1-La sui generis fiscalización de la función pública en México. En una decisión motivada por salir al paso de los escándalos derivados de las revelaciones acerca de las propiedades a nombre de su esposa, su secretario de Hacienda, y de él mismo, el presidente Peña anunció, el pasado 3 de febrero, el nombramiento de Virgilio Andrade como secretario de la Función Pública (SFP). Aunque el mandatario ordenó al ex titular de la Comisión Federal de Mejora Regulatoria (COFEMER) investigar cualquier indicio de conflicto de interés en la adquisición de las mencionadas propiedades, Andrade de inmediato aclaró que las facultades legales de su actual encomienda le impedirían investigar varios de los asuntos exigidos desde la opinión pública. En específico, la SFP tendría fuera de su jurisdicción la revisión de todo lo acontecido antes del 1 de diciembre de 2012, es decir, cuando Peña no estaba en la función pública federal. Este reconocimiento de incompetencia legal atizó las críticas ya presentes respecto a la figura de un contralor a cargo de fiscalizar a su propio jefe. Sin embargo, ésta siempre ha sido la tónica de las labores de auditoría a los poderes de gobierno en México. Los titulares de los órganos fiscalizadores siempre son nombrados por los fiscalizados, como si fueren una simple auditoría interna; la Secretaría de la Función Pública, la Auditoría Superior de la Federación, y el Consejo de la Judicatura Federal, funcionan bajo esa lógica en los poderes Ejecutivo, Legislativo, y Judicial, respectivamente. Y así como opera una auditoría interna en una empresa, sus resultados son informativos en primera instancia, pero depende de las juntas directivas de las corporaciones si deciden sancionar –y de qué manera—o no una conducta anómala. De hecho, en una de sus iniciativas truncas postuladas como presidente electo, Peña ha dado poco o nulo impulso a su propuesta de crear una Comisión Nacional Anticorrupción con carácter de autónoma. En vez de eso, mantuvo la SFP con un mero encargado de despacho (Julián Olivas) por dos años, en espera de la extinción de la dependencia. Si bien se dice que el Congreso está trabajando en el diseño de un sistema anticorrupción o, como anunció la bancada del PRI en San Lázaro, un “sistema nacional de integridad pública” (sic.), los incentivos para formular un verdadero marco institucional de combate a la corrupción no parecen estar alineados. ¿Qué se requiere hacer para terminar la simulación en el régimen de fiscalización de funcionarios públicos? ¿Es la autonomía una respuesta y cuáles son los riesgos de que ésta igualmente derive en una farsa de impunidad?
2-El ciclo (¿irrompible?) de la impunidad. En la oscuridad noticiosa del pasado fin de semana, el 7 de febrero se anunció la inminente liberación de Sandra Ávila Beltrán, “La Reina del Pacífico”, quien purgaba una pena de cinco años de prisión por el delito de operaciones con recursos de procedencia ilícita. No obstante, dado un proceso de apelación iniciado tras su última sentencia en septiembre de 2014, un tribunal del estado de Jalisco determinó que la susodicha habría sido juzgada dos veces por un mismo delito, razón por la cual debía obtener su libertad de inmediato. El caso de Ávila, quien en las postrimerías de su aprehensión, acaecida en 2007, fue identificada por las entonces autoridades de la Procuraduría General de la República (PGR) como pieza fundamental en las operaciones delictivas del cártel de Sinaloa, hoy resulta que varios de los delitos que se le achacaron originalmente no pudieron ser comprobados, y otros tantos no procederían por fallas en el proceso. Cuestiones similares han ocurrido en los últimos años con casos emblemáticos como el de Florence Cassez (liberada por la puesta en marcha de un amparo liso y llano emitido por la Suprema Corte de Justicia a principios de 2013), el de Raúl Salinas de Gortari (a quien se le restituyeron varios de los bienes que le habían sido incautados hace casi dos décadas por el delito de enriquecimiento ilícito), y hasta el de Rafael Caro Quintero (dejado en libertad en agosto de 2013 al cumplimentarse un amparo contra la sentencia por homicidio dictada a mediados de la década de 1980). Ahora bien, la sensación de impunidad entre amplios sectores de la sociedad no se limita a estos ejemplos “ilustres”, sino que es una percepción cotidiana respecto al sistema de justicia en el país. Esto genera una especie de ciclo de impunidad que comienza con los escasos incentivos del ciudadano para acudir ante la autoridad a presentar una denuncia por una ofensa cometida en su perjuicio (de ahí la apabullante cifra negra nacional donde 9 de cada 10 delitos no son denunciados), y pasa por la ineficiencia de funcionarios del Ejecutivo (ministerios públicos y policías investigadoras), la indolencia de los jueces y magistrados, y hasta por la negligencia de los legisladores que no terminan por concretar un marco jurídico congruente, operativo y eficaz (muestra de ello son las diversas leyes reglamentarias de la reforma constitucional en materia de justicia penal que están pendientes desde 2008). Todo lo anterior, sin mencionar la desconfianza de los usuarios del sistema sobre la posible colusión de las autoridades con los criminales, la cual, a su vez, es propiciada por la ausencia de facto de acciones de control y castigo a conductas incorrectas de los empleados públicos. Con esto en mente, el simple cumplimiento de la ley se torna en un complejísimo laberinto de omisiones y complicidades que terminan, por supuesto, en el imperio de la impunidad. ¿Qué se necesita para romper con este ciclo perverso? ¿En verdad hay voluntad para hacer valer el orden a través de la aplicación “lisa y llana” de la ley?
