Abrir y privatizar

Transporte

La privatización de empresas paraestatales ha adquirido un mal nombre. Sus detractores culpan a las privatizaciones de los años pasados de la crisis de la economía, del empobrecimiento de muchos mexicanos y, en general, del hecho de que no hayan sido satisfechas las expectativas que se habían creado. Pero la realidad es que a la privatización de empresas no se le pueden atribuir grandes méritos ni tampoco grandes culpas. La privatización de empresas propiedad de un gobierno es un mero instrumento de la estrategia de desarrollo de un país. Si la estrategia está bien concebida, la privatización de empresas puede rendir buenos frutos; si no, es imposible pedirle peras al olmo.

No cabe la menor duda de que hay un conjunto de objetivos que todos los mexicanos compartimos para el desarrollo del país: una economía robusta que crezca en forma acelerada y sostenida y que permita crear numerosos empleos bien remunerados, bajos niveles de inflación, una alta competitividad y mucha riqueza bien distribuida. Si observamos el mundo a nuestro alrededor, es evidente que hay un grupo de países que se acerca a ese ideal, en tanto que otro grupo va en dirección opuesta. En forma objetiva y sin pasiones es claro que las economías abiertas que, en general, privilegian los mecanismos de mercado para la toma de decisiones en sus economías crecen más, son las que gozan de niveles de vida superiores y distribuyen mejor la riqueza entre sus habitantes. Las economías cerradas y protegidas van de crisis en crisis y se caracterizan por sus elevadísimos niveles de pobreza. Esto es cierto en los países de Europa y en los de Asia, en el continente americano y en Africa. Por donde uno le busque, las economías abiertas arrojan mejores resultados en todas las cosas que realmente importan: el crecimiento, el empleo y los niveles de vida.

La pregunta que los mexicanos tenemos que hacernos es cómo se vincula el tema de la economía abierta con el de la privatización de empresas. Si uno observa la diversidad de países cuyas economías están abiertas, es muy claro que el régimen de propiedad de las empresas es muy variado. Igual existen economías asiáticas con una fuerte presencia gubernamental a través de la propiedad de empresas, que países que prácticamente no cuentan con empresas paraestatales. Francia es un país que se ha caracterizado por un gobierno mucho más activo en este frente que el alemán, y eso no ha obstado para que ambos cuenten con niveles de vida muy semejantes. El punto de fondo es que la privatización de empresas no es un fin en sí mismo, sino un instrumento de la estrategia de desarrollo vigente por muchos años. Cuando en Inglaterra un candidato a primer ministro en los setenta convenció al electorado de que la estrategia de desarrollo vigente por muchos años era insostenible, cambió toda la política económica y, como consecuencia, se inició un vasto proyecto de privatización de empresas. Algo semejante, aunque con menos estruendo que el generado por Margaret Thatcher, ha venido ocurriendo en los últimos años en Francia y en varias naciones del sudeste asiático.

El tema de fondo no es, pues, el de la privatización de empresas, sino el de la apertura de la economía. Este es el punto nodal. La pregunta para México no es si son, serán o han sido buenas o malas las privatizaciones, sino si la nuestra es una economía abierta, con una clara estrategia de desarrollo, que utilice instrumentos como la privatización de empresas paraestatales, en congruencia con la estrategia general de desarrollo selecionada. El problema de la economía mexicana es que la apertura de la economía que se inició en los ochenta ha sido inconsistente, aleatoria y parcial. En este contexto no es casual que algunas empresas privatizadas hayan resultado ser éxitos indescriptibles bajo casi cualquier medida, en tanto que otras, por desgracia muchas de las más significativas, han probado ser rotundos fracasos.

A la privatización de empresas que eran propiedad del gobierno le debemos la quiebra de los bancos, los abusos en materia de competencia telefónica y la ausencia de opciones en transporte aéreo. Pero a la privatización de empresas también debemos el resurgimiento de la industria acerera en el país, el nacimiento de la competencia en el mundo de la televisión, el crecimiento de la industria de los fosfatos y fertilizantes y de muchas ramas de la industria química y la revitalización de un sinnúmero de empresas y regiones mineras. La pregunta es por qué los resultados son tan contrastantes.

