El colapso de la empresa energética Enron debería ponernos en guardia. Se trata de la mayor quiebra corporativa de la historia, la quiebra de una empresa que había sido la envidia de tirios y troyanos. Enron había logrado revolucionar el mundo de la energía y convertirse en una entidad que intermediaba la compra y venta de energía como si se tratara de un servicio financiero. Súbitamente, sin embargo, el castillo de naipes se vino abajo. De la noche a la mañana, sin decir “agua va”, la empresa se colapsó, generando pérdidas por casi cien mil millones de dólares. Todo ello en un país plagado de impresionantes estructuras e instituciones regulatorias y de auditoría, tanto públicas como privadas, que acabaron mostrando su incompetencia o, en el mejor de los casos, su incapacidad para detectar y evitar que los malos manejos administrativos, financieros y contables de la empresa llegaran tan lejos. Si eso ocurrió en el país con el mayor número de salvaguardas y mecanismos de protección para los pequeños inversionistas, ¿qué no podría ocurrir en un país como el nuestro, dados los manejos obscuros y palaciegos -además de abusivos del pequeño inversionista- que con frecuencia caracterizan a las empresas mexicanas?
Enron llegó a ser la séptima empresa más grande de Estados Unidos. Especializada en la compra y venta de energía, la empresa inventó un mercado que no existía. Su crecimiento fue vertiginoso y su prestigio creció como la espuma. Era raro el consultor que no utilizara el ejemplo de Enron para ilustrar la forma en que una empresa podía transformarse hasta convertirse no sólo en la líder de su campo, sino también en un modelo de éxito digno de emularse. En estas circunstancias, no es sorprendente que su quiebra haya gestado un enorme escándalo. Ahora que las prácticas internas de la empresa han comenzado a publicarse, queda muy claro que las razones para el escándalo no son pequeñas. Entre ellas se encuentran dos que han cimbrado a la sociedad norteamericana: la primera, que la empresa invirtió prácticamente todos los fondos de pensión de sus empleados en acciones de la propia empresa, por lo que todos ellos perdieron la totalidad de sus ahorros para el retiro. La segunda, de trascendencia para todo ahorrador, inversionista y usuario de servicios financieros, que todos los mecanismos de protección, desde las regulaciones gubernamentales hasta las auditorías públicas, fueron corrompidas por la empresa, al grado en que nadie se pudo percatar de los malos manejos que estaban teniendo lugar. Para colmar el plato, los más altos ejecutivos de la empresa vendieron sus acciones poco antes del colapso, salvando su propio dinero en el camino. Los mecanismos de supervisión y protección de accionistas minoritarios resultaron totalmente irrelevantes.
En el curso de los años, Enron había realizado un gran despliegue político. Su presencia en Washington era prácticamente ubicua y sus donativos a los fondos de campaña de diputados, senadores y candidatos a la presidencia eran legendarios. Es raro el legislador que no haya recibido algo de Enron. A cambio de esos donativos, Enron logró beneficios, como el hecho de que no recibiera el trato de una empresa financiera a pesar de que sus actividades entraban fácilmente en esa definición. Esta fue una de las circunstancias que hizo imposible conocer con precisión la naturaleza de las operaciones que llevaba a cabo. El escándalo ha adquirido enormes proporciones y ahora amenaza con convertirse en un tema electoral. Once comités y subcomités del congreso y del senado de ese país investigan a la empresa, todos ellos tratando de achacarle culpas a sus contrincantes o al presidente Bush, de quien el presidente de Enron era amigo personal. El problema político para el presidente estadounidense puede acabar siendo muy grande, pero tal vez no. A final de cuentas, es difícil armar un caso político cuando la administración optó por no ayudar a la empresa en sus últimos días y evitando así su desplome.
En todo caso, a pesar de que un político en campaña siempre intentará endosar cualquier problema a su contrincante, la problemática de Enron no es fundamentalmente política. La información que se ha dado a conocer sobre los donativos de campaña que realizó, muestra que éstos fueron prácticamente idénticos para los dos partidos, por lo que el beneficio electoral de armar un escándalo podría evaporarse. El caso Enron muestra, en modo muy semejante al escándalo reciente del financiamiento de Pemex a la campaña del PRI, que los mecanismos de supervisión del financiamiento de los partidos en ambas naciones dejan mucho que desear. Ojalá ese fuera el fin del escándalo.
