Estancamiento enteramente voluntario

Competencia y Regulación

La economía del país se encuentra estancada y el clima político generado por ello es una mezcla extraña de resignación y militancia. Resignación respecto a lo que para algunos es simplemente un designio divino y militancia para otros que, sin el menor análisis o evidencia, han concluido que la causa es “el modelo económico”. En la economía, como en muchos otros ámbitos, las explicaciones reales tienden a ser mucho más racionales y mundanas que las comúnmente ofrecidas, en tanto que los ataques “al modelo” son mera retórica que esconde el rechazo que grupos poderosos manifiestan a la implantación de medidas que darían solución a los problemas económicos actuales, pero atentarían contra su ideología y, más importante, negocios personales o sectarios. El estancamiento de la economía no es algo misterioso; es el resultado de la falta de acción gubernamental pero, sobre todo, legislativa.

La economía se ha estancado por tres razones principales: primero, el motor que la hizo funcionar en los años pasados, la economía norteamericana, perdió dinamismo desde el 2000 y, aunque ha comenzado a resurgir, su impacto sobre nuestra actividad productiva ha menguado; segundo, la economía mexicana ha perdido competitividad de manera aterradora; y, tercero, no existen motores internos de crecimiento que pudieran substituir la función desempeñada con anterioridad por la economía estadounidense. No hay nada de esotérico en todo esto y sí, en cambio, mucho de preocupante: mientras no se modifiquen las causas que han llevado al estancamiento, el futuro no será promisorio.

Los críticos del modelo económico no actúan con ingenuidad, saben muy bien lo que hacen. Su crítica no es tanto al modelo, como a la suma de los intereses que se han visto afectados por los cambios sufridos en la estructura económica a lo largo de las últimas dos décadas. Sus argumentos revelan una nostalgia por aquellos tiempos cuando los políticos y la burocracia tenían capacidad de decidir por toda la población lo que, pensaban, era mejor para ésta. Es decir, detrás de la crítica al modelo económico se esconde un rechazo ideológico y filosófico a la noción de que son los votantes y los consumidores los que deben decidir qué es lo que más les conviene; en contrapartida, protegen a los beneficiarios del viejo sistema político, como los monopolios (públicos y privados) y los sindicatos que llevan décadas de depredar a costa de toda la población. Por ejemplo, si la luz eléctrica cuesta más en México que en naciones con que competimos, alguien se está beneficiando de la diferencia: es decir, o bien la CFE es sumamente ineficiente (que no lo es tanto) o el sindicato obtiene canonjías por las que pagamos todos los consumidores.

El cambio de “modelo” económico ocurrió al final de los ochenta, más por falta de opciones que por un verdadero animo de transformar al país. Si uno recuerda, el viraje tuvo lugar a lo largo de los ochenta y fue producto de la ausencia de alternativas: el primer intento del gobierno del entonces presidente Miguel de la Madrid fue el de administrar la crisis de deuda y restaurar el equilibrio en las finanzas públicas, pero sin abrir la economía ni transformar el sistema productivo. Estos cambios, hechos a regañadientes y de manera incompleta, se dieron como producto del ensayo y el error. En otras palabras, a diferencia de lo que pregonan los críticos sobre la dramática transformación ideológica de los ochenta, dicho cambio fue producto de un contexto cambiante al que el gobierno se adecuó poco a poco y sin mayor convicción. Hubo sin duda una sustitución del modelo existente, pero nunca se consolidó la economía liberal que los críticos denuncian como la causa de todos los males.

La diferencia principal entre el “viejo” modelo y el actual reside en la liberalización de las importaciones. El primero supuso que la economía mexicana podía ser exitosa por sí misma, sin necesidad de interactuar con el resto del mundo. La economía funcionó así entre tres y cuatro décadas posteriores a la segunda guerra mundial, en buena medida porque la población era suficientemente pequeña para que la producción, por ejemplo, de bienes agrícolas, fuera suficiente para satisfacer la demanda interna y exportar. Dos factores hicieron, en el curso de los setenta, inviable aquel modelo. Una fue el crecimiento demográfico que superó la capacidad de la economía, sobre todo del sector agrícola, para satisfacer la necesidad de divisas requeridas para importar materias primas y otros insumos necesarios para la actividad productiva. Por ejemplo, a finales de los sesenta el país dejó de ser un exportador de maíz, para convertirse en un importador. A partir de ese momento, la industria, que había sido históricamente deficitaria en divisas, dejó de contar con esta fuente confiable de divisas para sufragar las importaciones que requería.