3-Las fuerzas armadas y su relación con la ciudadanía. En el marco del CII Aniversario de la Marcha de la Lealtad, en la ceremonia llevada a cabo como cada año en el Castillo de Chapultepec, el secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, emitió una declaración interesante sobre las críticas que algunos sectores hacen respecto al papel de las fuerzas armadas en el ejercicio de gobierno. El general secretario dijo: “Todos somos mexicanos, anhelamos mejores condiciones de vida, progreso, seguridad y desarrollo. Hay quienes quieren distanciarnos del pueblo, imposible. Somos uno y lo mismo…”. Desde su concepción teórica como un ejército popular –en una curiosa combinación conceptual entre la idea de las armadas comunistas de principios del siglo XX, y la del modelo occidental tradicional heredado desde el siglo XVIII—, el ejército mexicano tuvo un papel fundamental en la consolidación del régimen emanado de la Revolución. El aparato castrense sustentó su legitimidad al colocarse al servicio de la salvaguarda de la soberanía del Estado, cuya fuente es el pueblo. Sin embargo, el ejército no se ha encontrado exento de polémica en episodios cruciales en la historia contemporánea del país, desde los trágicos eventos de la Plaza de las Tres Culturas en 1968, pasando por la llamada “Guerra Sucia” de la década de 1970, hasta su polémica incorporación a las labores de combate al crimen organizado, y al más reciente caso del incidente en Tlatlaya. Aun con todos esos desencuentros con el espíritu de su misión, las fuerzas armadas siguen gozando de niveles altos de aprobación entre la ciudadanía en lo referente a la confianza institucional. También es cierto que los militares han ido adaptándose a las condiciones políticas y sociales propias de la transición del autoritarismo a la incipiente democracia actual. Temas como la honra a los derechos humanos, la transparencia y la rendición de cuentas, la justicia castrense, y la vinculación con una sociedad muy distinta a la de los tiempos del proteccionismo económico y el aislacionismo político del siglo XX, han significado trances complicados. Tal vez resulta sintomático que todavía el general secretario hable de la figura de “pueblo” y no se acostumbre al término más moderno de “ciudadanía”. Sin duda, el ejército mexicano se ha caracterizado por su incontestable lealtad al gobierno, sin importar si surgió de uno u otro partido político. Del mismo modo, los actores políticos institucionales, incluso los más beligerantes, no vacilan en demostrar su respeto a las fuerzas armadas (recordar la decisión de López Obrador de levantar el plantón de Reforma en 2006 tras haber sido conminado a hacerlo a fin de permitir el desfile cívico militar del 16 de septiembre de ese año). Ahora bien, ¿cuáles son los pendientes del aparato militar en su adaptación a la realidad democrática nacional e internacional? ¿Cuál es la importancia de que las fuerzas armadas continúen como un símbolo de cohesión social?
