La idea de marcar un doblez en la historia con la promulgación de una nueva constitución no es nueva ni necesariamente errada. Pero el hecho de promulgar una nueva constitución no resolvería los problemas del país y fácilmente podría complicarlos. Las constituciones son, a final de cuentas, una representación de la realidad de una nación; en la medida en que una nueva constitución (o una revisión amplia de la misma) rompiera los equilibrios que actualmente existen, el país acabaría peor. Lo anterior por supuesto que no implica que el actual entramado político o constitucional sea el adecuado para el desarrollo o la estabilidad del país; pero cambiarlo por cambiarlo no va a arrojar un resultado más feliz. Por ello, el laberinto político-constitucional tiene que enfrentarse menos con cambios dramáticos que con una cuidadosa, prolongada y comprometida articulación de acuerdos políticos.
La idea de inaugurar una nueva era constitucional es por demás cautivadora. Ello haría posible no sólo romper con el pasado, sino también darle cuerpo y forma al futuro. El nuevo marco constitucional enarbolaría todos los principios de un país democrático y corregiría los excesos, abusos, contradicciones y errores que hoy existen en la constitución vigente. Si todo eso fuera alcanzable con una nueva carta magna, los mexicanos deberíamos darle vuelo a la propuesta del presidente. Desafortunadamente, semejante empresa no es segura ni automáticos sus resultados.
El atractivo de diseñar una nueva “arquitectura constitucional”, como se ha dado en llamar al proyecto, tiene tres fuentes principales: primero que nada, la idea de marcar un cambio, romper con el pasado e inaugurar una nueva era. Después de décadas de gobiernos emanados de un mismo partido, la elección de un presidente surgido de las filas opositoras sin duda constituye un cambio fundamental. Lo irónico es que la propuesta presidencial parece menos un desafío a la lógica de que está preñada la constitución actual, que un intento por limar sus asperezas e incompatibilidades. Puesto en otros términos, parece menos una iniciativa del propio Fox que de los expriístas (y uno que otro estadólatra) en sus filas.
La segunda fuente de inspiración de la propuesta constitucional surge sin duda de los ejemplos más atractivos en el resto del mundo, particularmente el de la España postfranquista. En aquel país, la constitución adoptada a finales de los setenta abrió una nueva era de desarrollo en todos los frentes. Sería fácil concluir que la constitución fue la piedra de toque de aquel proceso. Pero la evidencia histórica indica que, más que el principio, la nueva constitución española representó el momento final, la culminación de un proceso de negociación de acuerdos y compromisos que llevó a que todas las fuerzas políticas estuvieran en disposición de suscribir nuevo el documento constitucional. Es decir, cuando los españoles llegaron a la cita constitucional ya habían hecho toda la chamba que nosotros nos empeñamos en ignorar. La constitución no es la solución, sino su broche de oro.
El tercer impulso a la idea de renovar o “modernizar” la constitución es quizá él más transparente e importante, pero también el más ingenuo. Cualquiera que haya emprendido la ardua tarea de adentrarse en el texto constitucional sabe bien que ésta es un verdadero laberinto. Algunos artículos son de carácter filosófico; otros más tienen un carácter político, casi operativo, producto de una lógica que indica que es mejor sumar a todos los grupos políticos que dejarlos afuera. Finalmente, hay otro grupo de artículos que constituyen la expresión de intereses específicos, casi todos ellos contradictorios entre sí. Los planteamientos filosóficos, como podría ser, a modo de ilustración, el relativo a la esclavitud, muestran una visión liberal amplia que contrasta brutalmente con la precisión y especificidad contenida en artículos como el 123, sobre los derechos laborales que poco le falta para aterrizar la cifra precisa del salario mínimo. No es difícil explicar el atractivo de reconstruir la constitución, para que toda ella adquiera uniformidad filosófica y establezca con claridad los derechos y obligaciones de los mexicanos, convirtiéndose con ello en un detonador del desarrollo.
Lamentablemente es más fácil proponer una empresa de esa magnitud que lograrla en el momento actual del país. La razón por la cual constituciones como la española, francesa o norteamericana son homogéneas, en términos filosóficos y niveles de abstracción, y carecen de las contradicciones y contrastes que caracterizan a la nuestra, es que sus pueblos resolvieron esas contradicciones antes de darse a la tarea de una nueva constitución. Si queremos una nueva constitución, y con ella un Estado de derecho pleno, tenemos que comenzar por el principio: por construir los andamios políticos que hagan posible producir un documento jurídico impecable.
En el siglo XIX, Fernando Lasalle escribió un librito que, no obstante su tamaño, se convirtió en el clásico del tema constitucional. En su libro ¿Qué es la constitución?, Lasalle sostiene que las constituciones no son producto de las mejores plumas de una sociedad, sino una representación de la realidad política del momento. Es decir, las constituciones no son resultado de la inspiración de un determinado grupo de literatos o políticos ilustrados, sino de la realidad política de una sociedad. Cuando una sociedad se encuentra dividida, su constitución, como la nuestra de 1917, va a evidenciar esas diferencias y contradicciones.
