Es paradójico, por decir lo menos, que en un país en el que no se respeta la ley y en el que sus autoridades no se ocupan siquiera de cumplir con las formas más elementales de los procedimientos legales y judiciales, los políticos, casi sin excepción, afirmen que la solución a los problemas (de cualquier índole) se encuentra en la aprobación de más leyes. Donde la ley no existe todo se resuelve con más leyes, parecen afirmar. El caso de la inseguridad pública es paradigmático.
El problema de la inseguridad en el país es cada día peor. Evidencia dura y anecdótica sugiere que el problema crece en lugar de disminuir, que cada vez abarca a una parte mayor de la población y que las policías son tan impotentes e incompetentes hoy como lo eran en el pasado. Aunque hay algunas estrellas en el firmamento y, sin duda, muchas acciones encomiables a cargo de distintas instancias gubernamentales, los políticos han preferido echarse unos a otros la pelota y jugar a las diferencias entre el fuero común y el fuero federal en lugar de unirse para actuar. A diferencia de otros temas que también se caracterizan por un peloteo interminable, como las llamadas reformas estructurales, en el caso de la inseguridad es la ciudadanía quien carga con todo el peso y todos los costos.
El tiempo ha alcanzado a los políticos. La estrategia de ignorar el problema les fue útil a las pasadas administraciones federales, así como a los gobiernos del DF y de otros estados en situación crítica, porque creían que, en la medida en que sus periodos acabarían pronto, el tiempo los favorecía. Pero nadie puede eximir a los gobiernos locales y federal del momento, pues todos ellos entraron en funciones bajo la nube de la inseguridad. Peor, ahora que aparentemente la criminalidad se ha ?democratizado? (término desafortunado para indicar que el problema ya afecta a toda la población), las autoridades responsables suponen que con avalar esa percepción han cumplido con su deber. A fin de cuentas, ellos parecen decir ?lo que es parejo no es chipotudo?.
Ciertamente, no todo en la gran masa de problemas y delitos que se resumen bajo el rubro de ?inseguridad pública? ha permanecido estático. Aunque la criminalidad parece ir en ascenso, ahora en forma renovada, hay esfuerzos que parecen exitosos, sobre todo el encabezado por la Agencia Federal de Investigación (AFI), pero sus funciones no son las de prevenir el crimen, sino las de investigarlo y perseguirlo. Esa función es sin duda necesaria, mas no sustituye la labor de prevención más elemental que es, a final de cuentas, la razón de ser de cualquier gobierno. Además, obviamente, lo que importa y preocupa a la ciudadanía es que no haya delincuencia y en esto las autoridades responsables han mostrado un estruendoso fracaso.
El fracaso no ha impedido que existan excusas para todo. Frente a la abrumadora realidad, la salida fácil para tirios y troyanos es reclamarle al poder legislativo su inacción en este terreno: que las leyes que existen no sirven, que los delincuentes tienen demasiados recursos legales desventajosos para la autoridad, que hay muchas iniciativas pendientes descuidadas por el poder legislativo y, el reclamo favorito, que las penas son inadecuadas.
Existen problemas serios, de eso no hay duda, en cada una de estas instancias. Algunos problemas son verdaderamente risibles, como el hecho de que las autoridades responsables de la prevención sólo pueden actuar en flagrancia; aun así, con frecuencia los tecnicismos y argucias legales permiten que un delincuente comprobado ande libre haciendo de las suyas. Pero estas explicaciones tienden a sonar huecas porque la impunidad es prácticamente absoluta. Mientras un delincuente sepa que la probabilidad de ser detenido y procesado es prácticamente nula, el tamaño de las penas resulta irrelevante. La violencia, crueldad y atrocidad creciente de los actos, reflejan el poco temor a ser capturados. Este punto es crucial: la delincuencia, como todo negocio, es atractiva sólo en la medida de su rentabilidad. Quizá en el México de hoy no haya negocio más rentable, con la salvedad del narcotráfico, que la delincuencia.
En un libro recién publicado por el FCE, Crimen Sin Castigo, Guillermo Zepeda analiza con todo cuidado los índices de criminalidad y los procesos que se siguen desde el momento del delito hasta su sanción. Uno de sus importantes hallazgos es que sólo en el 3.3% de los delitos denunciados un inculpado llega ante un juez. Es decir, aun si la totalidad de los delitos fuese denunciada, sólo tres de cada cien llegaría ante un juez, lo que equivale a una impunidad del 83% luego de eliminar casos en los que no hay delito que perseguir o en que la víctima perdona al delincuente. Si a este dato se añade el número elevadísimo de delitos no denunciados, la cifra sería todavía mayor, cercana al 100%. Ante esto, la mera noción de elevar las penas resulta absurda: ¿de qué sirve la pena capital o dos mil años de cárcel si la probabilidad de aplicar estas sanciones es cero? El valor de una pena es su poder disuasivo; si nunca se aplica, como ocurre en nuestra ciudad y país, dicho valor es irrelevante.
