El estado de California en Estados Unidos funcionó muy bien por muchas décadas. Su infraestructura física creció de manera sistemática, generalmente anticipando la demanda; la calidad educativa se mantuvo por encima de la media nacional y las condiciones materiales así como el entorno para el desarrollo y la inversión difícilmente pudieron ser mejores. Mientras hubo consenso entre los dos partidos en el poder legislativo estatal, el estado avanzó viento en popa, siempre adelante del resto de la Unión Americana en prácticamente todos los indicadores de desarrollo económico. Tan pronto se deshizo ese consenso, al inicio de los setenta, la inversión en infraestructura, agua, electricidad, educación, entre otros, se vino para abajo, generando serios problemas que empiezan a manifestarse ahora y lo harán con más fuerza en el futuro cercano. La lección que arroja este caso es por demás significativa para México.
El caso del estado de California es paradigmático. Por décadas, ambos partidos en el legislativo de Sacramento, la capital estatal, unieron sus fuerzas en torno al objetivo del desarrollo económico. Su compromiso con una tasa acelerada de crecimiento se manifestaba en acuerdos sistemáticos en materia de inversión pública, en las políticas de regulación de la inversión privada en temas como la electricidad y, en general, en una visión uniforme sobre el sentido de dirección que debía seguir el desarrollo del estado. En particular, se acordaron tres grandes planes que, en los sesenta, culminaron en proyectos masivos de construcción de carreteras, educación universitaria (con todo el sistema de universidades estatales) y el desarrollo de fuentes de suministro de agua. Pero esos fueron los últimos puntos de acuerdo, como lo revelan cifras publicadas por The Economist (Julio 28, p.34). Esos números muestran que la inversión pública cayó de 180 dólares per cápita en los sesenta a menos de 20 en los últimos años.
Los efectos de esa caída en la inversión son cada vez más notorios: igual se manifiestan en los retrasos en la entrega de mercancías, en las insuficiencias del sistema educativo que tienen que ser corregidas más tarde por los empleadores con programas de reentrenamiento, en el deterioro de sus playas y así sucesivamente. Quizá el mayor de los rezagos lo presente el sector eléctrico que ha padecido dos décadas de falta de inversión y una regulación que ha mantenido fijos los precios a los consumidores residenciales sin considerar los cambios en los costos de producción. Esto ha llevado a cortes cotidianos en el suministro del fluido eléctrico, tal como sucede en cualquier país tercermundista.
Las circunstancias particulares de California reflejan cambios en las percepciones de los votantes (unos están más preocupados por el desarrollo ecológico en tanto que otros se interesan más por el crecimiento económico); un rechazo a la manera en que han sido provisto los servicios públicos (la mayoría de éstos son gratuitos o fuertemente subsidiados, lo que ha llevado al abuso en su consumo); o a lo que es percibido como un abuso por parte de estudiantes que permanecen en las universidades estatales (que son muy baratas) por periodos mucho más prolongados de lo que permanecen sus contrapartes en universidades privadas (que son mucho más caras). Sea cual fuere la lógica de los votantes, el hecho es que una proporción suficiente de ellos se ha negado de manera sistemática a financiar el desarrollo de nueva infraestructura. Y el resultado es más que evidente.
Aunque la dinámica política californiana nada tiene que ver con la nuestra, las semejanzas en otros ámbitos son palpables. El desarrollo de la infraestructura en nuestro país se ha rezagado de una manera dramática; la calidad de las universidades se ha deteriorado; la capacidad de generación de energía eléctrica se encuentra en niveles francamente preocupantes; grupos de interés particular, usualmente poco representativos de la colectividad, han logrado paralizar la construcción de nuevas carreteras y vías de acceso a las principales ciudades del país. La parálisis ha llegado a tal extremo que ahora no es raro el político estatal que promete en campaña que no habrá erogaciones en nueva infraestructura durante su administración. Por supuesto, lo anterior contradice las frecuentes promesas de crear nuevos empleos, incrementar los salarios de los maestros y los médicos o atraer mayores niveles de inversión privada, pero esas contradicciones ya se han hecho costumbre.
El chiste prototípico que cuentan los mexicanos de Tijuana cuando cruzan la frontera entre Baja California y California se refiere precisamente al contraste en la calidad y cantidad de la infraestructura entre ambas naciones. “Se quedaron con las mejores carreteras y nos dejaron las peores”, suelen decir jocosamente los lugareños. Si a pesar de esas apabullantes diferencias y contrastes los californianos están encontrando que su infraestructura es insuficiente y que deja mucho que desear, ¿cómo estaremos nosotros? Ese hecho innegable debería convertirse en acicate para sumar fuerzas entre los partidos políticos y definir prioridades tanto de gasto como de ingreso que permitan fortalecer la base de desarrollo del país y, con ello, crear las condiciones para que sea posible generar nuevos empleos y elevar los niveles de vida de la población en general.