4-La iniciativa ciudadana: una poderosa herramienta incógnita. Las reformas constitucionales en materia político-electoral de agosto de 2012, promulgadas poco antes de que ocurriera la segunda alternancia en la Presidencia de la República, vieron el surgimiento de tres nuevas figuras de participación ciudadana: la consulta popular, las candidaturas independientes, y la iniciativa ciudadana. No obstante que ya estaban estipuladas en los artículos 35, 41 y 71 de la Constitución, la reglamentación de las mismas tardó mucho tiempo; en el caso de la consulta popular y la iniciativa ciudadana, su inclusión en la Ley Orgánica del Congreso llegó hasta el 20 de mayo de 2014. Varias organizaciones de la sociedad civil presionaron durante todo ese lapso de limbo jurídico para que se apresurara la confección de la legislación secundaria. Incluso, hubo algunos intentos de utilizar dichas figuras, en especial la iniciativa ciudadana, pero acabaron encontrando el rechazo de las autoridades correspondientes ante el vacío legal existente. Ya reglamentada, la consulta popular tuvo su primer examen a fines de 2014 con las cuatro solicitudes hechas por sendos partidos políticos; todas fracasaron al desecharse en el filtro del control de constitucionalidad de la Suprema Corte de Justicia. Hoy, a unos días de haber arrancado el último periodo ordinario de sesiones de la LXII Legislatura del Congreso de la Unión, la iniciativa ciudadana se halla ante la oportunidad de erigirse como un mecanismo alternativo a las agendas pactadas por la aristocracia partidista, con el propósito de avanzar otros temas relevantes para la sociedad y que, probablemente, no han encontrado oídos en los tribunos. Sin embargo, el camino no es sencillo y, a pesar de que se necesitan menos firmas de ciudadanos respecto a una solicitud de consulta popular (se piden por ley el equivalente a 0.13 por ciento del total del padrón electoral registrado en los comicios federales inmediatos anteriores), las reglas son tortuosas, complejas, llenas de ventanas de oportunidad para subterfugios legales y, sobre todo, con pocas herramientas de presión sobre los congresistas. ¿Podría la iniciativa ciudadana funcionar como un novedoso contrapeso frente a actitudes indolentes del Legislativo? ¿Qué responsabilidades adquieren los ciudadanos al poseer este recurso? ¿Estará destinada al desastre como la consulta popular?
5-El nuevo plantón en Reforma y la nueva inoperancia de una nueva ley. En el transcurso del mediodía del lunes 9 de febrero, los capitalinos fueron enterándose de la noticia sobre un nuevo bloqueo total del Paseo de la Reforma, posiblemente la vialidad más relevante del país. Aunque de menor magnitud que el campamento lopezobradorista de 2006, el plantón organizado por inconformes de la sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), adscritos a la Coordinadora (CNTE), ha vuelto a traer a la mesa de discusión diversos temas vinculados con el dilema entre el derecho a manifestarse y los derechos de tránsito y ejercicio del trabajo. Casi de inmediato, una delegación magisterial ingresó a la Secretaría de Gobernación a fin de entablar un diálogo con el subsecretario de Gobierno de la dependencia, Luis Enrique Miranda. Según los trascendidos, las pláticas se han centrado en resolver las demandas de los maestros, en particular el tema de los pagos por salarios caídos derivados del periodo que los mismos disidentes mantuvieron parada la actividad docente en su entidad, Oaxaca. Si bien las probabilidades de que el gobierno federal vuelva a ceder ante el chantaje de los manifestantes (frente a la paralizada figura del gobernador oaxaqueño, claro está), hay un asunto subyacente cuya tolerancia está llegando al límite. En 2006, 47 días de bloqueo en Reforma causaron un estimado de pérdidas a la actividad económica de la zona afectada en alrededor de 7.8 mil millones de pesos, de acuerdo con datos de la Cámara Nacional de Comercio. Ahora, la sección XXII amenaza con permanecer tres días en plantón. Vuelve igualmente la discusión acerca de quién es la autoridad responsable de mantener el orden e impedir esta clase de violaciones a la normalidad del Distrito Federal, derivadas de un conflicto local. De forma habitual, el gobierno local se deslinda y se declara incompetente. No obstante, el actual jefe de gobierno, Miguel Ángel Mancera, aseveró que terminaría con esta controversia vía una nueva Ley de Movilidad –la cual se promulgó en julio de 2014 y, en teoría, prohíbe el bloqueo de vías primarias de circulación continua (artículos 213 y 214)—, y con la obtención de recursos adicionales asignados a atender este tipo de problemáticas por medio de un “fondo de capitalidad”. Así, a la luz de los hechos, la demagogia continúa su plantón. ¿Algún día terminará por encontrarse una fórmula real para armonizar los derechos de manifestantes, agraviados y afectados?
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