De hecho, la constitución de 1917 fue producto del acuerdo entre las partes en conflicto. Antes de que se reuniera el Congreso Constituyente en Querétaro en 1916, Venustiano Carranza ya había fracasado en un primer intento de elaborar un documento constitucional en Aguascalientes en 1915. En su primer intento, Carranza había buscado que el Congreso aprobara una constitución integral, más o menos homogénea, en buena medida producto de su propia visión. El fracaso fue absoluto. Para cuando Carranza lanza su segundo experimento, ya había reconocido lo que Lasalle sabía tiempo atrás: que sólo incorporando al conjunto de las fuerzas políticas en el proceso constitucional podría aprobarse una constitución. De esta manera, Carranza se dedicó a sumar a todas las fuerzas políticamente relevantes al proceso; su lógica era implacable: más valía incorporarlas, aunque opusieran resistencia, que mantenerlas afuera minando la estabilidad del país. Esta lógica explica nuestro texto constitucional: las contradicciones y complicaciones que ahí se presentan son un reflejo de nuestra realidad política, al menos la de entonces. La lección para el presente es que sólo resolviendo el conflicto político será posible construir una constitución homogénea y políticamente viable.
Cualquier observador mínimamente objetivo sabe bien que México no está listo para una nueva constitución. El país se caracteriza por la confrontación permanente de intereses, ideas, objetivos y valores; lo que los mexicanos compartimos es mucho menos de lo que nos divide. En este contexto, un ejercicio de reconstrucción constitucional, como al que el presidente Fox ha convocado, no haría sino producir una constitución muy parecida a la que tenemos. Como en la época de Carranza, la única constitución que podría surgir de la realidad política actual sería una en la que quedarían plasmadas esas diferencias, esas confrontaciones y esas contradicciones, justo lo opuesto a lo que motiva al presidente y los artífices de la idea misma. No hay nada malo en la idea, pero la constitución tiene que ser la culminación de un proceso político y no su punta de lanza.
El verdadero trabajo constitucional reside en la articulación de acuerdos, consensos y compromisos que permitan construir un nuevo proceso político, uno fundamentado en todo lo que nos une y no en lo que a cada mexicano, en su dimensión más egoísta, conviene. Es decir, el secreto de la propuesta lanzada por el presidente reside en el trabajo político que permita sentar las bases de un acuerdo nacional de altas dimensiones que permita iniciar un proceso de reforma constitucional. Las negociaciones tienen que preceder el tema de cambio constitucional y no ser su motivación.
Siguiendo este camino, el presidente podría ir articulando acuerdos entre todos los grupos políticos que se encuentran en cada uno de los lados en cada tema e interés, procurando salvar diferencias, evidenciando los intereses que carecen de sustento político o popular, dándole crédito a aquéllos que han estado subrepresentados o que han carecido de representación a lo largo de todos estos años y, en el proceso, avanzando los valores, objetivos y principios que acabarían por conformar la esencia de la que podría ser nuestra nueva carta magna.
El camino contrario, el de pretender negociar directamente una nueva constitución, llevaría a uno de dos resultados. Uno, el que de manera más patente constituiría un desperdicio de capital político y de tiempo, sería aquel que culminara con una constitución parecida a la que tenemos, una en la que cada uno de los intereses enquistados en el sistema político acabara imponiendo sus preferencias, a costa del conjunto de la ciudadanía. Si esta es la alternativa, mejor sería no perder el tiempo. El otro, el más peligroso, podría conducir a la desarticulación de los pocos puentes que sostienen la estabilidad política, sin que nada los substituya. Como la constitución es ante todo la consagración de los intereses clave al momento de su conformación –en el caso nuestro, los de hace más de ochenta años-, no es imposible que muchos de sus principales promotores ya no tengan la representatividad que tenían entonces; sin embargo, sí podrían contar con una enorme capacidad de daño, de desestabilización. Un proceso constitucional mal conducido podría acabar por quitarle los alfileres a la de por sí precaria estabilidad política.
La propuesta de Vicente Fox es digna de atención. El país claramente requiere una nueva constitución. Pero la manera de alcanzarla no es imponiéndola desde arriba, como ocurrió con las anteriores, sino negociando un pacto entre las fuerzas políticas reales, mismo que tendría que ser sancionado a través de un sistema de representación efectivo con el que todavía no contamos. Sólo así acabaremos con un proyecto que efectivamente represente a la población mexicana y no a los intereses que han depredeado históricamente de ella. En esto de la constitución el orden de los factores indiscutiblemente altera el producto.
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