La creciente interacción que se observa entre las economías de México y Estados Unidos ha alterado muchas de las estructuras industriales que existían en el país, ha transformado percepciones en torno a la ecología y ha socavado creencias fuertemente arraigadas. Ejemplo de lo anterior lo ofrece el espectacular crecimiento de empresas exportadoras y todo de lo que esto viene acompañando, como el incremento en los niveles de productividad, eficiencia y calidad, así como la generación de empleos mejor pagados y más permanentes. Pero, como sabemos, no todo es miel sobre hojuelas. En el país persisten rezagos en los más diversos ámbitos y es previsible que el futuro cercano, la interacción entre las dos economías venga acompañada de acomodos y desencuentros mucho más agudos y complejos de los hasta hoy experimentados, además de los nuevos, impuestos por las medidas de seguridad que afectarán a las exportaciones.
Toda integración es traumática. Eso simplemente no tiene remedio. Cuando se fusionan dos empresas, o cuando una es adquirida por otra, el proceso de integración resulta extraordinariamente difícil. Para empezar, al sumarse las plantas y personal de las dos empresas se inicia un proceso de racionalización en el que se busca elevar los niveles de eficiencia, reducir gastos y maximizar la capacidad de producción, distribución y ventas. Esto que suena muy bonito en abstracto entraña decisiones muy difíciles en la práctica: decisiones en las que se tiene que determinar qué plantas se quedan y qué otras se cierran, qué personas encabezan qué esfuerzos, cuántos empleados son transferidos a otras localidades y cuántos son despedidos, cómo se integran los sistemas de cómputo y de control y, en general, qué cambios se van a operar en la administración de la nueva entidad. Pero, a pesar de la complejidad que en sí entraña la integración de los procesos productivos, muchas veces los mayores traumas ocurren cuando las empresas se han desarrollado en culturas distintas, con liderazgos fuertemente arraigados y con criterios de decisión incompatibles entre sí. Si esto suele ocurrir en el microcosmos de una empresa, es evidente que la problemática es mucho mayor cuando se suman dos o más economías.
A lo largo de las últimas décadas, muchos países del mundo han avanzado hacia la integración en bloques económicos regionales. La motivación inicial ha variado en cada caso, pero la lógica económica es generalmente la misma: multiplicar el tamaño del mercado y elevar las economías de escala de la producción. Aunque la integración entraña una mayor competencia para todos los productores de bienes o servicios en cada uno de los países que se integran, los beneficios suelen ser tan grandes que acaban no sólo compensando los costos de esa mayor competencia, sino también generando las condiciones para que todos los participantes salgan ganando. Sin duda el ejemplo más patente de lo anterior es la Unión Europea, que lleva 50 años avanzando en su proceso de integración. El éxito de ese primer experimento alentó a diversas naciones alrededor del mundo a imitar el ejemplo o a desarrollar modelos alternativos de integración. Algunos tienen por objetivo final la unión política, como es el caso de los propios europeos, en tanto que otros persiguen objetivos más modestos que van desde la mera reducción de barreras arancelarias y a la inversión, hasta la plena integración económica, pero sin ninguna aspiración adicional. La variedad de ejemplos habla por sí misma: Australia y Nueva Zelanda, el sudeste asiático (ASEAN), el Mercosur, APEC y el TLC norteamericano. La lógica y origen del ímpetu hacia la integración varía en cada caso, pero no así la dinámica y complejidad que se deriva del proceso mismo de integración.
No hay proceso de integración fácil, de eso no cabe la menor duda. Si bien la lógica que impulsa una integración, en cualquiera de sus modalidades, es transparente, la dinámica del proceso es con frecuencia traumática. Empresas -y empresarios- pueden llevar décadas siendo muy exitosas en la fabricación de determinado producto o en la venta de un cierto servicio y, sin embargo, la apertura de su economía a la competencia del exterior las obliga casi siempre a realizar ajustes, en ocasiones tan severos como el del cierre de la empresa. En la mayoría de los casos, la integración es menos onerosa, pero eso no le resta complejidad. Como hemos podido atestiguar en México, la integración económica sigue causando estragos a diestra y siniestra. En buena medida esto se explica por la diferencia tan grande en niveles de eficiencia y productividad (que se hacen patentes en las diferencias de niveles de riqueza) entre nuestra economía y la de nuestros dos vecinos y socios en el TLC. No obstante lo anterior, el que un sinnúmero de empresas mexicanas se haya podido ajustar a la competencia del exterior a partir del ingreso de México al GATT muestra que, a pesar del choque inicial, la integración es factible.
