Agenda de análisis. 2 de diciembre de 2014

Sociedad Civil

1-El segundo aniversario frustrado. Ciertamente, nunca se esperó ver una magna celebración del presidente Peña al cumplir sus primeros dos años de gestión. También es justo decir que tampoco se pensaba hace unos meses que el 1 de diciembre de 2014 llegaría no sólo en un entorno desangelado, sino en uno de plena crisis de imagen del propio mandatario, así como en un clima de incertidumbre y descontento en ciertos sectores sociales. No son pocos los analistas que evocan la figura de la novela de Sebastian Junger, “La tormenta perfecta”, con el propósito de referirse a una serie de acontecimientos que “se le han juntado” a la actual administración federal. Sin embargo, ese comparativo colocaría en una situación de victimización al gobierno, lo cual no nada más es equivocado, sino peligroso en términos de restarle responsabilidad a la autoridad por una serie de decisiones poco afortunadas a lo largo de este bienio. El afán centralizador del poder, la cooptación del Congreso y de los principales partidos políticos de oposición, el desdén por las organizaciones de la sociedad civil como contribuyentes reales –y no sólo para sentarlos en los presídiums—del  debate nacional, y la incapacidad de generar una estrategia de combate a la inseguridad más allá del silencio mediático, ha originado un desastre no atribuible a razones contingentes. Incluso, cuando en su mensaje a la nación del pasado 27 de noviembre Enrique Peña se intenta adherir a la arenga de #TodosSomosAyotzinapa, en un contexto de un presunto “golpe de timón” en materia de acciones de seguridad y justicia, el titular del Ejecutivo demostró un preocupante desapego a la realidad que aqueja a su gobierno en general, y a su persona en particular. La ciudadanía cada vez más abraza una idea que, si bien está presente prácticamente en toda relación entre gobernantes y gobernados, requiere permanecer en su mínima expresión posible: pensar que la autoridad es el problema y no parte de la solución. ¿Cómo podrá la administración Peña restaurar la confianza de la sociedad, por lo menos a los mediocres niveles del inicio de su gobierno?
2-¿Calderón tenía razón o…? Cuando a mediodía del 27 de noviembre el presidente Peña anunció en Palacio Nacional su decálogo de acciones “para mejorar la seguridad, la justicia y el estado de derecho” –en un discurso del cual muchos esperábamos más—, varios de los puntos propuestos asemejaban a los que tanto se criticaron durante el sexenio de Felipe Calderón. Las iniciativas del actual gobierno incluyen la obligatoriedad de la instauración del modelo de mando único policial en todas las entidades del país, la redefinición de potestades de las autoridades locales y federales en lo referente a atención del delito, el perfeccionamiento de las medidas en materia de derechos humanos, y la figura de los operativos regionalizados (en esta ocasión serán en Tierra Caliente). La explicación del por qué se ha “regresado” al esquema del gobierno de Calderón no parece resultar tan relevante porque, en estricto sentido, el actual gobierno federal nunca abandonó del todo la estructura de combate a la delincuencia organizada que se decidió operar desde diciembre de 2006. Lo que sucedió fue terminar con la esquizofrénica idea de mantener la omisión del asunto en el mensaje oficial. A diferencia del efecto de tranquilidad y control que la autoridad esperaba consolidar, la realidad acabó por modificar esa imagen y convertirla exactamente en lo contrario: una de ineficiencia y, peor aún, de complicidad y corrupción. En cambio, lo importante podría ser darse cuenta de la carencia de imaginación a fin de construir una respuesta eficaz al problema, lo cual hizo decidir a la administración Peña no alterar la esencia del modelo –a pesar de haber en apariencia renunciado a éste en el discurso—y, ahora, sólo hacerlo manifiesto. La cortísima memoria histórica propicia la tentación de decir que tiempos anteriores fueron mejores. No obstante, al rescatar los distintos cuestionamientos a la llamada “guerra contra el narcotráfico”, no es posible soslayar lo fallido del diseño y que, precisamente como no se transformó, sigue degenerando la situación crítica del país. Con esto en mente, y abriendo el espacio a la polémica, ¿se estará buscando tener resultados distintos con una misma estrategia? ¿Qué se requiere para resolver el complejo entramado que da origen al fenómeno de la criminalidad generalizada en México? ¿Peña tiene su actual via crucis por no haber seguido con la fórmula calderonista o por haberla mantenido de manera inercial?
