El viaje del Presidente George W. Bush a Europa la semana pasada ha sido revelador en más de un sentido, además de que entraña importantes lecciones para nosotros. En Europa, Bush fue recibido entre manifestaciones públicas —algunas agresivas y desafiantes— y fuertes sermones pronunciados por algunos líderes europeos. La dinámica que ahí se desarrolló no puede sernos ajena, pues en alguna medida evidenció los espacios y parámetros que existen para avanzar nuestra propia agenda con Washington.
Las manifestaciones, a veces agresivas y violentas, con motivo de la visita de un mandatario norteamericano a Europa no son nuevas. Basta recordar los tiempos de Vietnam. Lo característico en las recientes, las que acompañaron al presidente Bush en su viaje por el viejo continente, fue el mensaje duro pero lo pacífico de su estilo en la mayoría de ellas. Algunos protestaban por la negativa de la administración Bush a suscribir el Protocolo de Kyoto en materia ambiental, en tanto que otros reprobaban su política hacia Medio Oriente. El discurso de los políticos europeos, por su parte, tenía un tono y significado muy distintos. Un primer mensaje, quizá el más difícil de transmitir al presidente de una nación que recientemente sufrió uno de los mayores ataques terroristas de la historia moderna, fue el que no se puede juzgar todo a la luz del terrorismo. Uno tras otro de los mandatarios coincidieron en que los ataques terroristas cambiaron al mundo, pero que no podían constituirse en el leitmotiv de todas las acciones de un gobierno, ni el criterio para actuar en conflictos como el árabe-israelí, tema por el cual los europeos y los norteamericanos han chocado sistemáticamente en los últimos meses.
Desde la perspectiva europea, el terrorismo ha sido una realidad cotidiana por décadas aunque, por supuesto, nunca ha sido tan brutal y vistoso como el del 11 de septiembre pasado. Por años, el Ejército Republicano Irlandés causó estragos permanentes en la vida de los ingleses y la eta no ceja en su esfuerzo por diezmar al gobierno español. Sin embargo, nada de eso ha impedido que los respectivos gobiernos sigan funcionando de manera normal. Los europeos fueron claros y llanos en su mensaje: por graves que hayan sido los ataques, la política exterior norteamericana no debe adoptar el maniqueísmo intolerante que todo lo reduce a una definición del bien y el mal, de mis amigos y mis enemigos.
Las diferencias y críticas no se limitan al tema del terrorismo, aunque éste fue un tema medular del discurso, toda vez que el presidente Bush lo ha convertido en el elemento central de su política exterior. En el camino, se externaron otros planteamientos igualmente conflictivos. El presidente Putin señaló que las quejas norteamericanas respecto a la transferencia de tecnología nuclear de Rusia hacia Irán deberían verse a la luz de similares transferencias por parte de Estados Unidos hacia Corea del Norte. Añadió que a los rusos les preocupa el desarrollo de misiles en Taiwán. Otros criticaron la política estadounidense hacia Irak, al argumentar que Siria podría ser incluida en el “eje del mal” definido por Bush, mientras Arabia Saudita, ese socio estratégico de Estados Unidos, estaba lejos de caracterizarse por ser una sociedad democrática y plural. Todos intentaron convencer al presidente de Estados Unidos de modificar el prisma que anima la política de la Casa Blanca hacia los palestinos. Para los europeos, los estadounidenses siempre están dispuestos a recurrir a las armas, cuando muchos de ellos perciben que la guerra no es solución a ninguno de los problemas que se pretenden resolver por ese medio. El colorido que emplearon los europeos para hacer sus críticas y comentarios puede bien entenderse como un intento por tratar de “educar” al presidente Bush, de aleccionarlo sobre un mundo mucho más complejo de lo que para ellos sugieren los slogans maniqueos, simplistas y peligrosos, tan socorridos por el mandatario norteamericano.
Ninguna de estas críticas a la política estadounidense es novedosa. Las diferencias entre europeos y norteamericanos, algunas más relevantes que otras, son viejas, producto de realidades y circunstancias contrastantes. Pero desde la segunda Guerra Mundial, esas diferencias siempre se matizaron por la existencia de un enemigo común en el contexto de la Guerra Fría. Ahora, diez años después del fin de esa era, las diferencias han aflorado de una manera incontenible. Las realidades cotidianas de los europeos son cada vez más distantes de las preocupaciones geopolíticas norteamericanas. Para un continente sumido en debates sobre el euro, la integración, la inmigración, la ultraderecha, los conflictos raciales y religiosos o la criminalidad cotidiana, los temas económicos y de seguridad, el pan de cada día de los estadounidenses en la actualidad, resultan ininteligibles. ¿Para qué perderse en los grandes asuntos cuando se tiene que lidiar con la complejidad inherente a la construcción de un mundo nuevo, reflejado con nitidez en el actuar diario de la Unión Europea?
