El debate en el congreso y en los medios las pasadas semanas es muestra fehaciente de que no hay el más mínimo acuerdo en la sociedad mexicana en torno a los impuestos, el gasto público y la rendición de cuentas. Una fotografía de este proceso evidencia que la población quiere menos impuestos, más gasto y que no entiende o no le importa la rendición de cuentas. El gobierno puede haber cambiado de partido, las intenciones de la nueva administración pueden ser honorables, pero la población ya vivió muchas de éstas y no parece estar dispuesta a creer en nada. La dinámica legislativa, que en lo general carece de liderazgos efectivos, refleja nítidamente estas perspectivas encontradas. En todo este proceso, el presidente ha exhortado a la aprobación de la iniciativa, pero no con argumentos acerca de sus virtudes, sino con el respaldo de su popularidad.
En estas circunstancias, la iniciativa de reforma fiscal del gobierno se ha presentado mal y el presidente no se está comprometiendo con los cambios que podrían convencer a la ciudadanía. Aun superando estos enormes escollos, al no existir un vínculo entre la ciudadanía y los miembros del congreso, es poco el beneficio, en términos de votos legislativos, que el presidente puede derivar de sumar apoyos entre la población. Puesto en otros términos, la popularidad del presidente no se convierte en capacidad de negociación frente al congreso. Es tiempo de cambiar de táctica.
Los mexicanos hemos llegado a conjuntar, de manera natural y sin reconocimiento de las contradicciones inherentes, tres nociones: la de querer más servicios públicos, la de exigir mejor calidad en los mismos, pero también la de repudiar el pago de impuestos (desde el agua hasta la UNAM, y ahora el IVA). Las actitudes sociales son producto de la historia y la experiencia, razón por la cual un cambio serio y duradero dependerá de la habilidad con que se logren concertar los intereses y fuerzas que inevitablemente confluyen en la problemática fiscal.
En estas condiciones, uno pensaría que existe un rechazo generalizado a la reforma fiscal. Lo paradójico es que ocurre exactamente lo contrario: todo mundo quiere una reforma fiscal y todo mundo está convencido de que dicha reforma le debe aligerar tanto la carga fiscal como la complejidad que hoy en día caracteriza el cumplimiento de las obligaciones en la materia. Pero si uno escarba un poco y analiza con detenimiento lo que cada grupo y sector plantea respecto al sistema fiscal, resulta que las demandas y objeciones son de tan diversa índole que hasta se llegan a contraponer entre sí. Es decir, cada cual quiere que se reduzca al máximo (a cero de ser posible) su carga fiscal y se simplifique la administración de sus propios impuestos, aunque eso implique una carga mayor para todos los demás. Todos queremos ser derechohabientes en lugar de ciudadanos.
En materia económica no hay peor injusticia que la inequidad. En el terreno fiscal, la inequidad es literalmente ubicua. Se manifiesta en impuestos distintos para personas con ingresos similares, en las diferentes tasas del IVA, en los privilegios y subsidios de que gozan diversos sectores y actividades, en la inflación que erosiona el salario y en la evasión de impuestos y obligaciones. Nuestro sistema fiscal le otorga tantas prebendas a tantos sectores e intereses que es lógico que todo mundo vele por los propios.
Las exenciones y privilegios que existen son, literalmente, infinitos. Las cooperativas pesqueras, los transportistas y los agricultores gozan de regímenes especiales que implican, en la práctica, que casi no paguen impuestos. Los autores de plano no pagan ni un peso. Los beneficiarios del privilegio de no pagar impuestos –desde los evasores y los informales hasta los que de plano están exentos- defienden sus cotos de caza como fieras. Los grandes grupos empresariales quieren que se facilite la consolidación fiscal y los banqueros poder deducir la creación de reservas. Y todos, sin excepción, consideran que la política fiscal es profundamente inequitativa tanto porque unos pagan y otros no, como por el hecho de que la corrupción en el uso de los recursos públicos implica que los dineros recaudados no llegan a su destino final. Causantes cumplidos y evasores se unen en su desprecio por el gobierno, al menos en materia fiscal.
Parecería que la única conclusión posible de esta fotografía es que una reforma fiscal que busque recaudar más es una fantasía que podría incluso llegar a ser peligrosa. Quien haya escuchado a nuestros diputados y senadores argumentar sobre este punto seguramente ya se convenció de ello. A pesar de esta situación, la realidad es que todo mundo sigue insistiendo en una reforma. El problema es que una reforma que satisfaga a todos no es posible, a menos que se lleve a cabo un cambio radical en la relación gobierno-ciudadanos y ejecutivo-legislativo.
