Una de las cosas que más me impresionan de los procesos legislativos y políticos de todas las sociedades es el inevitable contraste entre resolver problemas o encontrar soluciones y los programas o leyes concretos e instrumentables que resultan del tortuoso proceso de negociación. Típicamente, la propuesta inicial (una iniciativa de ley o un proyecto de política pública) tiende a ser coherente y encaminada al objetivo preciso que se persigue, pero luego de pasar por el proceso de negociación acaba siendo menos coherente y, en muchas ocasiones, no conducente al objetivo propuesto. En algunos casos, anticipando críticas, los autores de un proyecto producen desde el principio una propuesta tortuosa y complicada. Tal vez no haya alternativa, pero no dejo de preguntarme de qué sirven soluciones que no resuelven el problema.
Ejemplos no faltan: ahí está la reforma energética tan felicitada que no tiene ni la menor posibilidad de mejorar el rendimiento o la productividad del monstruo petrolero. También está el proyecto de una nueva refinería sin que sea obvio que habrá petróleo para refinar o que, en todo caso, sea rentable hacerlo.
Lo mismo se puede decir del paquete de iniciativas de reforma política del Senado, comenzando por la de reducir el número de diputados por representación proporcional. En un sistema de representación popular, lo que debería existir es una cercanía entre el representante y los representados. Las propuestas de reforma que se comienzan a discutir en el Senado incluyen la posibilidad de reelección, lo cual abonaría hacia ese propósito. Sin embargo, al preservar la representación proporcional, lo que se avanza con una mano se limita con la otra, aunque disminuyan los números. El híbrido que nos caracteriza (a la sazón 300 diputados por representación directa y 200 por proporcionalidad) impide la rendición de cuentas y marca una distancia entre la ciudadanía y los representantes populares. A menos que ese sea el objetivo ulterior, sería mejor ir a un sistema de representación directa pura con una redistritación para que todos los partidos tengan una posibilidad razonable de lograr presencia en el legislativo o, menos bueno, ir a un sistema de plena proporcionalidad. Si en realidad se pretende una solución, mejor hacerlo bien desde el principio.
Muchas de las soluciones propuestas no atienden el problema de fondo. Aunque la justificación es fortalecer las estructuras institucionales (una meta loable), muchas de las iniciativas suponen fortaleza institucional en lugar de avanzarla. Por ejemplo, nadie puede objetar la propuesta de ratificación de algunos miembros clave del gabinete presidencial. Sin embargo, cuando nuestro principal problema es la debilidad institucional, esta propuesta no haría sino debilitar todavía más a la presidencia y, por lo tanto, a la gobernabilidad del país.
Quizá lo fundamental es que no hay un reconocimiento cabal de que, a raíz de la derrota del PRI en 2000, el país experimentó un cambio radical en la realidad del poder político, pero no se ha llevado a cabo una reorganización institucional que responda a las nuevas realidades. Una vez “divorciada” del PRI, la presidencia resulta ser enclenque no sólo bajo nuestros parámetros históricos, sino incluso en comparación con otras naciones similares. De la misma forma, la estructura real del poder ha colocado a los gobernadores en el centro del sistema, junto con los líderes de los partidos políticos. Las iniciativas no persiguen más que un debilitamiento adicional de la presidencia sin que se mejore su capacidad de actuar y gobernar.
En un país carente de instituciones sólidas, creíbles y respetables (y peor, propenso a que se minen las que funcionan), la noción de incorporar figuras como la del referéndum y la revocación de mandato constituye una dedicatoria casi personalizada que siempre puede acabar revirtiéndose sobre los promotores. En todo caso, son claramente instrumentos de poder y no propuestas visionarias de fortalecimiento institucional. Suponen que todos los actores políticos actuarían de manera honesta e institucional en momentos de crisis. Como ciudadanos, deberíamos ser muy escépticos de semejante planteamiento: luego de lo vivido en las pasadas décadas, al menos de 94 para acá y sin olvidar el 2006, ¿alguien puede imaginar que ese supuesto es válido?
En el fondo, el problema no son las propuestas concretas o la perspectiva de que, efectivamente, se avancen soluciones realistas y razonables. El problema yace en que el marco de referencia sigue siendo el de la lucha por el poder y no el de la construcción de un nuevo sistema político, un régimen capaz de darle viabilidad y desarrollo al país en su conjunto. Se trata de una visión introspectiva e interesada y no el planteamiento amplio y ambicioso de una generación de políticos pensando en el futuro.
Muchas de la propuestas contenidas en el proyecto de “las ocho erres del PRI” tocan los temas centrales, pero el enfoque no es el de la construcción de un país moderno, sino el de la distribución del poder, en conjunto con diversas represalias contra enemigos políticos concretos. Planteado así, el proyecto no es conducente al fortalecimiento del sistema político o a la transformación del país.
Pero lo que está mal es el enfoque y el aparente objetivo ulterior, no el planteamiento: con un enfoque distinto, los mismos conceptos, o muchos de ellos, podrían ser factores transformadores del país.
Por ejemplo, se podría pensar no en debilitar a la presidencia sino en construir una nueva institución presidencial con los atributos que un país moderno exige y con la mira en lograr efectividad en el gobierno y equilibrio de poderes. En el mismo proceso, se revisarían las relaciones entre los tres poderes, se delimitarían las áreas de responsabilidad y se crearían mecanismos de resolución de diferendos. El uso del dinero, uno de los temas más conflictivos de los últimos años, podría enmarcarse en un nuevo contexto institucional donde se procurarían objetivos como una entidad autónoma de evaluación del presupuesto y la creación de incentivos para incrementar radicalmente la recaudación a nivel estatal y municipal, con sus debidos mecanismos de rendición de cuentas. Las entidades autónomas e independientes también exigen una revisión pero para fortalecerlas como fuentes de equilibrio, no para someterlas.
En otras palabras, el mismo núcleo de proyectos podría transformarse en un factor de desarrollo si tan solo estos se enfocaran con un criterio de construcción trans generacional. El inicio del año, y la cuña que representa la propuesta presidencial, son un buen lugar para comenzar.
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