¿Al borde del abismo?

PAN

Algunos priístas creen firmemente que no tienen más alternativa que renovarse o morir. Sin embargo, esas no son las únicas opciones que tienen frente así. Si se observa la evolución de diversos partidos hegemónicos alrededor del mundo en los últimos años, es evidente que muchos de los beneficiarios del antiguo orden no encuentran razones para participar en la reforma de su partido porque temen cualquier cambio en el statu quo, así sea después de una derrota en el frente electoral. Lo que parece ser una realidad de muchos partidos antes hegemónicos es que ni se renuevan ni se mueren, simplemente languidecen y se tornan en un obstáculo a todo avance y desarrollo tanto partidista como nacional. Acaban siendo una verdadera entelequia que no avanza, pero tampoco retrocede. El verdadero reto para el PRI consiste en resolver su disputa interna para concentrarse en lo importante: comprender al México de hoy y actuar en consecuencia.

Como bien apuntan los autores de un nuevo y valioso libro intitulado De la hegemonía a la competencia, el siglo XX mexicano no se puede comprender sin el PRI. Ahora que los priístas enfrentan el desafío de verse en el espejo en su próxima Asamblea, la primera posterior a su derrota electoral del año pasado, bien harían en analizar no sólo su historia, algo que les resultará fácil, sino también su capacidad para comprender la nueva realidad del partido, del país y de los propios ciudadanos, de cuyo favor depende, a final de cuentas, su posibilidad de retornar al poder. En este sentido, la pregunta importante no se encuentra en el pasado, sino en el futuro: si en el siglo XXI el PRI podrá sobrevivir no como un obstáculo al desarrollo, sino como una pieza fundamental del entramado institucional que permita al país evolucionar hacia un nuevo estadio de desarrollo económico y político. El PRI constituyó una respuesta institucional al caos que dejó el movimiento revolucionario de 1910. Paso a paso, desde los años veinte hasta los cuarenta del siglo pasado, el partido institucionalizó la política mexicana, sometió a la disidencia armada, sofocó diversos levantamientos y sentó las bases para la paz de la que el país ha gozado desde entonces. Imposible regatear la trascendencia del PRI en el desarrollo institucional del país.

Samuel Palma y Eloy Cantú describen una historia de retos y acciones que, en el curso del tiempo, le fue dando estructura al PRI y a las instituciones políticas nacionales. Se trata de la historia de un partido que dio forma y contenido a un sistema (y no al revés), pero que, a pesar de su muy mentada institucionalidad, no le supo dar continuidad al propio sistema político. El PRI disciplinó a los líderes políticos de los veinte y treinta e hizo posible el nacimiento y desarrollo de una clase política profesional, creó mecanismos de acceso, ascenso y participación política y, con la estabilidad política que propicio, hizo posible el desarrollo económico. Aunque su desempeño en el poder muestra contrastes entre progreso y autoritarismo, parálisis y desarrollo, excesos y rayos de luz, cuando se compara al PRI con otros partidos de su estirpe y época, los mexicanos tenemos que reconocer que, en balance, los logros y beneficios fueron mayores que los retrocesos. El solo hecho de que vivamos en paz, luego de casi un año de un primer gobierno no priísta, es muestra fehaciente de la institucionalidad que el PRI le aportó al país.

Pero eso no les basta para conquistar el futuro. Las destrezas y capacidades de antaño no son adecuadas ni convenientes para las circunstancias que ahora enfrentan. Mucho peor cuando una de sus características meridianas fue la antropofagia que ahora se evidencia en la escasez de líderes capaces e idóneos para la nueva realidad. De hecho, el problema del PRI no es uno de destrezas, sino uno de realidades. Aunque el PRI logró la institucionalidad política, algo nada desdeñable, su problema actual y, en realidad, su problema histórico, radica en que el partido fue creado para preservar más que para avanzar: preservar derechos y prerrogativas, privilegios y cotos de caza. En suma, para preservar el statu quo. Por supuesto que el mero hecho de que existiera un partido como el PRI -un partido de organizaciones, una estructura que permitía la circulación de élites y la participación política- tuvo beneficios que rebasaron los objetivos de los líderes de entonces. Lo anterior, sin embargo, no resuelve el entuerto en que actualmente se encuentra. En sus concepciones, un gran número de priístas, incluidos muchos de los que abogan por su renovación, viven atrapados en el corporativismo de los años veinte y aferrados a una realidad que ya no existe. El hecho de que la mayor parte de los temas que debaten se refieran al pasado, pone en duda su capacidad de construir un porvenir.