El verdadero problema del colapso de Enron no es político o, al menos, tiene más dimensiones que la meramente electoral. La quiebra de esta empresa ha abierto una enorme caja de Pandora porque ha evidenciado que es posible darle la vuelta a todas las regulaciones y mecanismos de supervisión que existen en los mercados financieros. Esas regulaciones han sido creadas y modificadas de manera sistemática a lo largo de los años para asegurar la disponibilidad de información y transparencia para todos los inversionistas por igual. Las regulaciones han llegado a ser tan precisas que establecen, entre otras cosas, que una empresa no puede divulgar información alguna, incluso de manera informal, hasta que todos los inversionistas no hayan sido informados. Esas mismas regulaciones norman la compra y venta de acciones por parte de personas que tienen acceso a la información de una empresa y definen a esas personas de la manera más amplia que uno pudiera imaginar: incluyen hijos, padres, hermanos y socios. Además, las autoridades regulatorias, comenzando por la Securities and Exchange Commission (SEC), tienen enormes facultades para hacer cumplir la ley, mismas que se traducen en centenares de consignaciones, multas y penas (incluyendo cárcel) cada año. El hecho de que una empresa del tamaño y visibilidad de Enron haya podido evadir todos estos mecanismos explica las dimensiones del escándalo.
Para funcionar eficientemente, una economía moderna requiere tanto de información como de transparencia. Mientras más información haya disponible, mejores las decisiones que la sociedad puede tomar. En el caso de los mercados financieros, la información es el factor fundamental, el aceite que permite que fluyan las decisiones y que operen los mercados. Los inversionistas parten del principio de que la información que tienen en las manos es comparable entre sí y, sobre todo, que es confiable. Casos como el de Enron cimbran a los mercados porque ponen en duda la transparencia de la información, generan incertidumbre sobre el trabajo que realizan los auditores externos (supuestamente independientes) y ponen en riesgo la confiabilidad del sistema de regulación y supervisión. Todo eso en el país quizá más regulado del mundo en materia financiera.
A la luz del colapso de Enron, las prácticas corporativas mexicanas resultan simplemente aterradoras. El mercado financiero mexicano, particularmente la bolsa de valores, nunca ha crecido mayor cosa precisamente porque no existen mecanismos de supervisión y protección del público inversionista que garanticen la confiabilidad y solvencia del sistema. El propio gobierno optó por prohibir la inversión de los fondos de las afores en la bolsa de valores ante su falta de transparencia y confiabilidad. En México, como en Estados Unidos, lo que hizo Enron es atípico. Pero los vicios que existen en el mercado financiero nacional son enormes y la mejor prueba de ello es lo raquítico de la bolsa. Todo el affaire Fobaproa y los múltiples abusos que sacó a relucir -desde los préstamos relacionados y los diferentes criterios de contabilidad y clasificación de cartera, hasta la falta de información, los malos manejos y las acciones discrecionales de las autoridades- constituyen pruebas fehacientes de la debilidad de las instituciones regulatorias y de supervisión.
“En México nadie compra una acción si no cuenta con información privilegiada”, reza un dicho que tiene mucho de verdad. Los vicios en el sistema financiero mexicano son ubicuos. Los conflictos de interés entre los participantes en el mercado son la regla y no la excepción; los consejos de las empresas rara vez cuentan con integrantes destacados por su independencia, y prácticamente ninguna tiene un comité de auditoría integrado por esos individuos; el uso de información privilegiada es cotidiano; las empresas con características monopólicas amedrentan a las autoridades regulatorias; las autoridades son débiles y no cuentan con capacidad técnica o instrumentos legales adecuados para actuar; la información es poca en lugar de ser ubicua; los estándares contables no siempre son comparables; no existe información sobre operaciones realizadas por empresas relacionadas a través de sus accionistas, etcétera, etcétera. Tan grave es el problema que muchos inversionistas mexicanos, que normalmente viven en un entorno de absoluta impunidad, con frecuencia realizan el mismo tipo de prácticas cuando invierten en Estados Unidos: de hecho, entre los inversionistas penalizados por las autoridades norteamericanas cada año, hay un número desproporcionado de mexicanos, entre los que destacan los presidentes de consejos de algunas de las empresas más importantes del país.
Sin financiamiento, las empresas mexicanas no van a prosperar. Gran parte de ese financiamiento podrá ser bancario, pero otro más, como en todos los países, tendrá que provenir del mercado de valores. Ese mercado, sin embargo, no va a prosperar en la medida en que no exista una reglamentación idónea y un aparato de supervisión dispuesto a hacerla cumplir sin compasión. Así como Fobaproa sacó a la luz los vicios de un sistema bancario mal estructurado, pésimamente regulado y carente de una mínima supervisión, Enron ilustra lo que puede ocurrir cuando no existe autoridad en los mercados financieros. El reto para nosotros es verdaderamente monumental.
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