Los europeos acusan a los estadounidenses de inmaduros y provincianos, critican su propensión a disparar desde las rodillas; dicen que su poder excede su capacidad de juicio. Por su parte, los norteamericanos tienden a ver a los europeos como más inteligentes que sabios, siempre dispuestos a meterse en problemas que sólo el poderío militar estadounidense puede resolverles. Al margen de las caricaturas implícitas en estas típicas exageraciones, las tensiones entre unos y otros reflejan visiones distintas del mundo y, sobre todo, intereses contrastantes. Un agudo estudioso de la relación trasatlántica, Robert Kagan, argumenta que los europeos viven una gran paradoja. Por un lado, dice, han pasado a una concepción “postmoderna” del mundo, en el que el sistema internacional ya no descansa en el balance del poder, sino en el rechazo al uso de la fuerza y en reglas de comportamiento que cada actor cumple por su propia voluntad. Pero, por el otro, sostiene Kagan, los europeos no se han percatado de que su camino hacia la postmodernidad está garantizado por una potencia (Estados Unidos) que actúa bajo las reglas de la política del poder. Más bien, dice este autor, la postmodernidad europea sería imposible sin un Estados Unidos como es. Sea como fuere, la dinámica política europea tiende a distanciarse de la estadounidense sin que nadie reconozca que se trata de diferencias fundamentales y no meros matices en un contexto común.
Independientemente de que a los europeos les asista o no la razón, o de lo acertado de su perspectiva en algún conflicto o tema específico, la visión que tienen de Estados Unidos arroja importantes lecciones para nosotros. En principio, por más sermones que le dirigieron al presidente estadounidense, la política de su país apenas cambió. En los días siguientes al fin de la gira, la prensa europea manifestó su desencanto frente a lo que percibe como una obsesión norteamericana y una incapacidad para aceptar sus preocupaciones como centrales en el mundo moderno. Los europeos fueron enfáticos en su argumentación, pero incapaces de hacer que los norteamericanos la aceptaran e hicieran suya. La superioridad moral que enarbolaron los europeos puede ser loable, pero acabó siendo ineficaz en su acercamiento al gobierno norteamericano o en su intento de convencerlo de que se trata de preocupaciones legítimas, moralmente superiores a las norteamericanas. Los estadounidenses, unidos como nunca en años recientes por la percepción compartida de vulnerabilidad frente al terrorismo, no tuvieron el menor empacho en rechazar la embestida y afirmar lo que han definido como su “claridad moral”.
Por lo anterior, luego de años de debatir sin ponerse de acuerdo sobre proyectos que van desde la construcción de un bombardero europeo hasta el lanzamiento de un sistema de satélites propio, súbitamente ha emergido un consenso intra-europeo. La paradoja reside en que a pesar de que las diferencias internas no han disminuido, las tensiones con los norteamericanos han hecho posible concluir un conflicto que en ocasiones parecía interminable. La implicación de estas desavenencias difícilmente podría ser más clara para nosotros. Quizá la lección más importante es que no hay forma de avanzar la agenda con Estados Unidos excepto si el tema se convierte en parte de sus obsesiones. Puesto en otros términos, la única manera en que podremos avanzar aspectos como el migratorio, será vinculándolo con los temas que preocupan a los norteamericanos y, de hecho, haciéndolos parte de ellos. La migración tiene que ser vista como un componente esencial de la estrategia de seguridad estadounidense.
Canadá, un país que en muchos sentidos enfrenta circunstancias similares a las nuestras, ha formulado su agenda comercial, sobre todo en lo relativo a mecanismos como el anti dumping, que desean fervientemente eliminar, en términos de seguridad. Los canadienses no han tenido recato para manifestar sus argumentos; por lo contrario, han sido enfáticos y ruidosos al argumentar que su éxito depende de convertir sus preocupaciones en temas prioritarios para los norteamericanos. De manera similar, México tiene que plantear su agenda como un asunto prioritario para los estadounidenses.
Muchos mexicanos preferirían pintar una raya respecto a Estados Unidos, marcar las diferencias, renegociar los acuerdos y procurar un distanciamiento antes que rendirnos a su racionalidad. Ciertamente no hay razón para someter nuestros intereses a los de país alguno, pero hay inquietudes cruciales para los mexicanos que inexorablemente cruzan la línea fronteriza. Los migrantes, por ejemplo, requieren de acciones concretas, los exportadores necesitan mecanismos institucionales que hagan posible su desarrollo y los agricultores demandan alternativas frente a decisiones económicas internas de nuestro país vecino. Si lo que requerimos es efectividad en cada uno de estos rubros, tenemos que plantear nuestra agenda como tema prioritario de los estadounidenses. Si no, acabaremos distantes y sin soluciones, como los europeos, pero desafortunadamente sin sus niveles de vida y riqueza.
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