Nada ejemplifica mejor el dilema que enfrentan los priístas que sus propios debates internos. Su objetivo es claro y a la vez loable: recuperar el poder. Muchos de sus miembros reconocen que la única manera de lograr ese propósito es renovando la institución. Pero, con gran frecuencia, la mira no alcanza a vislumbrar más que una renovación que resuelva el problema más inmediato de organización, el de la desaparición del vínculo con la presidencia. Porque si bien es imposible explicar el siglo XX mexicano sin el PRI, también es imposible explicar al PRI sin el presidencialismo mexicano. Se trata de los dos lados de una misma moneda. Entonces, cuando los priístas se proponen lograr una renovación, la pregunta necesaria y obligada es ¿renovar qué? La respuesta que la mayoría de los priístas da se refiere a la liberación de las fuerzas internas del partido ahora que ha desaparecido su antiguo punto focal, el presidente de la república. Es decir, se limitan a quitarse el fardo y la opresión que muchos miembros del partido percibían en el actuar presidencial. La pregunta, sin embargo, es si la liberación interna del partido puede traducirse en una victoria electoral.

Con todo, es difícil creer que los priístas puedan encontrar las respuestas que necesitan viendo para atrás. Para construir o reconstruir un partido con la mirada puesta en el futuro es imperativo comenzar desentrañando cómo será ese futuro. El pasado del partido, incluido su ideario, es fundamental para su historia, pero difícilmente constituye el fundamento estratégico de su desarrollo de aquí en adelante. La Revolución Mexicana constituye un hito histórico para México y para el PRI, pero es imposible aferrarse al esquema que de ahí se derivó. Una cosa son los ideales, la mayoría de ellos todavía vigentes, y otra muy distinta son los esquemas, estructuras y planteamientos concretos de entonces, muchos de los cuales siguen siendo el corazón del pensamiento y discurso partidista, pero que guardan poca relevancia en el momento actual. No basta tener ideales. También es necesario comprender la realidad del momento y articular una estrategia idónea para conquistar el poder en el hoy y el ahora, como lo hicieron con tanto éxito Vicente Fox y el PAN en la pasada elección. Después del dos de julio del 2000, es evidente a todas luces que la función objetivo de la política mexicana es la demanda ciudadana. El reto para el PRI es encontrar una manera de responder a esa demanda y generar un liderazgo capaz de construir estructuras nuevas, compatibles con la realidad actual y con la complejidad de un país en el que la división de poderes bien podría consolidarse. Los priístas no deben perder de vista que las tendencias electorales a nivel local, que recientemente lo han beneficiado, podrían ser efímeras.

El problema para el PRI es cómo hacer compatible su historia con una realidad no sólo distinta, sino cambiante. De la misma manera en que ya no operan las estructuras partidistas, tampoco funcionan las estructuras institucionales del sistema político en su conjunto. La relación entre los poderes públicos es inadecuada y poco conducente al logro de acuerdos que permitan avanzar el desarrollo del país. El sistema político se creó a la medida del PRI y, al igual que el partido, éste ya no cumple su cometido. Por muchos años, el sistema operó con eficacia, sedimentando un sistema político capaz de tomar decisiones y con una extraordinaria capacidad de actuar y llevar a cabo las funciones de gobierno. Al perder las elecciones presidenciales del 2000, el PRI quedó decapitado, perdiendo en el camino el factor central de su relación con el poder. Lo mismo le ocurrió al sistema en su conjunto. Todas las estructuras e instituciones políticas habían sido diseñadas para que el presidente decidiera y dispusiera del poder. Ni unas ni otras son operantes en la nueva realidad. Y lo que se requiere no es una mera renovación ni meros cambios cosméticos, sino una reconceptualización del sistema en su conjunto.

Por lo que toca al PRI, la única renovación posible, una que fortalezca su capacidad de recuperar el poder, sería aquella capaz de empatar la oferta del partido con la demanda de la ciudadanía. Lo que el PRI requiere no es una renovación en abstracto, sino una transformación de valores y de mecanismos de participación y respuesta que sea compatible con la exigencia ciudadana de rendición de cuentas. A la fecha, los priístas se consumen debatiendo si su Asamblea debe ser deliberativa o electiva, cuando en el fondo lo único que disputan es el poder y el mando de una entelequia. El gran ausente en sus debates es el ciudadano y los medios a través de los cuales el partido podría recuperar su confianza y, con ella, su voto en una próxima elección.

Más allá del PRI, pero íntimamente vinculado a su historia, se encuentra el problema del poder y de la gobernabilidad. Al país le urge una reforma cabal de sus estructuras de gobierno, una reforma que provea de incentivos a la cooperación y a la vigilancia mutua entre los poderes ejecutivo y legislativo, una reforma que haga efectiva la esencia de los mecanismos de pesos y contrapesos. Nada de eso existe en la actualidad, excepto la reticencia a contemplar opciones que hasta hace poco eran anatema. El país requiere una discusión seria de temas como en de la reelección y el sistema de partidos y, sobre todo, una discusión de los mecanismos y reformas que harían posible ubicar al ciudadano en el centro del escenario. Si los priístas quieren recuperar el poder, bien harían por comenzar a abandonar sus propios prejuicios y la Asamblea es una oportunidad excepcional para lograrlo.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.