La controversia sobre los llamados autos chocolate reúne muchas de nuestras más llamativas características, no todas ellas buenas. Los propietarios de estos vehículos naturalmente quieren que se les legalicen, sin mayor costo. Las autoridades federales, con plena legitimidad, se niegan a ceder ante las presiones políticas que ejercen los dueños de los vehículos. Hasta este punto nos encontramos ante un círculo vicioso que lleva dos décadas de estarse cocinando, con decisiones periódicas por parte del gobierno de legalizar, cada vez por última vez, a los vehículos que ya se encontraban en el país. Con la entrada en el conflicto del gobierno del estado de Chihuahua, la situación se ha complicado mucho más. Pero el tema de fondo, el que deberíamos estar analizando y resolviendo, sigue siendo el mismo: no hay razón alguna para suponer que esos automóviles ilegales dejarán de entrar al país, a menos de que se lleven a cabo cambios drásticos en las regulaciones respectivas.
El tema de los automóviles chocolate no es nuevo, ni en su origen se trata de un tema de ilegalidad: la abrumadora mayoría de ellos se internó legalmente al país por sus legítimos dueños. Según la información disponible, alrededor de dos terceras partes de los vehículos que caen en esta categoría entraron al país conducidos por mexicanos residentes en el extranjero que después retornaron a Estados Unidos, dejando el automóvil en el país. La razón para hacerlo es muy simple: el costo de un vehículo usado en Estados Unidos es mucho menor que en México. Es decir, detrás del problema de los vehículos ilegales hay una razón elemental de mercado. Si no se resuelve la extraordinaria disparidad que existe en el costo de los vehículos en ambos lados de la frontera, los autos continuarán entrando al país, independientemente de las barreras que las autoridades decidan erigir. Esos coches son atractivos porque son baratos; ninguna prohibición o legalización va a alterar ese poderoso incentivo para adquirirlos. Si al problema de mercado se suma la existencia de mafias y bandas criminales organizadas que también introducen coches ilegalmente, sean éstos adquiridos o robados en otros países, la situación actual evidentemente no se va a atenuar sin cambios regulatorios esenciales.
Parecería que una vez que entra al país uno de estos vehículos, todas nuestras características idiosincráticas se conjugaran para crear un conflicto político interminable. Antes que nada, hay que reconocer que la llegada triunfal, en su propio vehículo, de un mexicano exiliado por razones de falta de trabajo, constituye la evidencia más patente de su éxito. Un mexicano que decidió abandonar su casa y país para procurar un mejor nivel de vida retorna victorioso para impresionar a su familia y conocidos: el coche así importado es casi un símbolo de dignidad frente a un gobierno que ha sido incapaz, por décadas, de proveer oportunidades de empleo y desarrollo para la abrumadora mayoría de los mexicanos. Ignorar el componente de prestigio y dignidad que representa el vehículo, es perder el sentido del problema. Puesto en otros términos, los mexicanos que retornan triunfantes al país van a seguir trayendo la evidencia de su éxito.
La introducción de esos vehículos también evidencia la ilegalidad que impera en el país y la total renuencia e impotencia de las autoridades de hacer cumplir la ley: los autos entran al país para quedarse y ninguna autoridad tiene los pantalones para hacer algo al respecto. Muchas autoridades podrán tener la buena intención de hacer cumplir la ley, pero la terca realidad, como muestra esta disputa, las hace totalmente incompetentes. Además, una vez que esos vehículos se encuentran en el país, el problema deja de ser fiscal para convertirse en político. El número de vehículos involucrado fluctúa, según las cifras disponibles en la prensa, entre dos y tres millones. Independientemente del número exacto, es evidente que esos son números muy grandes y, por lo tanto, un tema que se politiza cada día más. Peor, en la medida en que se acercan las elecciones, el conflicto no puede sino crecer.
Para colmo, otra de nuestras características, las autoridades nunca han comprendido que cada una de sus decisiones y acciones tiene consecuencias: el hecho de haber legalizado los vehículos en el pasado evidentemente constituye un precedente para la presión que ejercen los propietarios hoy. De hecho, cada vez que se legalizan estos vehículos, aunque el gobierno insista que “ésta sí es la última vez”, lo único que está haciendo es crear un incentivo para que se introduzcan más vehículos en el futuro. No hay manera de romper el círculo vicioso por la vía tradicional, máxime cuando con frecuencia son las propias organizaciones paragubernamentales, como la Confederación Nacional Campesina, quienes en el pasado han lidereado la introducción y legalización de los coches. Ahora que nos enfilamos hacia una reñida campaña electoral, será inevitable caer en la misma situación. Mejor sería comenzar por cambiar las reglas de una vez por todas.