3-El (riesgoso) desprestigio del municipio. Con la crisis desatada por el caso Ayotzinapa, uno de los primeros debates que afloró fue el de la viabilidad del municipio como célula política, administrativa y económica fundamental del sistema de gobierno. De acuerdo con el artículo 115 de la Constitución, el municipio está a cargo de “los bandos de policía y gobierno, los reglamentos, circulares y disposiciones administrativas de observancia general dentro de sus respectivas jurisdicciones, que organicen la administración pública municipal, regulen las materias, procedimientos, funciones y servicios públicos de su competencia y aseguren la participación ciudadana y vecinal”. Durante el sexenio pasado, cuando el entonces presidente Calderón puso sobre la mesa la discusión acerca de los mandos únicos policiales (por cierto, el PAN, partido del anterior mandatario, fue muy crítico en el pasado de este tipo de modelo en su aplicación en el Distrito Federal y la subsecuente imposibilidad de las jefaturas delegacionales a incidir en el desempeño de los cuerpos del orden), los partidos de oposición (PRI y PRD) defendieron los postulados del 115 constitucional como si fueran letra santificada. Vale la pena recuperar algunos de los argumentos de quienes, en aquellos ayeres, se erigían como protectores incansables del municipio y, ahora, se empeñan en debilitarlo bajo la idea de que un control centralizado es lo mejor para combatir con eficiencia la inseguridad. La diversidad municipal es innegable y responde, entre otras cosas, a dinámicas económicas, sociales, culturales e, incluso, estratégicas. Las disimilitudes entre los más de dos mil ayuntamientos hacen de algunos de ellos equiparables a pequeñas entidades, mientras que otros podrían caber en un solo barrio de una urbe como la Ciudad de México. Iguala –y, curiosamente, no tanto Cocula—se está convirtiendo en una especie de “chivo expiatorio” con el objetivo de justificar la hegemonía del estado sobre el municipio, al cual parece se le considera de manera casi natural como la víctima más vulnerable a la infiltración de la delincuencia. Esta tendencia se encuentra reafirmada con la propuesta presidencial de impulsar un marco legal para evitar la infiltración del crimen a nivel municipal (como si el estado fuera impoluto y como si no existieran leyes de vigilancia y contraloría en ese sentido). ¿No convendría más un rediseño del mapa municipal de México, en vez de asestarle un golpe de tal magnitud como el planteado? ¿Cuáles son los riesgos o beneficios de reducir al municipio a su mínima expresión? ¿Desde dónde será más fácil recuperar la confianza ciudadana en la autoridad, desde la proximidad del municipio, o desde la lejanía de los palacios de gobierno estatales?
4-Las debilidades de la acción policiaca en México. A partir del comienzo de las manifestaciones masivas so pretexto de los reclamos al gobierno por los 43 desaparecidos de la normal rural “Raúl Isidro Burgos”, las autoridades federales y locales, en el caso del Distrito Federal, han reiterado su torpeza en cuanto a la aplicación de protocolos policiacos existentes sólo en la frialdad del papel. Es sabido cómo esta conducta no es nueva (basta recordar los hechos del llamado 1DMx), ni privativa de los mandos en turno (no se deben olvidar eventos desafortunados como la represión en San Salvador Atenco (2006) o la tragedia de la discoteca News Divine en el norte de la Ciudad de México (2008). Incidentes lamentables se suceden con cada administración, es más, las acaban marcando de alguna manera, pero en realidad no han servido de casi nada cuando se evalúan los cambios en la operación y el respeto a los derechos humanos. Se suele hablar de la utilidad de la existencia y expansión de las redes sociales a fin de denunciar y, en un momento dado, intentar desincentivar procederes incorrectos de los agentes policiacos. Sin embargo, este aparente mayor escrutinio y participación de la sociedad por la vía de los medios tecnológicos a su alcance, también ha tenido un efecto no deseable. Si bien un video tomado con un celular documentando un abuso de autoridad podría salvar incluso la vida de un inocente, resulta paradójico darse cuenta de cómo tiene el poder de inhibir el uso legítimo de la fuerza en caso de la comisión flagrante de un delito. Por supuesto que la denuncia ciudadana y las herramientas que se encontrasen a su disposición para facilitarla siempre serán bienvenidas y, por qué no, su uso promovido. Por desgracia, en un país donde las policías cargan un enorme desprestigio –forjado a pulso—y la actuación de las instancias de justicia adolece de tantos vicios, un mecanismo virtuoso como el escrutinio ciudadano tiene el potencial de pervertirse y transformarse en un facilitador para la impunidad ciudadana. Indudablemente, las detenciones arbitrarias y carentes de debido proceso no deben ser toleradas. Del mismo modo, es imperativo honrar la inalienabilidad del principio de presunción de inocencia. Sin embargo, también resulta crucial no maniatar a las fuerzas del orden cuando éstas se conducen con la propiedad legal y de protocolo que indique el marco normativo. ¿Por qué parece tan incomprensible la necesidad de conseguir un equilibrio entre el mantenimiento de la paz pública y el respeto irrestricto a los derechos humanos?
