El mundo cambia y lo que antes era, o pudo ser, válido no necesariamente lo es hoy. Esta circunstancia, la de una realidad externa e interna que igual abre oportunidades que las limita, es algo relativamente nuevo. Por supuesto que siempre hay límites al voluntarismo de un gobernante, pero éstos se han estrechado en un mundo cada vez más integrado y transparente. Es por ello que el rumbo que siga el país en el futuro no puede ser producto de decisiones intempestivas ni berrinches momentáneos ni tampoco resultado de visiones históricas o preferencias ideológicas. La realidad de hoy exige un pragmatismo que es inusual en nuestra clase política, la de todos los partidos.
Nos ha tocado vivir una era de cambios vertiginosos y éstos tienen implicaciones dramáticas. Más allá de la retórica política, la realidad cambia de manera incontenible. Un niño nacido en los cincuenta o sesenta enfrentaba la competencia de sus compañeros de escuela o, cuando más, de su ciudad. Un niño de los noventa enfrenta la competencia de sus pares en el resto del mundo; su futuro depende no de que destaque frente a sus compañeros en su salón de clase, sino del desempeño de niños de su misma edad en Corea, Francia, Canadá o China. Por más que el discurso político discuta sobre alternativas de desarrollo, la verdad es que el único tema relevante es cómo sesgar las circunstancias para que los niños mexicanos de la actualidad y del futuro incrementen su probabilidad de ser exitosos en esta era.
Antes, los gobiernos tenían una amplia latitud para decidir sobre la economía y para imponer sus preferencias en materia política. Aunque sigue habiendo gobiernos dictatoriales y economías deschavetadas, se trata de una excepción. Lo distintivo de nuestra era es gobiernos que se miden, o se les mide (que acaba siendo algo similar), con un rasero democrático y estrategias de desarrollo económico que responden al imperio de los mercados. Esto puede disgustar a los políticos tradicionales, pero no deja de ser la característica de nuestros tiempos.
La diferencia radica en el contexto internacional. Hoy el mundo experimenta un proceso de acelerada integración, alimentado y conducido por la virtual eliminación de barreras a la competencia. Mientras que en el pasado se identificaba subdesarrollo con asimetrías entre países ricos y pobres, lo que ha ocurrido en los últimos años es que la mesa se ha comenzado a equilibrar. Las naciones ricas ciertamente siguen siendo ricas, pero ya no gozan de una garantía para seguir siéndolo per secula seculorum. Si uno observa el debate al interior de sociedades como la alemana, francesa o norteamericana, lo que se distingue es una aguda preocupación por la pérdida de ventajas competitivas, evidenciada por la creciente sustitución de bienes y servicios que antes se realizaban en su propio territorio, por los provistos por naciones como China e India.
La razón de estos cambios reside en las condiciones de la nueva realidad: en la sociedad del conocimiento, caracterizada por eficientes comunicaciones, lo que importa no son los recursos naturales, la capacidad de producción o, incluso, el acceso a capital, sino la capacidad de utilizar conocimientos ampliamente disponibles para transformar el entorno. Eso es precisamente lo que ha comenzado a hacer India, nación sumamente pobre que ha sabido aprovechar la globalización como palanca de desarrollo. La suma de escuelas excepcionales (tanto en ingeniería como en administración) y medios de comunicación (sobre todo banda ancha, Internet), ha logrado convertir a ese país en un eficiente proveedor de servicios a naciones ricas, a costos muy bajos. Los hindúes están compitiendo con los mejores del mundo no sólo a través de los llamados call centers, servicios de atención a clientes por teléfono, sino en el desarrollo de software, servicios de contabilidad y preparación de formas de impuestos, lectura de radiografías, etcétera, servicios que exigen una enorme competencia profesional. El punto es que los hindúes han logrado competir de tú a tú con el resto del mundo en ámbitos que antes eran simplemente inexistentes.
El ejemplo hindú tiene dos caras. Por un lado, sugiere que hay una infinidad de opciones que no estamos aprovechando. Pero, por el otro, demuestra que nuestras vulnerabilidades son tan grandes como las de cualquier otra nación. La globalización cambia todas las relaciones en una sociedad: fortalece al consumidor frente al productor, modifica la naturaleza y funciones del gobierno y, sobre todo, limita y estrecha los márgenes de maniobra tanto del gobierno como de la estrategia de desarrollo. Esto no quiere decir que todos los países van a ser exitosos en su búsqueda de un mejor futuro. Pero sí implica que una buena estrategia de inserción en esta fase de la globalización puede abrir oportunidades insospechadas. La clave se encuentra en una buena estrategia.
Insertarse en los circuitos de la globalización no implica olvidar el pasado ni negar nuestra historia. Tampoco entraña adoptar costumbres de otras naciones. Al contrario: la gran virtud de la globalización es que permite –y de hecho exige–que cada nación emplee sus propios medios y estrategias para fortalecer su capacidad de ser exitosa. Aunque la India sigue siendo un país abrumadoramente pobre (su PIB es similar al de México, pero su población es diez veces mayor), es patente su esfuerzo por transformarse. Lo impresionante de India es que ha logrado tener un enorme impacto en la oferta mundial de servicios, a pesar de que menos de un millón de hindúes están involucrados en esa industria. A diferencia de China, que se ha concentrado en la industria manufacturera, India ha destacado en los servicios con un creciente valor agregado. A la larga, ambas naciones seguramente acabarán convergiendo. Pero lo importante es que las dos han entendido que el futuro no se puede dejar al azar: se construye.
México también necesita hacerse cargo de su futuro. Si uno acepta la premisa de que el conocimiento será el fundamento del desarrollo, los empleos y la riqueza del mañana, es imperativo entender que nos urge una educación radicalmente distinta, una concepción totalmente diferente sobre el papel que juega la infraestructura en nuestro desarrollo y el replanteamiento de temas cuya dimensión ha cambiado radicalmente, incluido el papel del gobierno en la economía. Parafraseando a un analista del desarrollo chino, “mientras no lo hagamos mereceremos perder porque nos hemos dedicado a aferrarnos al pasado en tanto que el resto del mundo se aboca vigorosamente a construir el futuro”.
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