Los mexicanos, decía Michael Novak, piensan mucho en las causas de la pobreza, pero deberían mejor estudiar las causas de la riqueza porque eso es lo que los sacará de pobres. Esa “pequeña” diferencia de enfoque esconde un mar de prejuicios, visiones e historias. Siguiendo a Chava Flores, a los mexicanos en lo individual no nos cuesta mucho trabajo imaginar —o soñar— una vida llena de riqueza, pero como sociedad no parecemos tener la capacidad de imaginar un país próspero que le genere beneficios a todos.
En esto no somos excepcionales en el mundo. Sin embargo, lo impactante de las últimas décadas es que un sinnúmero de sociedades, particularmente en Asia, lograron romper el círculo de la pobreza para comenzar a otear un mundo de posibilidades.
China, la tierra de Mao y de la pobreza generalizada, enfrenta hoy el problema contrario: una creciente desigualdad, producto de un crecimiento tan acelerado. Los chinos lograron sacar a más de 300 millones de almas de la pobreza más abyecta porque modificaron su política económica. Lo que Asia, Chile y otras naciones ilustran es, primero, que es perfectamente posible romper esos círculos viciosos; y, segundo, que todo es cuestión de adoptar la estrategia correcta.
Nuestro problema no ha sido falta de ganas, sino indisposición a adoptar una estrategia idónea. Hace poco más de medio siglo Gandhi decía que “el capital no es un mal; es su mal uso el que puede ser malo. El capital, en una forma u otra, siempre va a ser requerido”. La gran pregunta es cómo generarlo y emplearlo bien.
Esa pregunta ha animado a estudiosos y filósofos por siglos. Desde Aristóteles hasta Adam Smith, pasando por Santo Tomás de Aquino, la generación de riqueza y su uso han sido preocupaciones fundamentales de la sociedad humana. A pesar de ello, las economías de la mayoría de los países permanecieron estancadas a lo largo de la historia de la humanidad; fue hasta fines del siglo XVII que empiezan a diferenciarse las distintas sociedades de acuerdo a la riqueza relativa que algunas comenzaron a generar, primero por medio del comercio y luego con la Revolución Industrial.
Toda esta disquisición es porque hace unos días me encontré una anécdota* extraordinaria sobre los primeros colonizadores de la Nueva Inglaterra, los llamados Pilgrims, familias que emigraron de Europa en busca de un entorno de libertad para expresar sus convicciones religiosas y vivir mejor. Para financiar su viaje de Europa hacia América, estos migrantes constituyeron una sociedad anónima con inversionistas londinenses.
De acuerdo a los términos de la sociedad, los colonos trabajarían al unísono para explotar la tierra empleando el capital disponible de manera conjunta por los primeros siete años. De las utilidades (acciones comunes), los colonos recibirían para su sustento hasta el séptimo año en que los activos se dividirían de manera equitativa entre colonos e inversionistas.
Al principio, los colonos cumplieron su compromiso, pero su éxito económico fue magro. Además, cerca de la mitad murió de diversas enfermedades en los primeros meses. Como resultado, optaron por romper con los términos del plan original, otorgándole diez acres a cada familia. Esto elevó la productividad porque toda la familia aportaba su mano de obra: quienes antes se rehusaban arguyendo debilidad o enfermedad, ahora trabajaban para su provecho. El hecho de que el producto de su esfuerzo se reflejara en beneficios directos cambió radicalmente la lógica del trabajo: la propiedad había transformado al mundo. La gran diferencia no fue la tierra —que era la misma— sino la actividad —y fervor— empresarial que el cambio de propiedad había generado.
Los derechos de propiedad determinan la forma en que actuamos los humanos. La gente quiere tener limpio su coche, pero ¿quién conoce a alguien que pague por que le laven un coche rentado? La racionalidad económica parte del principio de que la gente maximizará su trabajo para elevar los beneficios de su inversión. Nada nuevo bajo el sol.
Con una excepción: en México los derechos de propiedad son muy débiles y los mecanismos para hacerlos cumplir casi inexistentes. Quien se niega a cumplir los términos de un contrato enfrenta un mundo laxo en el que la capacidad de su contraparte de obligarlo a cumplir es pobre. Mecanismos que permiten el abuso, como el amparo, no hacen sino exacerbar el problema.
Aunque ciertamente México no se parece a una granja colectiva, su funcionamiento real dista mucho al de una economía de mercado en la que existen mecanismos efectivos para hacer posible el crecimiento del fervor empresarial.
*Robert Ellickson. “Property in Land”, Yale Law Review páginas 1,338 y 1,339.
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org