Las opciones que enfrenta el gobierno federal no son fáciles. En términos binarios, puede legalizar o no legalizar los vehículos. De legalizarlos, aumentaría el problema actual y futuro, como siempre ha ocurrido. De no legalizarlos enfrentaría un enorme problema político, justamente en el periodo más difícil del sexenio y, en esta ocasión, en un momento de extraordinaria vulnerabilidad para el PRI. Además, el tema se complica por la activa participación de varios gobiernos estatales, sobre todo los fronterizos, que sufren el problema en forma mucho más aguda que el Distrito Federal. De esta manera, las opciones que enfrenta el gobierno son malas en ambos sentidos. En teoría, se podría resolver el problema inmediato vía la legalización de los coches que ya se encuentran en el país y sellando la frontera para la entrada de cualquier vehículo adicional que sea propiedad de mexicanos. Aunque una acción de esa naturaleza sería discriminatoria, probablemente reduciría, al menos temporalmente, el flujo de los automóviles.
Sin embargo, dada la corrupción imperante en el país, es improbable que una medida de esa naturaleza pudiera ser efectiva. La verdad es que hay una sola solución viable y esa es la de abrir la importación de vehículos de inmediato, años antes de lo previsto en el TLC. Abrir la frontera a la importación de vehículos es la única manera efectiva y saludable de resolver el problema porque es la única que permite: a) reducir la corrupción e ilegalidad imperantes; b) recaudar recursos para el fisco, tanto a nivel estatal como federal; y c) eliminar los incentivos perversos que, en la actualidad, generan un conflicto político permanente e inevitable. Abrir permite transformar un conflicto político en una decisión económica común y corriente, para beneficio de todos los involucrados. A partir de eso serían los consumidores, y no los burócratas o fabricantes, quienes tendrían la posibilidad de optar.
El problema de la solución más obvia es que podría afectar las ventas de la industria automotriz, que es la más grande del país y la que más empleos genera. Esa es la razón por la cual el sector automotríz es el más protegido dentro del TLC, al grado en que fueron las tres empresas más importantes del ramo, en los tres países, las que, para todo fin práctico, redactaron el capítulo respectivo. El tema clave de este problema es si la apertura a la importación de vehículos usados disminuiría las ventas de automóviles nuevos o, incluso, si eso afectaría su rentabilidad. Hay dos maneras de ver el problema. Una es analizando los mercados respectivos. Las autoridades afirman que el vehículo usado (dentro del país) constituye el enganche del automóvil nuevo, por lo que, al disminuir el valor de esos vehículos por abrirse la frontera, disminuiría la capacidad del consumidor mexicano de adquirir un vehículo nuevo. La verdad es que, aun si fuera cierto ese argumento, el problema nada tiene que ver con los coches usados, sino con la ausencia de un sistema financiero funcional que facilite los recursos para la adquisición de autos nuevos. La pujanza del consumidor en otros países no depende exclusivamente de su nivel de ingresos, sino también de la disponibilidad de crédito. Por otra parte, no es evidente que el mercado de autos chocolate sea el mismo que el de los autos nuevos. Quizá más importante, aun en el escenario más negro, como ocurrió en 1995, ante una brutal recesión, la industria automotriz no sólo salió avante, sino que experimentó una de las tasas de crecimiento más espectaculares de su historia. Es decir, no es obvio que la apertura a la importación legal de vehículos del extranjero fuese catastrófica para la industria o para el empleo.
De lo que no hay duda es que el peor de los mundos sería el de legalizar los vehículos que se encuentran en el país y pretender, como siempre, que nada va a pasar. Eso implicaría suponer que los mexicanos son tontos, incapaces de leer en las decisiones gubernamentales un incentivo para actuar en consecuencia. No hay que ser vidente para observar que la parte exitosa de la economía es la que se encuentra abierta a la competencia. No hay razón para cerrar los ojos, también en este sector, a la obvia realidad. Pero, a final de cuentas, esa sería nuestra tradición, sobre todo en la medida en que avanza la temporada electoral.
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org