Pocos temas de la agenda de desarrollo del país son a la vez tan complejos y tan sencillos como el de crear una comunidad norteamericana. La idea de integrar las economías de México, Estados Unidos y Canadá y liberalizar los flujos comerciales, migratorios, financieros, tecnológicos y de inversión no es nueva, independientemente de que el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica ya constituya un importante avance en esta dirección. Se trata de aprovechar las ventajas de la vecindad para acelerar el ritmo de desarrollo del país y, a la vez, fortalecer la competitividad de la economía mexicana frente al resto del mundo. La relación diplomática con Estados Unidos es, por razones obvias, la más importante que tenemos, pero no es, ni puede ser la única. La clave del éxito de nuestro desarrollo, y de nuestra política exterior en general, reside en la inteligencia con que puedan explotarse las ventajas de la geografía, a la vez que se construyen puentes y oportunidades con el resto del mundo. La paradoja crucial de nuestra política exterior es que estos dos temas, Estados Unidos y el resto del mundo, son interdependientes entre sí: la cercanía con uno hace posible el éxito de nuestras relaciones con los otros.
Así, nuestra agenda de política exterior tiene dos dimensiones que compiten entre sí de manera sistemática. Por un lado se encuentra Estados Unidos y Norteamérica, región que concentra la mayor parte de nuestras transacciones económicas y financieras, donde se origina la abrumadora mayoría de la inversión extranjera que llega al país y destino principal de los mexicanos que salen en busca de las oportunidades que en México les son negadas. Por otro lado, la política exterior de México lleva décadas procurando establecer vínculos cercanos con las naciones de Europa, Sudamérica y el resto del mundo. Tal énfasis se explica por la necesidad de construir equilibrios frente a una relación tan grande, intrincada y complicada como la que caracteriza a nuestra frontera norte. Sin embargo, por décadas, el punto de partida en el diseño y construcción de nuestra política exterior fue el de alejarnos de la geografía; es decir, se procuraba negar la realidad física de nuestra localización geográfica.
Desde esta perspectiva, el TLC norteamericano constituyó un cambio fundamental en la orientación de nuestra política exterior. Y ese cambio vino acompañado de otra peculiar paradoja. La decisión de avanzar hacia la integración de nuestra economía con las de Estados Unidos y Canadá representó un reconocimiento de la necesidad de agrandar el tamaño del mercado interno, garantizar el acceso de nuestras exportaciones hacia esas naciones y, sobre todo, conferirle un sentido de certidumbre a los ahorradores e inversionistas, tanto nacionales como extranjeros, de la permanencia de las reformas estructurales que se habían comenzado a instrumentar en el país. En ausencia de reformas adicionales, desde aquél momento, hemos vivido esencialmente de la certidumbre implícita en el TLC. Esta situación es por demás riesgosa, toda vez que son las reformas económicas las que permiten elevar la productividad y ésta es la que se traduce en empleos y mejores salarios. Puesto de otra manera, sin el TLC, la economía mexicana se parecería a varias de las que en la actualidad se encuentran en crisis en el sur del continente, pero sin reformas adicionales, el TLC no va a ser suficiente.
Aunque el país ha sostenido buenas y productivas relaciones con innumerables naciones alrededor del mundo desde hace décadas, la gran paradoja de nuestra política exterior es que todas esas relaciones se han fortalecido y engrandecido gracias al TLC norteamericano. México es una nación respetada alrededor del mundo por su cultura, sus tradiciones y su historia y, sin embargo, lo que ha cambiado su imagen en el mundo en los últimos años es su acceso privilegiado y exclusivo a la economía norteamericana. Para ilustrar este punto, baste con recordar que Brasil comenzó a negociar un tratado de libre comercio con la Unión Europea cinco años antes que México y, sin embargo, todavía no ha logrado concluirlo; gracias al TLC norteamericano, los europeos tuvieron un interés fundamental en concluir un tratado de esa naturaleza con nuestro país, razón por la cual las negociaciones duraron tan sólo unos cuantos meses. El TLC es una de nuestras mejores armas no sólo en términos económicos, sino también de política exterior. Por ello es crucial nunca perder de vista tanto la importancia del TLC, como los factores que son relevantes para otras naciones, sobre todo las europeas, la japonesa y las sudamericanas, en sus percepciones y relaciones con México.
La gran pregunta es qué clase de comunidad quiere México en Norteamérica. En la actualidad existen dos factores que deben guiar nuestro análisis sobre la región. El primero se refiere a todas las implicaciones del TLC en materia de exportaciones e importaciones, inversión y mecanismos de resolución de conflictos. El TLC se ha convertido en el principal canal de inversión hacia México, pero también el mecanismo que permite el funcionamiento, además de crecimiento exponencial, de nuestro comercio exterior. Uno de los pocos terrenos en los que el país ha logrado éxitos espectaculares a lo largo de la última década es precisamente el de las exportaciones. Aunque la exportación no lo es todo, detrás de esas ventas se encuentran empresarios, inversionistas, ahorradores, empleos e ingresos que han logrado desarrollarse y progresar gracias al TLC.
