Sólo los amateurs se confunden. La retórica difícilmente podría ser más sugerente e intensa pero, tras bambalinas, es evidente que todos los países con experiencia diplomática han reconocido cómo soplan los vientos y están comenzando a cubrirse. No se requiere leer mucho entre líneas para escuchar los tambores de guerra; Estados Unidos dice tener suficientes elementos para actuar y está avanzando en esa dirección. Ahí donde la diplomacia es un arte, nadie confunde la retórica con sus intereses. Nadie quiere quedarse con los dedos atrapados en la puerta. También nosotros deberíamos comenzar a cubrirnos.
Los hechos son muy claros. El Secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, fijó la postura de su gobierno ante el pleno del Consejo de Seguridad de la ONU de una manera contundente. Aunque los críticos de la beligerancia estadounidense tenían sus respuestas preparadas de antemano, independientemente de lo que dijera Powell, nadie puede dudar a estas alturas de que Saddam Hussein esconde algo. La mejor y más convincente evidencia de lo anterior viene de Hans Blix, el jefe de los inspectores que las Naciones Unidas enviaron a Irak para certificar el cumplimiento o incumplimiento del gobierno de Hussein con los términos del acuerdo signado al final de la Guerra del Golfo hace una década. Los términos de ese acuerdo establecían que Irak se comprometía a destruir las armas biológicas, químicas y nucleares que poseyera. El inspector sueco afirmó que, en la práctica, el gobierno de Saddam Hussein no había cumplido los términos de ese acuerdo. La evidencia presentada por Powell no hizo más que darle contenido al reporte de los inspectores.
Lo interesante de todo esto reside en la manera en que han reaccionado los distintos gobiernos, tanto aquellos que aprueban el proceder de Estados Unidos, como los que están en contra. Inmediatamente después de concluido el discurso del Secretario norteamericano, la retórica comenzó a fluir. Algunos, liderados por Francia y Rusia, propugnaron por darle más tiempo a los inspectores y por que éstos volvieran a Bagdad. Otros, encabezados por el británico Tony Blair, propusieron una nueva resolución del Consejo de Seguridad que confiriera legitimidad a cualquier acción bélica que pudiera desatarse. Posturas más posturas menos, hay un factor que ninguno de los protagonistas en este proceso puede ignorar: el gobierno norteamericano ya tomó la decisión de actuar, con o sin el consentimiento de las Naciones Unidas. En función de ello, más allá de la retórica, los diplomáticos profesionales de todo el mundo están reaccionando ante este hecho para salvaguardar sus intereses cruciales: ninguno de ellos está confundiendo la demagogia con la realidad.
El activismo diplomático difícilmente podría ser mayor. Los gobiernos de todos los países clave están buscando cobertura frente a lo que perciben como un hecho prácticamente consumado. Algunos de ellos enfrentan movilizaciones y protestas internas en contra de una eventual acción bélica, en tanto que otros, sobre todo en el mundo árabe, reconocen graves riesgos para su propia estabilidad de triunfar la iniciativa norteamericana. Sin embargo, unos y otros se han dedicado a anticipar esos riesgos y velan por sus intereses tanto domésticos como internacionales. Una cosa es lo que desearían ver y otra muy distinta ignorar a la principal superpotencia del mundo. Corren enormes riesgos las naciones que ignoran esta realidad.
Si uno observa el comportamiento de las naciones más importantes del mundo, el panorama es por demás ilustrativo. Mientras que Alemania y Francia, cada una por sus propias razones, se oponen de manera sistemática a la postura estadounidense, el resto de las naciones europeas no logra un consenso en este punto. Hace un par de semanas, nueve jefes de Estado y gobierno europeos firmaron una editorial en la que no sólo rechazan de manera tajante las posturas francesa y alemana y reprueban la pretensión de esas dos naciones de representarlos a todos, sino que abiertamente apoyan al gobierno norteamericano en el caso de un ataque a Irak. Unos días después, Holanda, quizá la nación más prudente (pero no menos profesional) en el entorno diplomático europeo, accedió a la petición del gobierno turco de enviarle pertrechos militares de la OTAN, en abierto desafío al gobierno alemán. Las naciones europeas se han estado posicionando tanto por convicción como para evitar rompimientos diplomáticos o políticos posteriores. El propio gobierno alemán, que ha sido por demás militante en este asunto, sabe bien que sus aspiraciones a convertirse en una potencia diplomática podrían sufrir un catastrófico revés de manejar mal este delicado asunto.
