En uno de sus más famosos, y reveladores, exabruptos, José Stalin, a la sazón el dictador más famoso del mundo, despreció la autoridad moral del Papa Pio XII con la pregunta “¿cuántas divisiones comanda?” Para aquellos que apreciamos el poder de una idea, y que vemos más allá del materialismo vulgar intrínseco en esa expresión, nada parece ser más dulce e inspirador que el poder atestiguar la manera en que la democracia -o, al menos, su posibilidad- ha llevado al basurero de la historia a personajes como el propio Stalin y sus sucesores. La Rusia de hoy enfrenta los problemas inherentes a una democracia incipiente e inmadura y sin referente histórico o práctico que pueda servir de guía para su trasformación cabal en una sociedad democrática y productiva. Las democracias no se construyen de la noche a la mañana y el devenir de Rusia, a lo largo de la última década, muestra las vicisitudes que produce la herencia autoritaria del pasado y la ausencia de una estructura económica fuerte y saludable. En esas circunstancias, cada paso que se da tiene enormes implicaciones –buenas o malas- para el futuro. Algo similar se puede decir del México de hoy.
La democracia mexicana es algo nuevo y, sin embargo, parece experimentar muchas de las vicisitudes y problemas de las viejas democracias, a la vez que parece incapaz de ofrecer soluciones a los problemas cotidianos de la población. Se trata de una nación que comienza a experimentar la política competitiva ya no sólo en las urnas –donde hay buenas experiencias en las últimas dos décadas-, sino también en la actividad gubernamental del día a día. La incapacidad de los políticos –y de los poderes públicos- de ponerse de acuerdo habla por sí misma, pero los problemas son mucho más amplios y profundos.
El cambio político que ha venido acompañando tanto el nacimiento de la democracia como el fin del corporativismo, no se ha traducido en el desarrollo de instituciones que permitan dirimir diferencias, resolver conflictos y encontrar medios de convivencia satisfactorios para las partes en disputa. Más bien, la nueva forma de convivencia política parece ser la del desacato, la resolución de conflictos a través de la violencia y otros medios no institucionales, así como la organización de frentes políticos que aprovechan conflictos locales para avanzar agendas nacionales. Se trata de afrontas directas a la democracia, a la estabilidad y a la paz social.
Los conflictos no son nuevos. De hecho, las disputas por la tierra son ancestrales y se han manifestado de diversos modos a lo largo del tiempo. En su etapa más autoritaria, los conflictos simplemente no se resolvían o se perpetuaban, por décadas, en los tribunales agrarios; con frecuencia éstos se manifestaban de manera violenta, como lo registran las matanzas en Chiapas, Oaxaca, Tejupilco y otras localidades. Lo nuevo no son las disputas, en este caso por la tierra, sino en que éstas estén adquiriendo dimensiones nacionales. La nueva realidad política ha abierto espacios para que cualquier decisión que se perciba como un agravio, se torne en una disputa de naturaleza épica en la que todos los interesados en modificar el orden establecido se reúnen y organizan para sacarle provecho y convertirla en un casus belli.
Chiapas fue quizá el primero de los conflictos que siguió este patrón. Si bien en la problemática chiapaneca existe un referente directo en la posesión de tierras, el conflicto iniciado en 1994 trascendió con mucho el ámbito local. El conflicto interno de la UNAM y la toma de la institución en 1999, siguió un esquema similar. Algo semejante ocurrió en Atenco, sitio en el que se habría de construir el nuevo aeropuerto de la ciudad de México. En todos y cada uno de estos casos, el fenómeno local se transformó en un conflicto nacional en el que prácticamente no había soluciones posibles, mucho menos soluciones negociadas, en tanto que la negociación implicaba que el gobierno cediera de antemano ante el chantaje y la extorsión. Por diversas razones, el caso de Chiapas nunca se resolvió de manera directa, aunque las elecciones del 2000 fueron suficiente para desalentar el financiamiento desde el exterior que lo mantenía vivo, lo que para todo fin práctico bajo su perfil hasta casi desaparecerlo. El caso de la UNAM se resolvió con una acción gubernamental que, de no haber sido tan tardía, habría establecido un nuevo patrón de respeto a la legalidad y el orden establecido. El caso de Atenco acabó abriendo una nueva caja de Pandora, con consecuencias potencialmente catastróficas.
El desenlace de la disputa en torno al proyecto del nuevo aeropuerto en Texcoco tiene tres componentes cruciales. Primero que nada se encuentra la total incapacidad del gobierno –federal y del estado de México- para prevenir una situación totalmente anticipable. En segundo lugar, revela la existencia de actores políticos decididos a tomar el poder por la vía legal o por cualquiera otra; es decir, reconocen y respetan la democracia cuando les favorece, y la desacreditan cuando los ciudadanos con su voto parecen no comprender la trascendencia de la causa que anima su proceder. Finalmente Atenco evidenció la inexistencia de vías de interacción política que permitan la resolución de disputas dentro de un marco institucional al que todos los involucrados se ciñan y respeten, y a cuya resolución (o fallo si se trata del poder judicial) se sometan. La manera en que se dio fin a la disputa sugiere que habrá muchas más en los próximos meses y años.