El TLC es, en principio, un acuerdo sobre temas comerciales; sin embargo, en el fondo, gracias a los mecanismos de resolución de controversias que lo integran, confiere certidumbre y credibilidad a la política económica. Se trata, quizá, del mecanismo más importante, y sensible, con que cuenta la economía mexicana en la actualidad, por lo que es menester fortalecerlo y profundizarlo. Para ello se requerirían, por supuesto, de negociaciones adicionales con nuestros dos vecinos del norte y, sobre todo, de una agenda nacional de reformas que hagan atractiva esa profundización para ellos.
El otro factor que debe guiar nuestro análisis sobre la relación con Estados Unidos es el enorme número de mexicanos que ahí radican, muchos de ellos sin documentos que amparen su situación legal. Pero, aunque existe una gran población de mexicanos indocumentados en Estados Unidos y, en menor medida, en Canadá, existe también una enorme comunidad de mexicanos que son residentes legítimos y legales en Estados Unidos. Esta comunidad ha sido motivo de acercamiento por parte de políticos mexicanos, esencialmente en momentos previos a competidas campañas electorales. Diversos políticos mexicanos en pos de alguna gubernatura o curul legislativa, cuando no la presidencia, se han acercado a las diversas comunidades mexicanas en Estados Unidos en aras de conquistar el favor de su recomendación con sus familiares en el país. Lo que el gobierno mexicano no ha hecho es ver a las comunidades mexicanas en ese país como un socio potencial para apalancar su capacidad negociadora frente al gobierno norteamericano. Las comunidades mexicanas se han convertido en el factor político-electoral más importante de Estados Unidos, en la “papa caliente” de la política norteamericana. Todos los políticos de esa nación saben que los llamados hispánicos -término que abarca no sólo a los mexicanos pero que, con excepción de Florida, se trata básicamente nuestros connacionales- van a ser un factor determinante en las elecciones futuras en ese país. Nuestros connacionales han adquirido una importancia política fundamental. Sería absurdo no procurar un acercamiento, una unidad de propósitos entre ellos y los intereses de México.
Nadie puede minimizar la importancia política y económica de Estados Unidos para México. Lo que tampoco se puede disminuir es la importancia de México y lo mexicano para Estados Unidos. Así como hay políticos mexicanos que hacen campaña proselitista en ese país, también hay políticos norteamericanos que viajan a México en busca de apoyo para sus campañas allá. Esta dicotomía y, a un mismo tiempo, cercanía, crea un entorno favorable para avanzar el desarrollo del país a partir de la fortaleza de nuestro vecino y de nuestra capacidad para apalancarnos en los estadounidenses de origen mexicano con el fin de avanzar la agenda de política exterior del país, comenzando por los derechos de los propios migrantes mexicanos. La gran pregunta es cómo avanzar de manera que se incrementen los beneficios para el país sin mermar los derechos de los mexicanos que siguen cruzando hacia el norte.
La relación diplomática con Estados Unidos tiene dos canales distintos. Por un lado se encuentra todo el conjunto de políticas que nos vinculan y que ameritan profundización, sobre todo a la luz de los atentados terroristas contra Estados Unidos hace poco más de un año. Por el otro, la relación con las comunidades mexicanas residentes en el extranjero, relación casi siempre olvidada y que requiere de especial atención, del desarrollo de iniciativas nuevas y creativas de interés mutuo. En la medida en que el gobierno mexicano logre identificar o, al menos, acercar los intereses de las comunidades mexicanas con los propios, ambos lograrán un progreso simultáneo. Por lo que toca a nuestra política exterior, no puede haber mayor prioridad que la de un acercamiento fructífero con esas comunidades.
El desarrollo de una comunidad norteamericana es no sólo deseable sino factible. El primer paso requeriría de acuerdos de convergencia en temas centrales del desarrollo económico, de seguridad, ecología y demás, como son los siguientes: políticas de competencia y monopolios, convergencia macroeconómica, desarrollo de políticas comunes en temas sectoriales –desde industria hasta agricultura-, acuerdos en materia migratoria y policíaca, políticas aduanales comunes, ampliación de los mecanismos de intercambio en materia energética, ampliación de los vehículos existentes, así como creación de nuevos, para avanzar hacia la constitución de un régimen migratorio abierto y sin restricciones. Ante todo, el desarrollo de una comunidad norteamericana dependerá del fortalecimiento de mecanismos que afiance la confianza de los canadienses y norteamericanos en nuestra capacidad y compromiso para mantener un régimen económico y político de libertades y respeto irrestricto a la ley. Nada más, pero tampoco nada menos.
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