En el primer mundo también se va la luz. Durante la última semana de julio un corte de energía eléctrica en el área de San Francisco afectó la costa oeste de Estados Unidos y al resto del planeta Tierra. En esta ciudad de California se encuentran los centros de cómputo y administración de datos de algunos de los sitios más importantes de internet. Craigslist.com, la página de anuncios clasificados más grande del mundo, desapareció del mapa por varias horas. Typepad.com, la plataforma de software para blogs que utilizan tanto la BBC de Londres como el periódico Reforma, también estuvo fuera de circulación. Secondlife.com, el sitio de realidad virtual, dejó a 8 millones de usuarios sin posibilidad de acceder a su existencia paralela.
Esa misma semana en Barcelona, un corte de energía dejó sin luz a más de 350 mil personas durante 48 horas. El apagón provocó la revuelta colectiva de los afectados. Miles de catalanes con velitas y cacerolas manifestaron su derecho a salir de la penumbra. La noticia dio la vuelta al mundo. Unos días antes ocurrió otro corte de luz, ahora en la Ciudad de México. Si sumara los apagones en mi colonia durante el último año, las horas a obscuras rebasarían por mucho el maratón de tinieblas que padeció Barcelona. Ningún periódico cubrió la información de que mi vecindario se quedó sin electricidad. Un apagón en el Distrito Federal tiene nulo valor noticioso, lo cotidiano jamás será ingrediente de una primera plana.
La generación de electricidad puede fallar en California, en Cataluña y en la Delegación Cuauhtémoc. Sin embargo hasta en los cortes de luz hay clases sociales: existen los apagones primermundistas y los subdesarrollados. ¿Cuál es la diferencia entre la penumbra de un ama de casa catalana y la oscuridad de mi departamento? La rendición de cuentas. En España y Estados Unidos, las empresas que generan y distribuyen energía eléctrica están obligadas a dar una disculpa, una explicación e inclusive una compensación económica a sus clientes afectados. Acá las cosas son distintas.
En un desplante de ingenuidad, hablé al número de quejas de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro (5128-7171) para pedir una explicación sobre la falta de corriente. Una amable voz femenina se encargó de ampliar mis dudas: “Fíjese joven, que falló el transformador que atiende su sector. -¿Y dónde está ese transformador? -inquirí. Eso sí no sabría decirle”. Cortés e ineficiente, la señorita del otro lado del auricular estaba igual que yo: a obscuras.
En Cataluña, el gobierno local obligó a la empresa de electricidad Endesa a indemnizar a los consumidores afectados, con un pago único de entre 60 y 300 euros. ¿Cómo reaccionaron los indemnizados? Se indignaron, contrataron a un abogado y ahora van a presentar una demanda colectiva a la empresa para recibir 300 euros por cada 24 horas sin luz.
En un apagón primermundista, el gobierno defiende los derechos del consumidor frente a la negligencia del prestador de servicios. La empresa, estatal o privada, se ve obligada a resarcir el daño a los usuarios y ofrecer un plan de acción para evitar que el problema se repita. Por su parte, los ciudadanos se organizan para hacer presión primero en las calles, pero después en los tribunales. El acto de presentar una demanda ante un juez es una señal de confianza en el funcionamiento del sistema judicial. Si los consumidores le tienen fe a los juzgados, las empresas deberían tenerles miedo. La sentencia de un magistrado le puede costar mucho dinero a una compañía de electricidad. Ante la amenaza de un veredicto negativo, más vale dejar al consumidor contento. Un sistema de justicia eficaz puede ayudar a tener un mejor servicio eléctrico.
Allá y aquí se va la luz. En un país desarrollado las empresas rinden cuentas ante el cliente, la opinión pública y los tribunales. En cambio, nuestra versión autóctona de la rendición de cuentas consiste en la voz apenada de una operadora telefónica.
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