La población tiene razón plena cuando rechaza la noción de alterar la estructura del IVA y que este impuesto se cargue a todos los bienes y servicios. Desde su perspectiva, el gobierno le quiere quitar más recursos y punto. Para una familia típica de clase media, el aumento y homologación de la tasa del IVA en todos los bienes y servicios, tanto en los que hoy están exentos como en los que se aplica una tasa cero, se va a traducir en un menor gasto disponible. Además, los que más se quejan no son quienes se beneficiarían de los mecanismos de compensación que el gobierno ha diseñado. En este sentido, la única manera de convencer a la población es cambiando la ecuación: el gobierno tendría que sujetarse al escrutinio ciudadano y el poder legislativo al voto de la población.
El cambio propuesto por la Secretaría de Hacienda es absolutamente congruente. La iniciativa pretende, por un lado, terminar con la mayor parte de los regímenes especiales. Por el otro, busca igualar las tasas del IVA para todos los bienes y servicios. La eliminación de los regímenes especiales es a todas luces necesaria y nadie, excepto sus beneficiarios, la puede objetar. El caso del IVA es más complejo. A pesar de todos los argumentos que se han esgrimido en los últimos años, el IVA es, efectivamente, uno de los impuestos más equitativos y eficientes que existen. Pero, por su naturaleza, el IVA sólo puede cumplir eficazmente con su propósito cuando existe una sola tasa, aplicable a todos los bienes y servicios. Cuando en cada paso del proceso de producción se paga el IVA descontando el IVA anterior, la cadena productiva queda cubierta en su totalidad, lo que facilita tanto el cumplimiento de la obligación fiscal como su fiscalización. Por ello, cuando se incorporan exenciones, el IVA deja de cumplir su objetivo y acaba siendo otro impuesto distorsionante y distorsionado.
Desde esta perspectiva, la lógica gubernamental es impecable. El IVA es uno de los impuestos que menos distorsionan las decisiones de ahorro e inversión tanto de los empresarios como de los ciudadanos comunes y corrientes, lo que se traduce en un mayor crecimiento económico y mayores fuentes de empleo. La mayor paradoja del IVA es que, aunque las exenciones están concebidas para ayudar a quienes menos tienen, sus principales beneficiarios son los más ricos. Más importante, un IVA general, con la misma tasa para todos los bienes y servicios, hace mucho más difícil la evasión fiscal, reduce la economía informal y, como consecuencia, amplía la base de contribuyentes, algo que todos los que pagan impuestos coinciden en demandar.
Pero la racionalidad y lógica del impuesto o de la propuesta gubernamental no hace más sencilla su aprobación en el congreso. La población está harta del abuso gubernamental y esta sensación no ha cambiado por el hecho de que haya un gobierno originado en un partido distinto. Como sugieren las encuestas, el presidente goza de una enorme popularidad, pero eso no implica que el individuo promedio vea con buenos ojos el que le cobren más impuestos, sobre todo si el planteamiento no incluye garantías de un uso más transparente de los recursos. De hecho, no hay ser humano en el mundo que acepte pagar más impuestos nada más porque sí. La contraparte en derechos y garantías es indispensable.
En adición a lo anterior, la iniciativa de reforma fiscal nació con problemas. Pocos días después de la elección del dos de julio pasado, el entonces presidente electo ya la había reducido a un aumento simple y llano del IVA. Si el gobierno quiere remontar la oposición, convencer a la población y lograr el voto de los legisladores, su propuesta debe incorporar medidas adicionales que le confieran garantías a todos los involucrados de que el gobierno y, por lo tanto, el país, van a cambiar en forma definitiva. Aunque la iniciativa que finalmente presentó la Secretaría de Hacienda ante el público va por esa dirección, los compromisos necesarios son tan trascendentes que tienen que afianzarse en instituciones que gocen de plena credibilidad.
Hasta este momento, la iniciativa fiscal se ha convertido en un fin en sí mismo. Para poder ser aprobada, tendría que convertirse en un medio, no para darle más recursos al gobierno, sino para asegurar la estabilidad permanente de la economía en general y los precios en lo particular (lo que en sí constituiría una garantía mucho más fuerte para la población y una mejor compensación por el gasto adicional), y para sentar las condiciones que permitan un crecimiento económico mucho más elevado y sostenido de lo que se ha logrado en las últimas décadas. Irónicamente, el secreto de la reforma fiscal está menos en su contenido que en su objetivo. El gobierno todavía tiene que explicar para qué quiere esos recursos y convencer a la población de que ésta cuenta con una garantía sólida de que las cosas serán distintas en el futuro.
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