Todo mundo sabe que los franceses son unos verdaderos expertos en el manejo diplomático y que nunca dan un paso adelante sin tener claridad meridiana de sus objetivos e intereses. En este caso el gobierno galo ha sido quizá el más insistente en oponerse a una acción unilateral norteamericana pero, al mismo tiempo, prepara sus destacamentos militares en caso de que se iniciaran las hostilidades: lo último que quieren es quedarse atrás. Hace un par de meses, cuando se acordó la resolución 1441 en el seno del Consejo de Seguridad, misma que reactivó las inspecciones en territorio iraquí, el gobierno francés negoció con el mismo tesón y sagacidad para asegurar que sus preocupaciones geopolíticas e intereses particulares, negocios incluidos, quedaran debidamente salvaguardados. En la actualidad, los franceses saben que su oposición a ultranza tiene límites: ellos lo pierden todo si los norteamericanos optan por una acción unilateral que haga irrelevante al Consejo de Seguridad. Se trata, sin duda, de un manejo diplomático quizá extremo, en ocasiones dramático, pero que, en contraste con otras naciones sin intereses claros ni la pericia diplomática francesa, nunca pierde el piso.
Más allá de las naciones que tradicionalmente han sido profesionales en el mundo de la diplomacia, lo interesante es observar cómo fijan sus posturas otros países en torno a Irak. Como se dice en el lenguaje coloquial, la mayor parte de las naciones “no compra boleto” en esta guerra. Muchos países, quizá la mayoría, preferirían evitar una acción bélica, pero no ven beneficio alguno en oponerse a lo que parece una decisión ya tomada por parte del gobierno norteamericano. Es claro que la mayoría de las naciones de nuestro continente no apoya un ataque a Irak, pero prácticamente ninguna lo proclama abiertamente: en este tema, el que se saca la cabeza lleva las de perder.
Son las naciones árabes y del Medio Oriente las que destacan por su destreza diplomática en esta coyuntura. Para nadie es secreto que un ataque estadounidense contra Irak es altamente impopular en la región. Si bien Saddam Hussein no cuenta con el apoyo del grueso de la población árabe, una intervención militar estadounidense en la región no es exactamente atractiva ni bienvenida por los políticos o la población. Sin embargo, tratándose de naciones que no tienen más remedio que definirse porque, a final de cuentas, están directamente involucradas, es notable cómo se preparan diplomáticamente y alistan a sus poblaciones para lo que ya parece una certeza.
El caso de Turquía es ilustrativo: mientras que la población ha mostrado una oposición mayoritaria a una acción bélica, máxime cuando su territorio podría ser una de las plataformas de lanzamiento de las tropas y aviones norteamericanos, el gobierno ha tomado ya sus providencias ante lo que parece inevitable. En una declaración reciente, Erdogan, el líder del partido islámico que recientemente ganó las elecciones legislativas, afirmó que su prioridad moral es la paz, pero que su prioridad política es “nuestra querida Turquía”. Con ese juego de palabras dejó perfectamente claro dónde está parado.
No menos notables son los movimientos políticos y diplomáticos que tienen lugar en países como Arabia Saudita, donde el gobierno se ha anticipado al tipo de reformas políticas internas que podrían demandarle los norteamericanos en caso de que se diera una liberalización política en Irak. Hay que recordar que la mayoría de los terroristas del once de septiembre eran sauditas y los norteamericanos están convencidos de que eso fue resultado del régimen político de aquel país. Por ello, además de garantizarle el suministro de petróleo a Jordania (que hoy lo recibe de Irak), el gobierno saudita ha tomado la iniciativa política como mecanismo de protección frente a su propia población. De manera similar, el gobierno egipcio ha emprendido acciones tanto en el campo diplomático (como la inusitada invitación al primer ministro israelí, Ariel Sharon, para que visite el Cairo), como en el económico, al optar por la libre flotación de su moneda, anticipando un posible shock económico que podría resultar de la caída de ingresos por turismo y derechos de paso por el canal de Suez. Todos los países que cuentan se están preparando tanto en el campo diplomático como en el de la política interna para un eventual inicio de hostilidades.
La pregunta es dónde estamos parados nosotros. Nuestra membresía en el Consejo de Seguridad de la ONU quizá nos dé la oportunidad de presumir nuestra democracia y pudiera llegar a conferir algo de prestigio, pero también nos coloca en una situación por demás delicada frente a Estados Unidos. A diferencia de otras naciones del subcontinente, que quizá guarden una perspectiva similar a la de la administración Fox en el tema de Irak, nuestra membresía en el consejo de seguridad nos obliga a definirnos. Dado que carecemos de la historia, destreza diplomática y el poder político e incluso militar que caracteriza a los franceses, nuestro activismo resulta patético. Como si nosotros fuéramos a hacer la diferencia. En cambio, el riesgo que estamos corriendo en esta aventura frente a la superpotencia que, con toda claridad (y alevosía) anunció que quien no está con ella, está en su contra, es inconmensurable. Por supuesto que podemos votar en contra, pero las consecuencias serían, tarde o temprano, brutales. Es tiempo de comenzar a desarrollar las condiciones políticas internas para preparar el terreno para lo que parece inevitable.
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