Aprovechar la globalización

Migración

La globalización igual puede ser una oportunidad que una maldición, pero en cualquier caso es inevitable. La realidad mundial, los avances de la tecnología y la creciente integración de las economías han producido este fenómeno, del que nadie se puede sustraer. Las pocas naciones que han intentado, por cualquier razón, seguir un curso distinto, como Corea del norte y Cuba, han acabado cada vez más empobrecidas. Pero el hecho de aceptar algo consumado no implica que se puedan derivar sus beneficios. México está claramente a la mitad del camino: o llevamos a cabo profundas reformas en cosas bastante básicas, o vamos a acabar perdiendo una oportunidad más.

El punto de partida es muy simple: la globalización es un hecho real, incontenible e ineludible. Este proceso se caracteriza por la creciente integración económica, por la existencia de fondos de inversión cada vez más grandes en volumen y cada vez más importantes para el financiamiento de las empresas y por las comunicaciones instantáneas. Si bien ésta no es la primera vez que el mundo se acerca, pues hace cien años hubo movimientos de poblaciones enteras de Europa a América, por ejemplo, el tipo de globalización que hoy caracteriza al mundo entraña una gran diferencia. Cuando un poblado entero se mudaba de Irlanda a Nueva Inglaterra o de Italia a Argentina en el siglo XIX, los únicos afectados eran los propios migrantes, los que se quedaban atrás o los que súbitamente los veían llegar. Fuera de esas personas, el resto del mundo ni se enteraba. La globalización de hoy nos afecta a todos, independientemente de dónde estemos parados o que tan pobres o ricos seamos.

Los cambios que la globalización ya ha producido son enormes: las empresas industriales en el mundo, por ejemplo, fabrican cada vez menos productos finales. La gran mayoría de ellas producen partes y componentes para otras empresas que, a su vez, se dedican a ensamblarlos y llevarlos a los mercados de consumo. Esta nueva estructura industrial vincula a las empresas de una manera totalmente nueva, toda vez que lo que cada una produce, en precio y calidad, va a ser determinante del éxito o fracaso de las que siguen en la cadena productiva. Esta manera de estructurar la producción ha generado enormes presiones para que las empresas eleven su productividad, capaciten a sus trabajadores y mejoren sus métodos de producción. El efecto de todo esto lo vemos los mexicanos todos los días: no hay que ser muy quisquilloso o agudo para observar que las empresas que ya están en esa lógica, la lógica del TLC, son mucho más exitosas y pagan mejores salarios que las que se encuentran fuera de ella.

Pero los cambios que vienen, según todos los expertos, serán mucho más dramáticos. Algunos de los que se anticipan son los siguientes. Primero que nada, los recursos con que las empresas y, en general, los proyectos de desarrollo, se financian se moverán cada vez más rápido. Hoy en día, ninguna empresa ni gobierno puede esconderse del ojo clínico de los analistas en los mercados financieros. Cuando los fondos de inversión analizan las finanzas de un país o de una empresa, lo hacen comparándolas con las de otros gobiernos o empresas de su tipo, lo cual arroja resultados fríos e inmisericordes. Quien requiere crédito para invertir en planta y equipo o en infraestructura y educación, todo indispensable para crear riqueza y empleos, no tendrá más remedio que sujetarse a las reglas que imponen los fondos de inversión.

En segundo lugar, la clave del desarrollo, aunque parezca paradójico, reside en el gobierno. Aunque una empresa puede crecer y producir riqueza sin límites, el desarrollo sólo es posible cuando los gobiernos sientan bases adecuadas para que esa riqueza la puedan producir literalmente miles de empresas y millones de personas. El gobierno es responsable de las reglas del juego, de la política cambiaria, de la inflación y, en general, de proveer bienes públicos y hacer cumplir la ley. De las reglas y condiciones que establezca el gobierno va a surgir el entorno dentro del cual se van a desarrollar las empresas. Si el gobierno provee de una buena base de infraestructura física, por ejemplo, las empresas contarán con mayores oportunidades de crear riqueza y empleos. Si la infraestructura es deficiente, los empleos y la riqueza serán menores. Al igual que con la infraestructura, las reglas del juego son determinantes para el desempeño económico. Si los derechos de propiedad no establecen claramente quién es dueño de qué o si el gobierno no está dispuesto a hacerlas cumplir a cabalidad, las empresas no invertirán y las personas no ahorrarán más que lo mínimo indispensable para sobrevivir.

En tercer lugar, en la medida en que los empleos futuros dependan cada vez más del uso de tecnologías complejas, éstos van a requerir personas con mucho mejores niveles de educación y, sobre todo, con una educación cualitativamente distinta a la del pasado. En tanto la economía industrial basada en la producción masiva exigía personas dispuestas a someterse a la disciplina de una línea de producción y con conocimientos mínimos para entender las instrucciones más elementales, la economía de la información requiere personas capaces de comprender ideas abstractas, de pensar libremente y de ser muy independientes en su creatividad. Los sistemas educativos tradicionales, de los cuales el nuestro es casi prototípico, simplemente no producen personas con esas características más que por excepción. De ahí que, o transformamos nuestro sistema educativo desde su raíz o vamos a perder, una vez más, la oportunidad de encontrarnos al frente de las nuevas corrientes del desarrollo mundial.

Finalmente, no hay un sólo observador o analista de las tendencias futuras en el mundo que no afirme que en el curso de los próximos años el número de monedas nacionales va a disminuir drásticamente. Es casi universal la nación de que sólo las monedas fuertes van a sobrevivir, luego de que el resto de las naciones abandone poco a poco sus monedas de uso corriente. La pregunta clave es qué es lo que hace fuerte a una moneda. En términos generales, hay consenso de que la fortaleza de una moneda se deriva de dos factores fuertemente interrelacionados. Uno tiene que ver con la disciplina fiscal que yace detrás de la moneda. No es casualidad que la moneda líder en Europa, ahora que los países miembros del Sistema Monetario Europeo inventaron el llamado Euro, sea el Marco alemán. Detrás de esa moneda hay cincuenta años de experiencia y convencimiento de que la inflación no es un mal menor, sino una de las fuerzas más destructivas de cualquier sociedad. El otro factor de fortaleza de una moneda es el sistema legal. Países con sistemas legales fuertes, en los que el Estado de derecho es reconocido, respetado y apreciado, y con gobiernos capaces y dispuestos a hacerlos cumplir son también, típicamente, países que cuentan con monedas fuertes. Ahí están los ejemplos de Alemania, Suiza, Singapur y Estados Unidos.

Si vemos a México a la luz de estos factores, resulta evidente que nuestras debilidades son enormes. Las instituciones tradicionales -tanto las políticas como las económicas y legales- han venido perdiendo fortaleza y credibilidad, y las que se están creando aún no son suficientes o están plenamente consolidadas, la moneda no goza del respeto de nadie, no existe Estado de derecho y, en este contexto, los derechos de propiedad son sumamente vulnerables. Para colmar el plato, la calidad de la educación es patética así como tambien lo es la de la infraestructura, tanto física como social y de salud. En el pasado estas deficiencias eran serias –sólo así se explica la extraordinaria pobreza y desigualdad que caracterizan al país- pero en el futuro van a ser determinantes. Lo peor que podríamos hacer a la luz del nuevo milenio es continuar dormidos confiando en que las cosas van a salir solas. Indirectamente, y sin mucha convicción, hemos abrazado a la globalización, pero no hemos hecho nada para aprovechar su extraordinario potencial. Es tiempo de ponernos a trabajar.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.