Pero las circunstancias peculiares de nuestra incipiente democracia son poco propicias para el consenso legislativo, para el actuar cotidiano de los gobiernos en todos los niveles y, sobre todo, para una toma de decisiones responsable en materia económica y fiscal. En ausencia de capacidad ciudadana de influir sobre las decisiones de voto de los diputados, senadores y gobernadores, la propensión natural de todo político es a dejarse llevar por sus propias preferencias políticas o ideológicas y, en todo caso, a prometer más de lo que es posible cumplir o, peor, a prometer acciones sin comprometerse a sufragar los costos de las mismas. La creciente irresponsabilidad de los legisladores se manifiesta en su despreocupación por buscar mecanismos sanos de financiamiento a sus programas de gasto (lo que implicaría una reforma fiscal) y en su frecuente clamor a favor de un mayor déficit fiscal, ignorando los costos que éste entraña en términos de inflación y endeudamiento.
La necesidad de consensos básicos en la toma de decisiones es más que evidente. Pero esos consensos también tienen que ser financiera y fiscalmente responsables. La reforma fiscal que propuso el gobierno hace varios meses ha ido transformándose poco a poco en una iniciativa meramente recaudatoria. Si bien la propuesta gubernamental podía ser mejorada y corregida en sus excesos, su gran virtud era que al menos intentaba una racionalización de los impuestos de manera tal que hubiera menos espacios para el abuso, la evasión y la corrupción. El riesgo de una reforma fiscal que deje agujeros demasiado obvios y grandes es que el fisco acabe cobrándole más a los que ya de por sí pagan impuestos (como siempre ha sucedido), sin que disminuya la evasión. Un consenso fundamentado en este tipo de esquema sería no sólo irresponsable, sino contraproducente.
La democracia mexicana está avanzando por los únicos reductos que tiene a su alcance. Aunque hay llamadas por legitimar acciones violentas y extra institucionales (como los bombazos recientes), la mayoría de los actores las ha reprobado, sancionando el actuar gubernamental en la materia. De la misma manera, a pesar de los exabruptos de diversos legisladores y de sus manifestaciones tragicómicas (y un tanto primitivas) a lo largo de la lectura del Informe, la abrumadora mayoría de ellos mostró una inusitada institucionalidad, un respeto a las formas y a la investidura presidencial. El gran ausente en todo esto es el ciudadano que no tiene más vía de influencia que su voto y cuyas preferencias –en materia fiscal o en cualquier otra- son ignoradas por los que se dicen sus representantes. No cabe la menor duda de que ningún ser humano va a estar a favor de pagar más impuestos. Pero la función del representante popular también es una de liderazgo y esa función prácticamente nadie la está realizando. Los miembros del Congreso optan por sus preferencias ideológicas en lugar de atender inteligentemente a sus representados (en contraste con el caso de California). A la larga, ningún consenso va a prosperar si no contempla pesos y contrapesos no sólo entre el presidente y el congreso, sino también entre la ciudadanía y los legisladores. Por eso, una profunda reforma política que redefina al sistema político y establezca las bases de su desarrollo en la nueva realidad sería la mejor protección no sólo para el ciudadano, sino para el desarrollo estable del país en general.
La conformación de un consenso, o de un acuerdo político, sobre los objetivos, prioridades y mecanismos para la toma de decisiones entre los partidos políticos es algo que debe ser bienvenido. Los discursos, en substancia y tono, de los representantes del PRI, del PAN, de la presidenta del Congreso y del propio ejecutivo el día del Informe presidencial sugieren que hay la voluntad política para establecer puentes y construir los fundamentos de un sistema político más funcional y equilibrado. La idea de un consenso sobre procedimientos constituye, en cualquier sistema político, la esencia de la interacción respetuosa entre posturas distintas que reconocen que sólo en conjunto es posible avanzar y lograr los objetivos partidistas y personales. Implica, en nuestro caso particular, que las fuerzas políticas, al menos las más responsables y avanzadas, han llegado al reconocimiento de que ninguna puede avanzar si todas no jalan parejo. Si el Informe constituye la primera evidencia de que se está avanzando en esa dirección, los primeros nueve meses del gobierno habrán sido muchísimo más productivos de lo que cualquiera pudo haber llegado a imaginar.
Luz ámbar
El gobierno parece empeñado en establecer precedentes económicos de alto riesgo. La expropiación de los ingenios ya fue interpretada como una salida fácil para empresarios que andan endeudados y en problemas. Igual, los empresarios del acero y los productores de piña, seguro un cultivo estratégico, acaban de obtener aranceles compensatorios para enmascarar su incompetencia. De seguir por ese camino, al que se suma la VW, el gobierno va a acabar alterando los precios relativos de la economía, y con ellos, las expectativas de un crecimiento económico alto y sostenido.
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