¿Apostar por el desarrollo o por la influencia? Para las grandes potencias no existe distinción: una cosa se deriva de la otra. Pero la disyuntiva es real para un país que todavía está por lograr el desarrollo y satisfacer las necesidades, incluso las más elementales, de su población. El asunto se tornó álgido cuando un brasileño derrotó a Herminio Blanco como cabeza de la Organización Mundial de Comercio. Muchos le recriminaron al gobierno por haberse concentrado en sus relaciones económicas con el exterior en lugar de construir una capacidad de influencia en el mundo. La derrota duele, pero el país ha tomado la apuesta correcta, aunque no con la intensidad requerida.
Parafraseando a Clausewitz, la política exterior es un instrumento de la política interna, no un objetivo en sí mismo. En los ochenta, el gobierno mexicano optó por una estrategia de desarrollo centrada en la construcción de una economía competitiva, inserta en la globalización. El enfoque implicaba romper con la apuesta fundamentada en una economía cerrada, protegida y saturada de subsidios. En lugar de altos niveles de impuestos destinados a financiar un enorme gasto público, el país procuraría dejar que funcionaran los mercados, la economía se especializara y el mexicano promedio saliera ganador. El TLC se convirtió en la piedra angular de la estrategia: su fuente de certidumbre.
Veinte años después de la entrada en vigor del TLC la estructura de la economía ha experimentado una extraordinaria transformación que, si bien inconclusa, rinde frutos significativos: se consolidó una economía estable; se han logrado tasas de crecimiento superiores al promedio del mundo, aunque sin duda inferiores a lo deseable; se ha construido una plataforma industrial hiper competitiva, que compite con las mejores del mundo; y virtualmente todas las nuevas inversiones que se realizan están concebidas dentro de una lógica de competencia en una economía global. El reto no debería ser el replanteamiento del modelo sino concluir el proceso para apalancar el crecimiento futuro en los enormes activos ya existentes.
Entonces, ¿se debería mejor apostar por la influencia en lugar del desarrollo? Brasil, el país que nos derrotó en la OMC, tiene una concepción del mundo y de sí mismo radicalmente distinta a la nuestra. Ellos se conciben como potencia emergente, mientras que nosotros somos más introspectivos y nos percibimos como víctimas. Brasil ha desarrollado una política exterior que trasciende a sus gobiernos y está orientada a proyectar el poderío del gigante sudamericano con una visión geopolítica. En México contamos con un servicio diplomático profesional que no tiene una estrategia independiente del gobierno y su visión se acota a la que establece la presidencia. La influencia brasileña se nota cuando se dan casos como el de la OMC, donde cosechó décadas de inversión.
Pero nuestra respuesta ha sido la correcta: la prioridad es el desarrollo. El mexicano promedio vive mejor que el brasileño promedio, tiene mejores niveles de escolaridad y de ingreso, las tasas de interés que pagan aquellos son superiores a las de México. La industria mexicana se ha transformado mientras que la brasileña sigue relativamente protegida. Por supuesto que algunos indicadores favorecen a Brasil, pero donde México ha fallado no es en el sentido de la apuesta sino en la convicción de lograrlo y la disposición de hacer lo necesario para hacerlo posible. Contrario a lo que afirman muchos críticos de la estrategia de apertura, el problema no es que se hayan aplicado una serie de prescripciones de manera dogmática, sino que se han aplicado sin convicción y sin determinación. El resultado es que la tasa de crecimiento económico es muy inferior a la que podría ser. Es ahí donde se debe invertir, no en una escurridiza influencia internacional que contribuye poco a las necesidades de la población.
Nada ejemplifica mejor la diferencia en la estrategia brasileña y la mexicana que la industria aeronáutica. Aunque Embraer es un ícono visible en todas partes, México ha construido una impresionante industria aeronáutica que hoy emplea más gente que la brasileña y agrega mayor valor que la de aquel país. La diferencia es que no existe una marca “Mexair” que sea tan visible y proyecte poderío. Sin embargo, ¿a qué país le va mejor en esta industria, qué población tiene mayor probabilidad de acceder a la riqueza? El caso es emblemático porque ilustra dos concepciones radicalmente distintas del mundo.
Nuestro problema es que no hemos concluido la revolución que se inició en los ochenta. El país vive los restos del sistema protegido de antaño donde conviven –pero no se comunican- empresas inviables con las más productivas y exitosas de la economía globalizada. La fusión no ha sido muy feliz porque ha limitado la capacidad de crecimiento de las más modernas y competitivas, a la vez que ha preservado una industria vieja que no tiene capacidad alguna de competir. El dilema es cómo corregir estos desfases. La tesitura es obvia: avanzar hacia el desarrollo o preservar la mediocridad.
A veinte años del inicio del TLC resulta evidente que en la política (y política económica) es la inversión de largo plazo la que paga dividendos. Muchos de los avatares políticos de los últimos años, y no pocas de nuestras dificultades económicas, han sido producto de apuestas al corto plazo, mismas que nunca resultan bien. El TLC es el mejor ejemplo de que el largo plazo es lo que trae resultados.
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