en el pago del impuesto.
El beneficio del ISIM, o de cualquier impuesto semejante, era su sencillez. La cantidad exacta que pagaba el consumidor al comerciante se le transfería al erario. Eso mismo ocurría en cada uno de los pasos en el proceso de producción: cada una de las operaciones de compraventa en la cadena productiva pagaba el mismo impuesto. El minero pagaba el 4% al fabricante de maquinaria para la extracción de carbón, mismo que reportaba y pagaba el vendedor de la maquinaria. Cuando el minero extraía el carbón y se lo vendía a una empresa comercializadora de materias primas, cobraba otro 4% y lo enteraba a Hacienda. Cada paso de la producción tenía el sello del ISIM y se formulaba como una operación independiente. Esto último fue la fuente del problema que el IVA buscó resolver. El problema de impuestos como el ISR o el ISIM es, precisamente, que cada operación en la producción de un bien es independiente de las otras. De esta manera, si en una operación de compraventa alguien evade el pago del impuesto no pasa nada. No hay manera de saber si alguien lo pagó o lo evadió, ni hay un incentivo real y efectivo para que se pague el impuesto.
El IVA fue diseñado para evitar la evasión. A diferencia de los impuestos tradicionales, el IVA es un impuesto que se causa “en cascada”. En lugar de que el impuesto se cause en cada paso del proceso como operación independiente, la genialidad del IVA es que cada uno de los que participan en la cadena productiva deduce el pago del impuesto anterior y declara solamente la diferencia entre lo cobrado y lo pagado. Si alguien interrumpe la cadena, acaba pagando la totalidad del impuesto, lo que le crea un fuerte incentivo para no sólo no evadir, sino para que no evadan ni los proveedores ni los consumidores. La existencia de la cadena es un mecanismo automático de fiscalización.
Si volvemos al ejemplo de la mina de carbón, el minero le paga el 15% de IVA (la tasa actual del impuesto) al proveedor de la maquinaria. Cuando le vende el carbón al comercializador de materias primas cobra otra vez el 15%, pero al enterarlo a Hacienda no paga la misma cantidad que recibió. A Hacienda le informa que pagó 15% por la maquinaria y por otros insumos y deduce esa cantidad de lo que le cobró a la comercializadora. El minero, al igual que la comercializadora, la empresa siderúrgica y los siguientes usuarios del carbón y sus derivados, sólo pagan (de impuesto sobre ventas) la diferencia entre lo que pagan por sus insumos y lo que le cobran al consumidor en la siguiente etapa del proceso. La mayor parte de los actores que intervienen en la cadena productiva acaba pagando no más que una fracción del 15% de impuesto que cobraron y a ninguno le conviene que alguien deje de pagar el impuesto, pues en ese momento acaban sufragando la totalidad del impuesto. La idea que anima a impuestos de esta naturaleza es que sólo el consumidor final paga el impuesto total para que no se paguen impuestos sobre impuestos.
Para que el IVA cumpla la proeza de eliminar la evasión y cree un poderoso incentivo en todos los participantes a lo largo de la cadena productiva, tienen que reunirse al menos dos condiciones. Primero, que en todas las operaciones de compraventa en la economía se cause el impuesto y, segundo, que la tasa del impuesto sea uniforme. La primera condición es elemental: cuando el impuesto se causa en todos los pasos del proceso productivo, el costo de evadirlo se torna prohibitivo. Supongamos que el comercializador del carbón decide darle la opción a la siderúrgica de pagar el impuesto o no pagarlo. De aceptar el trato para ahorrarse el pago, la siderúrgica no tendría nada que descontar de impuesto cuando vende su acero al fabricante de automóviles. Esta situación le crea un incentivo natural no sólo para pagar el impuesto, sino también para obligar tanto a su proveedor como a su cliente para que todos lo paguen. Unos se benefician del pago del otro.