Es obvio que la solución al problema de la inseguridad, como tantos otros que mezclan lo político con la función gubernamental, no reside en aprobar más leyes. Es cierto que algunos ordenamientos jurídicos deben ser modificados o fortalecidos, pero el tema de fondo es político, no legal. Mientras no exista un virtual contrato social sobre cómo gobernar el país, todos los esfuerzos que se realicen en materia legislativa seguirán siendo meros paliativos y, en realidad, engaños. La criminalidad es producto de la incapacidad política de las autoridades responsables, quienes han privilegiado el conflicto y los intereses particulares, incluyendo el de solapar a la criminalidad, antes que crear una plataforma política sólida que resuelva el problema de las relaciones de poder en la sociedad mexicana.
En este sentido, el tema de la inseguridad no es distinto, en concepto al menos, al de la lucha política fuera de los marcos institucionales, que se ha convertido en la cosa nuestra de cada día. En la medida en que la criminalidad sirva a alguien para avanzar una causa particular ?que puede ser tan simple como el enriquecimiento y tan compleja como la generación de mayores niveles de conflictividad social como instrumento para llegar al poder-, ésta no va a disminuir.
Además del tema relativo a la inseguridad pública, la agenda nacional está saturada de propuestas para la solución de problemas políticos fundamentales: desde la incorporación de un sistema electoral de dos vueltas hasta la adopción de un sistema parlamentario de gobierno. Independientemente de sus méritos, estas propuestas, incluidas las del combate a la inseguridad pública, son meros artificios formales que no resuelven el problema de las relaciones de poder. Es decir, las formas (estructuras de gobierno, procedimientos de elección de gobernantes, etc.) deben complementar y darle institucionalidad a la realidad inmanente y no al revés. O, puesto de otra manera, no por adoptar una constitución perfecta la realidad cambiará. Lo mismo ocurre con la inseguridad.
El punto es simple: sólo cuando se alcance un pacto entre las fuerzas políticas del país es que podremos crear formas e instituciones adecuadas para resolver problemas. El caso del IFE es paradigmático: aunque muchos políticos disputan ahora las facultades del IFE, su creación fue posible gracias a que los tres principales partidos políticos llegaron a un acuerdo sobre la necesidad de gestar una estructura con credibilidad que garantizara la organización de los procesos electorales y la resolución de las disputas que de ahí emanaran. Si la reforma constitucional que dio nacimiento al IFE fue aprobada por unanimidad en el congreso, se debió a la resolución de los conflictos políticos subyacentes en aquel entonces. Cierto, los tres partidos mayoritarios se llevaron la tajada del león en ese momento (lo que hace un tanto ridículas sus pretensiones de cambiar ahora las reglas del juego, pero ese es otro asunto). Pero el tema importante es que, al resolver el problema de la administración del acceso al poder, se terminó con una fuente de interminables disputas políticas que amenazaban la estabilidad del país.
Algo semejante tendrá que hacerse con los otros temas en disputa, y en forma prioritaria el de la inseguridad, tema con el que los políticos corren el riesgo de alienar al conjunto de la sociedad y, con ello, condenar al país a un proceso de desintegración social. En el caso de la criminalidad, el tema medular es la inexistencia de un conjunto de reglas que partidos y políticos estén dispuestos a respetar. Es decir, el problema de fondo reside en que no hay un acuerdo entre los políticos sobre la importancia de contar con un conjunto de reglas claras y específicas y que todos estén dispuestos a hacer cumplir sin distracción ni dilación. En la actualidad existen muchas reglas en el papel ?desde la constitución hasta el último reglamento- que en la práctica son ignoradas, cuando no despreciadas. Esas reglas sirvieron en la época del presidencialismo cuando los mecanismos de control político eran efectivos para administrar y limitar la criminalidad, pero no funcionan en una era donde todo mundo compite con el resto, la descalificación del adversario y de las reglas del juego es cotidiana.
La criminalidad no va a disminuir mientras no se adopte un cuerpo de reglas nuevas con las que todos los políticos y autoridades puedan vivir, reglas que sean suyas. Las policías, un eslabón crítico en la cadena de la seguridad pública, no se van a disciplinar ni van a tener la capacidad de prevenir la delincuencia, mientras sus jefes políticos no acepten en su propio fuero interno que ese es el objetivo fundamental. Y este es un asunto político, no técnico. Así como al crear el IFE los partidos y políticos negociaron los términos que regularían el acceso al poder, esos mismos partidos y políticos tienen que ponerse de acuerdo sobre cómo van a gobernar. Cuando tengan la disposición y capacidad para ello, será posible enfrentar la impunidad. Es entonces, y sólo entonces, cuando se podrá enfrentar con seriedad el tema de las atribuciones que deben tener las policías y su preparación. Mientras la impunidad sea una medalla que los políticos se cuelgan del saco, la criminalidad seguirá siendo como hasta hoy, un excelente negocio.
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