Hay dos factores clave en el tema de la privatización de empresas propiedad del gobierno. Uno tiene que ver con el precio de venta y el otro con las regulaciones que van a establecer el marco de acción dentro del cual va a operar la empresa una vez privatizada. Estos dos factores tienen características muy distintas en una economía abierta y en una economía cerrada y, por lo tanto, en el desempeño de una empresa luego de ser privatizada.

En una economía cerrada de un tamaño intermedio, como era la mexicana (hoy es semicerrada), es frecuente encontrar que no existen precios de referencia para la venta de una empresa, por el hecho de que frecuentemente es el único productor en el mercado. Aun cuando hubiera varios productores, es común encontrar que los precios se encuentren distorsionados por el extraordinario peso del gobierno y de las regulaciones que éste establece. Esto es, el gobierno, que en estas circunstancias es el vendedor, tiene autoridad sobre las regulaciones que pueden hacer más o menos atractiva a la empresa y puede elevar o disminuir el valor de ésta en función de sus objetivos específicos. En un extremo puede crear condiciones regulatorias para que la empresa valga muy poco, lo que se presta a toda clase de corruptelas; en el otro, puede proteger de tal manera al sector en que se encuentra la empresa, que su valor asciende a niveles tan absurdamente altos que crea incentivos perversos, generando conductas imprudentes y riesgosas, como ocurrió en la primera mitad de esta década con los bancos privatizados. Este tipo de situaciones no existe en una economía abierta, donde con muy pocas excepciones, existen precios de referencia a nivel internacional.

De hecho, es inevitable que las características de una economía abierta o de una economía cerrada se manifiesten de maneras muy distintas cuando se inicia un proceso de privatización de empresas estatales. Evidentemente, un factor central en la privatización de las empresas se refiere al precio al que éstas se van a vender. Pero el valor de los activos -las máquinas, los terrenos, la marca de los productos, etcétera- es muy distinta en cada caso. En el caso de una economía abierta, los activos valen lo que el mercado determina que valen, no el precio que un funcionario gubernamental les quiere asignar. El valor de la empresa y sus activos se determina en función de lo que la empresa produce a precios internacionales. Es decir, en su esencia, la valuación de activos en una economía abierta no tiene mayor ciencia, como ilustra el caso de la privatización de las empresas siderúrgicas de Lázaro Cárdenas en Michoacán, en donde plantas que habían costado miles de millones de dólares fueron vendidas en menos de veinte millones porque no valían más. Lo mismo ocurre en otros campos de la vida cotidiana: en una economía abierta las placas de los taxis o de los camiones valen lo que el mercado dice que valen, y no, como ocurría con los camiones de carga en el país, o como sigue pasando con los taxis de Nueva York, donde las placas con frecuencia valen mucho más que el propio vehículo.

No es casualidad que la privatización de empresas cause innumerables controversias, pues sus consecuencias han sido, en múltiples casos, desastrosas para el país por la incompleta apertura de la economía. Sin embargo, la privatización de empresas es un instrumento neutro de la política económica. En esta época del mundo, lo importante para el crecimiento económico y para la fortaleza de un país no reside en la naturaleza del propietario de las empresas, sino en el dinamismo y competencia de la economía en su conjunto. A diferencia de la inversión gubernamental directa en infraestructura, las empresas paraestatales han sido, siempre, un lastre y un impedimento a la competitividad y al dinamismo de la economía. La conclusión inevitable es que la privatización es un instrumento deseable para promover el desarrollo de la economía, pero siempre y cuando exista una estrategia clara de desarrollo que lleve a la consolidación de una economía abierta en todos los sentidos. De otra manera las privatizaciones seguirán siendo meras transferencias de monopolios (o, en algunos casos, oligopolios) públicos al sector privado, con las consecuencias conocidas y sufridas por todos. Esto, más que un inútil debate ideológico, es lo que vale la pena discutir con la iniciativa gubernamental de privatizar algunos componentes del sector eléctrico del país.

Las privatizaciones en México tienen mal nombre por buenas razones. Si bien hay algunos casos de éxito extraordinario, las más grandes y visibles son evidencia patente de los vicios que caracterizaron al proceso. Pero cualesquiera que hayan sido esos vicios, no hubieran sido posibles en el contexto de una economía verdaderamente abierta. Más claro ni el agua.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.