El problema político del México actual se manifiesta en la fuerte tensión que se ha observado entre los poderes ejecutivo y legislativo –sobre todo con el PRI- a lo largo de las últimas semanas. En este contexto, Cuba es una mera anécdota, una excusa. No es tan sólo que se confronten lógicas contrastantes como las que normalmente existen entre poderes públicos distintos o entre partidos políticos que compiten entre sí, sino que se trata de una guerra de palabras que refleja intereses y visiones muy diferentes. Independientemente del ánimo que inspira a cada una de las partes en esta disputa, el hecho es que nos encontramos en plena contienda electoral, quince meses antes de que ésta tenga lugar. Esta realidad no parece propicia para que el gobierno –ejecutivo y legislativo en conjunto- cumpla su cometido, pero sí puede ser conducente a una grave crisis política que muchos pueden ansiar, pero que seguro a nadie beneficiaría. De cualquier forma, el gobierno tiene que actuar o de lo contrario podría acabar sucumbiendo.
Las tensiones entre el ejecutivo y legislativo comenzaron desde 1997 y su evolución desde entonces apuntaba en la dirección de un conflicto cada vez mayor. Pero si bien el conflicto parecía anunciado, lo que ha resultado sorprendente es la pasividad que por meses caracterizó a la administración del presidente Fox. Con excepción de unas cuantas áreas de su gobierno, la administración se ha caracterizado por la ausencia de iniciativa, por la falta de empuje y por la casi total ausencia de militancia. En lugar de impulsar las iniciativas que propuso a lo largo de la campaña electoral, el gobierno se ha dejado mangonear por los legisladores quienes, parafraseando lo dicho por el Presidente en su discurso inaugural, se han dedicado a proponer y disponer en todos los ámbitos. El problema ha llegado a ser de tal magnitud que los diputados y senadores ya no se limitan a iniciar y aprobar sus propias iniciativas, desdeñando en muchos de los casos las del ejecutivo, sino que incluso se han tratado de apoderar de ámbitos de actividad que, de acuerdo a la Constitución, son de competencia exclusiva del ejecutivo.
Por muchos meses, las tensiones no eran más que eso: manifestaciones de formas contrapuestas de ver al mundo, expresiones de posturas encontradas sobre la responsabilidad de cada uno de los poderes y, en todo caso, posturas ideológicas o políticas propias de cada persona o partido. El actuar de los legisladores, por su parte, reflejaba tanto su percepción de la creciente importancia del poder al que representan, pero sobre todo la oportunidad de ir al ataque, peleando el todo por el todo, aprovechando que la popularidad del presidente iba en descenso. No hay la menor duda de que los legisladores, sobre todo los del PRI, han estado actuando de acuerdo a los incentivos que crea la configuración política actual y que su comportamiento refleja un sistema institucional defectuoso que no contribuye a realizar la esencia de un sistema de división de poderes: acotar el poder y promover la cooperación para arribar a buenas decisiones. Desde esta perspectiva, la decisión de los senadores de la oposición de negarle el permiso para ausentarse del país no fue sino la gota que derramó el vaso. Todo estaba listo para que las tensiones afloraran, dando lugar a una nueva realidad política.
La nueva realidad política es muy sencilla, y muy riesgosa. Desde ahora, quince meses antes de las elecciones intermedias, toda la política mexicana se ha volcado sobre esa justa electoral, poniendo en entredicho todo, desde la recuperación de la economía hasta la creación de nuevos empleos y las reformas que le urgen al país, en todos los ámbitos. Hace un par de semanas se dio el banderazo inicial a la temporada electoral, lo que implica que la comunicación entre los poderes ejecutivo y legislativo posiblemente se reduzca a lo mínimo esencial, en tanto que las oportunidades de una reactivación temprana de la actividad económica se postergan, si no es que se cancelan del todo. La oposición legislativa huele sangre y se está dedicando a minar la credibilidad ya no sólo de los secretarios que asoman la cabeza, sino del Presidente mismo. Desde luego, en las elecciones, como en la guerra, todo se vale, pero los riesgos de sumir al país en la obscuridad corren en forma paralela.
Los riesgos son evidentes a todas luces y nadie de entre los involucrados parece estar dispuesto a ceder terreno en aras de retornar a la concordia. El poder legislativo fue el primero en sonar los tambores de guerra, pero el ejecutivo dio pie a que la situación llegara hasta estos extremos. Luego de un inicio estruendoso y a tambor batiente, el presidente ha permitido que a lo largo de estos meses su administración se desvanezca, que se consuma en diferencias intestinas con frecuencia triviales y, sobre todo, que muchos miembros de su gabinete estén indispuestos o sean incapaces de avanzar y defender las iniciativas de la administración. El Presidente afirmó en su discurso inaugural que él propondría y que el Congreso dispondría. Más allá de las atribuciones que los legisladores se han arrogado a la brava, no hay la menor duda de que la administración no ha hecho muchas propuestas y mucho menos las ha defendido como ameritan las circunstancias.