La segunda condición es igualmente importante. La uniformidad de tasas incorpora un elemento de transparencia y certidumbre a toda la cadena productiva. Si todos los participantes pagan el mismo impuesto en el curso de la cadena productiva, nadie tiene incentivos para evadir la totalidad o, al menos, una parte de é. Cuando unos pagan el 15%, otros el 10%, unos más el 5% y otros el 0%, el potencial de evasión acaba siendo inmenso. Cada uno de los actores en el proceso tiene un poderoso incentivo para localizar su producto en una clasificación correspondiente a una tasa menor. Peor, cuando las tasas no son uniformes, o cuando hay excepciones, cada uno de los causantes del impuesto tiene incentivos para cobrar el máximo impuesto (15% en este ejemplo), pero declarar el mínimo (0% en el mismo ejemplo).
El punto neurálgico de la teoría del Impuesto al Valor Agregado es que encadena a todos los participantes en el proceso productivo y les obliga a pagar el impuesto y trasladarlo al siguiente paso. Esta es la razón por la que se le llama un impuesto “en cascada”. Cuando el impuesto se instrumenta de manera cabal, es decir, siguiendo las dos condiciones de los párrafos anteriores, la evasión desaparece y todos los pasos de la cadena productiva acaban siendo responsables de la recaudación.
Hasta aquí la teoría. Ahora veamos lo que ocurre en México. Para comenzar, en el país no se reúne ninguna de las dos condiciones arriba explicadas. Por un lado, tenemos bienes y servicios que causan el impuesto y otros que están exentos. Además, hay un sinnúmero de excepciones al pago del impuesto. Por otra parte, no existe una tasa uniforme, sino que pululan las tasas: entre el 15% y el 0%, además de los bienes exentos (donde el comerciante final tiene que absorber el impuesto o, que es lo mismo, repercutirlo en el precio en vez de llamarlo por su nombre). ¿Cuál es el resultado? El obvio: que cada vez que uno solicita los servicios de un pintor o un comerciante mediano o pequeño y se les paga, la pregunta obligada es: ¿con factura o sin factura? Si el impuesto fuese universal y a la misma tasa, nadie podría proponer la alternativa de no emitir una factura porque eso implicaría que el vendedor del bien o servicio tendría que absorberlo.
En el momento actual se está discutiendo la posibilidad de universalizar el pago del IVA. Es una buena idea. Para comenzar, eso obligaría a todos los que hoy no pagan a incorporarse de lleno en las cadenas productivas y no perjudicar con su evasión al conjunto de la sociedad. Por ejemplo, quienes hoy viven en la economía informal dejarían de tener la posibilidad de comprar productos sin pagar el IVA, lo que les obligaría a cobrarlo al venderlos. Es decir, al menos en todo lo que sea legal y no producto de robos o contrabando, la universalización del IVA implicaría un significativo incremento de la recaudación no por el impuesto mismo, sino por el hecho de que disminuiría drásticamente la posibilidad y atractivo de evadir su pago.
El problema para los políticos es obvio y nada despreciable. Desde su perspectiva, votar a favor de la universalización del pago del IVA implicaría cargarle la mano a quienes menos tienen. El problema es que han definido mal el problema que enfrentan. Con un IVA generalizado tendrían recursos adicionales para llevar a cabo programas que son de su interés (y con suerte, benéficos para el desarrollo). Lo que realmente deberían preguntarse no es si debe universalizarse el impuesto (idealmente a una tasa única y uniforme), sino cómo se compensaría a las familias que perderían en el proceso.
No cabe la menor duda de que la incorporación del IVA a los alimentos y medicinas implicaría un golpe para las familias cuya mayor proporción de gasto se concentra en esos dos rubros. El reto para el congreso no es cómo evadir, una vez más su responsabilidad, sino cómo resolver el problema de una manera creativa e inteligente, que permita no sólo universalizar el impuesto y uniformar las tasas, sino compensar de una manera focalizada a los más perjudicados. Para eso, el mejor vehículo es el gasto, no el impuesto. ¿Serán capaces de semejante obviedad?
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