5-El fetiche del “rescate del Sur”. Como si se tratara de un redescubrimiento del anacrónico determinismo geográfico –escuela ideológica patentada por el decimonónico alemán Friedrich Ratzel—, el gobierno federal parece haber tenido una visión de epifanía al darse cuenta de que el sur del país requiere de una estrategia de fomento al desarrollo. El anuncio del eventual establecimiento de tres Zonas de Desarrollo Económico (ZODES) en el Istmo de Tehuantepec (oriente de Oaxaca y Veracruz), la región costera de Michoacán y Guerrero, y el litoral chiapaneco (apuntalada en Puerto Chiapas), parece revivir, en palabras del analista del periódico Excélsior, Luis Enrique Mercado, ocurrencias que han tenido gobiernos anteriores respecto a la problemática económica del sur de México. De hecho, uno de los programas pilares de la retórica del “cambio” durante la primera alternancia partidista de 2000 fue el hoy vilipendiado Plan Puebla-Panamá. Ahora, el proyecto parece más acotado y circunscrito a los focos de conflicto social y criminal en los estados meridionales del Pacífico nacional. Más allá de cuestionar por qué sólo se piensa en las entidades referidas al hablar de alertas de violencia y criminalidad (por supuesto que Tamaulipas y Chihuahua levantarían la mano), es pertinente analizar cómo se acude a la figura del “rescate del Sur” como una medida indispensable, aunque jamás aterrizada, a fin de atender los rezagos de su población, incentivar el desarrollo regional (otra sempiterna promesa inconclusa ante el enorme prurito centralizador prevalente en la dinámica política y económica mexicana por generaciones), e intentar (sin demasiado entusiasmo) integrar ciertas demarcaciones al crecimiento. También es justo decir que los obstáculos para conseguir el ideal de un México integrado son diversos y complejos: conflictos ejidales, diferencias con los pueblos indígenas, discrepancias con los regímenes legales de usos y costumbres, inestabilidad política, corrupción, guerrillas y movimientos disidentes, por mencionar algunos. Se ha avanzado a cuentagotas en el fomento de las capacidades de dichas zonas y, generalmente, cuando ha habido cierto éxito ha estado vinculado de forma directa con la riqueza petrolera. A pesar de ello, tampoco es que se cuente con ejemplares polos de desarrollo en sitios como Salina Cruz, Ciudad del Carmen, Coatzacoalcos o Frontera. Y no es que sean lugares del todo pobres, pero continúan siendo desiguales dado, sobre todo, el fenómeno de la corrupción. Ahora bien, el arranque la terna de ZODES planteadas por el presidente Peña, aun cuando ya tiene cierto camino adelantado en materia de infraestructura (al menos se puede llegar desde el centro en autopista a puntos muy cercanos a las mismas), la inversión faltante es tremenda. ¿Qué tanto y cómo se piensa gastar/invertir en estos proyectos? ¿Cómo se blindará esta inyección de recursos del clientelismo y la corrupción? ¿En verdad será una forma de combatir la delincuencia o ésta se terminará por “integrar” al desarrollo?

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