No es casualidad que los legisladores ataquen a los miembros más visibles, y con frecuencia aguerridos, del gabinete del Presidente Fox. Son precisamente ellos quienes, en la práctica, han sostenido la línea de defensa de la administración frente al embate de los legisladores. Así como Castañeda ha marcado la línea y sostiene una postura consistente con la naturaleza, origen y legitimidad del primer gobierno no priísta de nuestra historia moderna, hay varios secretarios débiles que no logran ni siquiera proponer con claridad sus iniciativas, por no hablar de avanzarlas o defenderlas con la consistencia y fortaleza que se requiere. Basta observar el naufragio del proyecto de evaluación educativa o la ausencia de resultados en materia de seguridad pública para hacer evidente que las únicas áreas del gobierno que avanzan son aquéllas que tienen un promotor activo que presenta sus proyectos, los defiende y los hace valer. Cada uno de los pocos secretarios que cumple con esas características tiene un estilo propio, pero es evidente que todos comparten una cosa: todos ellos funcionan, operan dentro de su ámbito y sostienen la línea gubernamental. Lo que el presidente Fox requiere en cada secretaría es un defensor serio, comprometido, con conocimiento y convicción de su proyecto.
Si los meses pasados han sido difíciles para la nueva administración, los próximos prometen ser por demás complejos y riesgosos. A menos de que se recupere la economía o el presidente Fox cambie su manera de conducir al gobierno (idealmente los dos), la lucha entre los dos poderes va a resultar desgastante y ruin. De mantenerse la pasividad que ha caracterizado a la administración hasta ahora, el camino hacia adelante no parece halagüeño. Más bien, lo contrario.
Ahora que la contienda electoral por el 2003 ya inició, el Presidente ha quedado confrontado con un dilema muy simple: aceptar una derrota o iniciar una ofensiva capaz de lograr el triunfo electoral en el 2003. Si bien existían otras opciones, el rompimiento de lanzas que representó el affaire del viaje al extranjero no le deja otra alternativa. Su única opción ahora es la de abogar por sus tesis y desacreditar los obstáculos que de manera sistemática le ha impuesto la oposición. Esto implica no sólo una actitud, sino también un equipo. De haber otros activistas comprometidos, como los que hay en las pocas secretarías efectivas del gobierno, la administración cobraría la vitalidad que le hace falta y recuperaría su popularidad, dándole la mejor oportunidad de ganar las elecciones legislativas del 2003.
Los conflictos que han surgido entre el ejecutivo y el legislativo evidencian la naturaleza del problema, a la vez que sugieren oportunidades para los próximos meses. El conflicto con Cuba, exacerbado en los últimos días por el flagrante intervencionismo del gobierno de aquel país en la política interna de México, revela fuertes fisuras dentro de la política mexicana. Uno puede estar o no de acuerdo con la postura que ha adoptado el gobierno en los foros internacionales sobre los derechos humanos en el país isleño, pero eso no quita que la Constitución le confiere al ejecutivo el manejo de la política exterior del país. De hecho, es casi natural que un gobierno fresco y nuevo tome posturas de vanguardia en foros como el de ONU. Lo paradójico y difícil de explicar no es la motivación gubernamental de marcar nuevas pautas, sino la peculiar contradicción de los políticos de izquierda en el país que se quedaron atorados en los sesenta en materia ideológica, pero que emplean los mecanismos y libertades de la incipiente democracia mexicana para expresarse, algo con lo que los cubanos no cuentan.
Algo semejante ocurre en el ámbito de la educación. En este campo se puede observar cómo la ausencia de una postura firme por parte del ejecutivo le dio pie al congreso para neutralizar su iniciativa de reforma, haciendo irrelevante a la que quizá era la propuesta más importante del sexenio, sobre el tema más sensible para la procuración de los empleos e ingresos de los mexicanos menos pudientes. En este caso, los legisladores han optado por la defensa de los intereses más rancios y reaccionarios del viejo corporativismo. Sin embargo, esto no ha ocurrido por casualidad, sino por la ausencia de una activa defensa por parte del ejecutivo de sus iniciativas y propuestas.
El presidente tiene la mesa puesta: esta es la oportunidad de replantear su proyecto de gobierno, de explicarle al electorado los porqués y de convencer a la población de la oportunidad que representa “el cambio”. Es decir, una estrategia que construya un triunfo electoral para el 2003. Dadas las circunstancias, su única posibilidad es la de retomar la iniciativa, tal y como lo hizo recientemente en Ginebra respecto del caso cubano. La alternativa es conceder el fin de su sexenio casi antes de comenzar.
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