La incompetencia del gobierno fue patente en tantos frentes que es imposible ignorarla. Una vez tomada la decisión respecto a la localización del nuevo aeropuerto, los gobiernos federal y del estado de México se sentaron en sus laureles. En lugar de indemnizar de inmediato y de manera generosa a los propietarios de las tierras, nadie hizo nada. La Contraloría definió un valor de la tierra que nada tenía que ver con las expectativas que naturalmente generaría la instalación de un aeropuerto: todos hablaban de riqueza ilimitada, pero a los propietarios de las tierras, la mayoría de los cuales estaba en al mejor disposición de vender, se les pagaría algo ridículo por el metro cuadrado. La experiencia internacional en esta materia es tan abundante que resulta increíble que nadie en el gobierno federal o estatal la tomara en cuenta. En los sesenta, cuando se construyó un enorme número de aeropuertos, los únicos países que evitaron conflictos por la tierra fueron Estados Unidos y Francia. Estados Unidos porque tienen resuelto el problema de los derechos de propiedad y Francia porque el gobierno optó por pagar de manera tan generosa que acalló con anticipación todo reclamo. No fue ese el caso de Malpensa en Milán o Narita en Tokio, en donde las disputas se prolongaron por décadas.
Quizá lo peor del desempeño gubernamental en los meses que siguieron al anuncio del proyecto fue que nadie defendió el proyecto, nadie intentó convencer de las bondades del mismo y nadie lo hizo suyo. En lugar de sumar, se dedicaron a observar; en vez de convencer, dejaron que el proyecto se hundiera en un mar de conflictos que dejan a la ciudad sin aeropuerto y a los habitantes de la zona sin oportunidades de progreso futuro. El punto es que el gobierno cedió el terreno a su oposición y jamás intentó liderar un esquema de cambio y transformación. Si esa va a ser la tónica de su actuar, es evidente que pocos serán los proyectos que pueda avanzar.
Mucho más preocupante es la persistencia de actores que si bien profesan su respeto por la democracia, en la realidad la aprovechan como medio para llegar al poder, pues siguen prestos y dispuestos a enarbolar cualquier bandera radical si eso sirve a su proyecto estratégico. Por supuesto que no es inusual que se intente explotar un conflicto político para sacar ventaja del mismo, pero el recurso a la extorsión, el secuestro y la tolerancia de manifestaciones armadas en medio de la ciudad de México son muestra fehaciente de un proyecto político que no concibe a la ley, o a un gobierno legítimamente electo, como limitantes.
Detrás de éste y otros conflictos es palpable la debilidad de nuestras instituciones. Todos los actores en este drama, desde los campesinos más modestos hasta los funcionarios federales más consolidados se encontraron en algún momento sin instrumentos institucionales que ofrecieran una salida al conflicto. La impunidad de los actores fue flagrante. Nadie fue responsable de nada: ni del fallido proyecto, ni del sinnúmero de delitos que en el camino se cometieron. La ley no existe y las instituciones brillan por su ausencia. Quizá lo peor de todo es que entre los legisladores más vociferantes no parece haber muchos dispuestos a reconocer los riesgos que estas circunstancias entrañan para el futuro, independientemente de quién esté en el gobierno.
El desenlace abre la caja de Pandora porque pinta a un gobierno desesperado, incapaz de convencer o hacer efectiva su legitimidad. No sólo permitió que las disputas alcanzaran niveles de violencia extremos, sino que, al ceder de manera impulsiva, creó un incentivo por demás perverso: permitió que se le tomara la medida. De hoy en adelante quien quiera avanzar su causa sabe que el gobierno federal tolerará cualquier incidente, permitirá cualquier disputa y cederá ante la menor provocación. El riesgo es que el país acabe infestado de conflictos que nadie pueda parar. El riesgo para el presidente es inconmensurable, razón por la cual tiene que ser revertido.
Ninguna decisión es definitiva en la historia; sin embargo, el gobierno del presidente Fox ha creado una trampa por demás peligrosa. A menos de que corrija el rumbo, los incentivos que ha ido creando en el camino pueden acabar con la administración y, retomando el símil ruso, con la viabilidad de la democracia mexicana. Por poderosa que sea la idea de la democracia, su éxito requiere de la existencia de instituciones fuertes y consolidadas, algo de lo que nuestro país adolece en la actualidad. Sólo con ellas será posible convertir a la elección del 2000 en referencia obligada para todos los actores políticos. Sin eso, la democracia no dejará de ser más que una idea, por demás vulnerable.
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