“Cuando la gente se percata de que las cosas van para mal, hay dos preguntas que se puede hacer. Una es ¿qué hicimos mal? y la otra: ¿quién nos hizo esto? Esta última lleva a teorías de la conspiración y a la paranoia; la primera conlleva hacia otra línea de pensamiento: ¿Cómo lo corregimos?” Así plantea Bernard Lewis el problema de las naciones islámicas en la actualidad, en una forma que es absolutamente aplicable a nuestras circunstancias. Casi como respondiendo al planteamiento de Lewis, David Landes, el famoso historiador dedicado al estudio de la riqueza y pobreza de las naciones, agrega que “En la segunda mitad del siglo veinte, América Latina optó por las teorías de la conspiración y la paranoia, en contraste con Japón que, en la segunda mitad del siglo XIX se preguntó ¿cómo resolvemos nuestro problema?”* Si bien en México hay muchos problemas estructurales, ninguno se puede eliminar mientras no exista una actitud decisiva hacia su resolución.
Nuestro problema de actitud es bien conocido. Baste ver las interminables manifestaciones que periódicamente paralizan la ciudad de México para reconocer que hay muy poca disposición a enfrentar nuestros problemas. De hecho, todo parece conspirar en contra: los organizadores de manifestaciones saben bien que es más fácil construir y avanzar posiciones apelando a la víctima que todos llevamos dentro que procurando soluciones concretas, capaces de resolver problemas específicos. La campaña de AMLO en el 2006 fue el epítome de esta actitud: los agravios son tan grandes que nadie debe asumir la responsabilidad de resolverlos.
La sensación de agravio es más amplia de lo que uno pudiera imaginar: no son sólo los campesinos de aquí o los pueblos de allá, poblaciones que al menos tendrían la justificación de que su pobreza es evidente, sino que igual incluye a empresarios y políticos, maestros y deudores. Al referirse a la complejidad de sus inversiones, por ejemplo, hasta los empresarios más exitosos se asumen como víctimas. Se trata de un deporte nacional. Ciertamente, el abuso que han padecido grandes porciones de la población a lo largo de los siglos explica el atractivo de la victimización y la proclividad a explotarla por parte de estrategas que organizan movilizaciones que, valga recordarlo, jamás están orientadas a resolver el problema de los perjudicados, sino a avanzar los intereses de los organizadores.
Lo interesante es que esa actitud de víctima no ha sido característica permanente y universal en la historia del país. Por ejemplo, entre los cuarenta y sesenta, en la era del “desarrollo estabilizador”, la actitud de empresarios, sindicatos y gobierno era la de que, como va el dicho “sí se puede”. Se construían carreteras y se iniciaban empresas, se producía y se creaba riqueza; el sistema bancario crecía y se fortalecía. Hay muchas y buenas razones para criticar aquella era, sobre todo por su fragilidad estructural; sin embargo, lo que nadie puede disputar es que había una actitud proactiva, positiva y constructiva que luego desapareció.
Algo similar ocurriría en los tempranos noventa, periodo en el que se logró un significativo cambio de percepciones. Cualesquiera que hayan sido sus errores y deficiencias, no cabe la menor duda de que Carlos Salinas logró que el país se enfocara, aunque fuera por unos pocos años, hacia el futuro y hacia el resto del mundo, abandonando temporalmente nuestra ancestral propensión de mirar hacia adentro y hacia el pasado. Como en los sesenta, ese cambio de actitud se perdió en la crisis del 94 y 95, crisis que además dio vida a toda la movilización política que culminó en la contienda electoral del 2006 y que consagró no sólo la actitud negativa hacia el progreso, sino sobre todo la sensación de agravio y víctima.
Entender por qué de la negatividad hacia el progreso en general y de la desaparición de los vientos actitudinales positivos y proactivos es vital para nuestro futuro. Estoy cierto de que cada quien tiene una hipótesis distinta sobre las causas de de estos fenómenos y seguramente muchas de ellas serán válidas en su contexto específico. Por ejemplo, nadie puede dudar que padecimos un coloniaje explotador y depredador y que el siglo XIX estuvo saturado de abusos por parte de las diversas potencias de la época. Tampoco se pueden negar los problemas estructurales que caracterizan a casi cada rincón de la vida nacional en materia económica, política social. Sin embargo, como argumentaba Michael Novak respecto a la pobreza y la riqueza, de nada nos sirve entender las causas de la pobreza: de lo que se trata es de entender las causas de la riqueza porque eso es lo que nos podría sacar del hoyo (El Espíritu del Capitalismo Democrático). O, como diría Bernard Lewis, es la diferencia entre una actitud conspirativa y una constructiva.
Independientemente de las causas ancestrales de esa negatividad, todos sabemos que la inauguración de las crisis económicas en los setenta dividió al país. Por un lado se fueron muchos de nuestros políticos que, a partir de los setenta, se sintieron capaces de hacer cualquier cosa y provocaron una incertidumbre permanente: su retórica y sus regulaciones, sus amenazas y su arbitrariedad crearon un ambiente de temor y lograron actitudes timoratas por parte de empresarios y clases medias: nadie quiere asumir riesgos a sabiendas de que siempre hay gato encerrado o un elevado potencial de abuso por parte de la burocracia, los poderosos y los cuates. Por otro lado se fueron los economistas y sus contrastantes propuestas de solución a nuestros problemas. Unos abogaban por reformas profundas con reglas escritas en blanco y negro, otros por un gobierno con amplios poderes para decidir el devenir del desarrollo.
De esta manera, como Odiseo tratando de navegar entre Caribdis y Escila, el mexicano trata de sobrevivir entre la arbitrariedad interconstruida en nuestras leyes y las facultades que políticos y burócratas se arrogan independientemente de las leyes, y las reformas que sin duda han permitido una estructura económica más sólida sobre la que, con la actitud correcta, se podría construir una pujante economía, pero con frecuencia no han probado solucionar lo fundamental. El problema sigue siendo cómo cambiar la actitud que domina nuestro catastrofismo, alimenta el sentido de agravio y crea un terreno fértil para que los vivales abusen, pero no para que el país prospere.
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