La otra razón por la que este modelo dejó de ser viable se explica por las transformaciones en el resto del mundo. Obligados por el embargo petrolero árabe, los japoneses, que no contaban con este recurso, debieron absorber un costo súbitamente más elevado de la energía, sin perder competitividad en sus mercados de exportación. La respuesta japonesa a esta situación acabó por transformar la estructura de la industria mundial: hasta entonces, las fábricas prototípicas de automóviles, productos electrónicos y otros similares producían el total del producto bajo un mismo techo. La respuesta japonesa al reto de la competitividad consistió en especializar fábricas en partes y componentes. Es decir, en lugar de fabricar un vehículo completo en una sola planta, destinaron distintas plantas para producir exclusivamente cajas de velocidades, motores o ensamble. Cada una de ellas produciría cientos de miles o millones de partes y componentes al año, logrando reducir tanto los costos por cada unidad producida, como los errores en la producción de cada unidad, elevando la productividad de una manera prodigiosa. El resultado final fue que, en el ocaso de los setenta, la industria mundial experimentó una mutación radical, toda ella motivada por lo que los japoneses habían logrado.

Debido a nuestras peculiaridades políticas, en los setenta los mexicanos vivimos alejados de la realidad internacional. Era la época en que novedosos gobiernos populistas sentían que podían con todo y que no habría costos como resultado del uso dispendioso de la deuda externa y del petróleo recién descubierto. Todo esto llevó a que México ni siquiera percibiera los cambios en el resto del mundo. Cuando, sumergidos en la crisis, la cruda realidad nos obligó a despertar tras la quiebra del gobierno en 1982, el país ya no tenía a donde regresar. Los gobiernos tan criticados de los ochenta y noventa buscaron formas de incorporar al país a la nueva realidad económica internacional. Sus esfuerzos, algunos más intensos que en otros, motivaron un cambio de políticas que, a la larga, no fueron suficientes para constituir una plataforma saludable de crecimiento a largo plazo.

Los últimos años exhiben las insuficiencias de nuestra estructura económica. Esas insuficiencias no son nuevas, pero permanecieron un tanto ocultas por el efecto de una elevada inversión al inicio de los noventa, un rápido crecimiento en la productividad de la industria mexicana (lo que la hizo extremadamente competitiva) y un intercambio comercial ventajoso con la economía norteamericana, que se convirtió en un motor excepcional de nuestro crecimiento a través de la demanda de exportaciones. Ahora que cada uno de esos elementos se ha erosionado, por distintas razones, la realidad de la estructura económica del país se hace evidente. La pregunta es qué se puede hacer al respecto.

La economía está estancada porque existen muchos impedimentos al crecimiento y porque no existe un motor que la impulse. Los impedimentos son nuevos y viejos y se manifiestan de diversas maneras: por ejemplo, burocratismos, regulaciones inútiles, mecanismos de protección a actividades y sectores particulares que tienen el efecto de elevarle el costo a todos los demás. Aunque hubo muchas reformas en los años pasados, los obstáculos persisten; ésta es una de las manifestaciones de un cambio estructural inconcluso que sólo tocó partes de la economía (sobre todo la manufactura), pero no los servicios (desde la energía hasta las comunicaciones). No es casual que la producción en China sea más barata: ahí se han ido desmontando, uno a uno, los obstáculos al crecimiento y a la inversión de una manera decidida y sistemática. En México ha pasado justo lo contrario: en lugar de disminuir, las regulaciones y obstáculos se multiplican.

Pero quizá el mayor de todos los impedimentos al crecimiento sea la ausencia de un verdadero motor que impulse a toda la economía. En los años setenta, por ilustrar un caso evidente, ese impulso provino del súbito crecimiento de la industria petrolera en el país. Antes, en los cincuenta y sesenta, ese papel lo jugó la inversión pública en infraestructura. Hoy en día, ni el petróleo ni la inversión pública pueden satisfacer esa función. Para comenzar, en ambos casos se requeriría de financiamiento público, frenado por la ausencia de una reforma fiscal que resuelva, de una vez por todas, el desempate entre el ingreso fiscal y los pasivos, incluyendo los pasivos contingentes (como las pensiones de los empleados públicos y los PIDIREGAS). En segundo lugar, el gasto público se ha fragmentado al distribuirse entre los estados y municipios, lo que reduce su impacto, sobre todo porque los estados tienden a gastar mucho más de lo que invierten, y el gasto tiene un impacto muy limitado sobre el crecimiento de la economía.

Más importante que todo, el poder legislativo, en su afán por proteger a intereses corporativos y satisfacer sus añoranzas ideológicas, condena al país a la miseria. Existe un vínculo directo entre la falta de crecimiento y la falta de reformas, sobre todo la fiscal y la energética. Los diputados y senadores pueden festinar su defensa del statu quo, pero, al hacerlo deben estar conscientes que condenan al país al estancamiento económico y a la población a la pobreza. Valiente manera de defender los intereses del país.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.