Pero lo que sigue va a ser al menos igual de complejo y traumático. La integración, en este caso a través de un tratado de liberalización comercial y de inversión, implica la adopción de reglas del juego y estándares de producción y calidad que no eran comunes en el país antes del inicio de este proceso. ¿Cuántas empresas, por citar un ejemplo evidente, habían oído hablar de los estándares de calidad y protección ecológica conocidos como ISO 9000 e ISO 14000, respectivamente? El hecho de que centenas de empresas, oficinas gubernamentales y plantas hayan sido certificadas por la eficiencia y confiabilidad de sus procesos indica que una buena parte de la economía mexicana ha entendido las reglas del juego del mundo internacional. Pero, hasta ahora, la abrumadora mayoría de las empresas que ha adoptado esos estándares lo ha hecho por iniciativa propia, por la visión de sus empresarios o por su gran capacidad de respuesta. Es decir, se trata de personas que han sabido responder ante el reto de la competencia o ante la oportunidad de ampliar y desarrollar mucho más rápido sus mercados. Ya sea como mecanismo defensivo o como actitud visionaria, las empresas que se han adaptado lo han hecho porque han tenido el liderazgo listo y dispuesto para enfrentar el enorme reto de la integración. Nuestro problema es que en los próximos años el resto de la economía mexicana se va a ver presionado por las mismas fuerzas y, dada la experiencia de los últimos años, no es obvio que ahí exista esa misma capacidad de liderazgo.
La hoy llamada Unión Europea nació como resultado de un acuerdo en materia de carbón y acero a mediados del siglo pasado. Sin embargo, con el tiempo, cobró forma la idea de una integración cabal bajo el liderazgo de las dos economías que dominaban la región: Francia y Alemania. Por años, los europeos se han dedicado a crear reglas virtualmente para todo y todos los integrantes las han ido haciendo suyas, a fin de homologar sus procesos productivos, los estándares de calidad y las normas de seguridad. De esta manera, cada uno de los nuevos integrantes ha tenido que adoptar, de golpe y porrazo, toda la normatividad y estructura regulatoria de la U.E. para poder formar parte del exclusivo club. Dos casos son particularmente sugerentes. Uno, el de Austria, muestra un proceso deliberado de adaptación gradual: aun antes de solicitar su admisión a la UE, los austriacos se dedicaron a homologar su legislación, haciendo sumamente fácil el proceso una vez concluidas las negociaciones. El caso de Estonia también es significativo, pero por razones diferentes. Este país liberalizó su economía en forma cabal, prácticamente eliminando todas las regulaciones y obstáculos a la propiedad y a la producción. Sin embargo, ahora que está contemplando sumarse a la UE, Estonia tiene que comenzar a re-regular toda su economía, un proceso un tanto paradójico, pero inevitable si desea lograr ese objetivo.
Nuestro caso cae a la mitad de los dos ejemplos anteriores. La integración de la economía mexicana con la de E.U.A. y Canadá ha implicado la adopción de nuevas reglas del juego, de nuevos criterios de producción, calidad, seguridad y protección ambiental. En algunos casos eso ha obligado a la homologación de nuestras regulaciones, pero en otros ha implicado transformar no sólo la legislación, sino también las concepciones que han dominado el panorama económico por años. Algunas empresas llevan ya una década o más en ese proceso y, sin duda, el resto de la planta productiva tendrá que hacer lo propio en el futuro mediato. La noción de que siempre podremos valernos de soluciones ad-hoc, de parches o de procesos autónomos, como los que caracterizan a buena parte de las empresas chicas o medianas, tendrá que desaparecer y, con ello, toda una manera de pensar.
Las consecuencias de la integración para la economía y las empresas mexicanas van a ser enormes. Cualquiera que observe los reportes anuales de las empresas mexicanas más exitosas, va a encontrar que los criterios de producción actuales tienen poco o nada que ver con la manera en que se producía en el país años atrás. Ahora, esos criterios están en sintonía con los estándares de calidad, eficiencia, salud financiera y demás que caracterizan al mundo internacional. De una manera u otra, el resto de las empresas mexicanas, desde el changarro de la esquina hasta la empresa que ha sufrido los embates de la competencia del exterior sin mayor éxito, tendrá que adaptarse. Sin duda, muchas empresas fracasarán en el camino, por lo que es crucial el desarrollo de políticas gubernamentales -a nivel tanto federal como estatal- diseñadas no para salvar lo insalvable, sino para facilitar la constitución de nuevas empresas y la transferencia de activos de unas a otras. Lo crucial no es mantener la planta productiva como está, sino avanzar hacia la construcción y consolidación de una economía moderna y competitiva a partir de la transformación de lo que existe en la actualidad. Además, en esta época crítica, sólo así se logrará compensar los mayores costos de producción y exportación que entrañarán las crecientes medidas de seguridad con que tienen que lidiar las empresas.
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