Varias circunstancias diferencian a la Argentina del 2002 del México de 1995. Aunque la situación de ambas naciones era aparentemente semejante al entrar en la crisis, la realidad es que las semejanzas son muy pequeñas. La crisis mexicana de 1995 fue producto de tres factores principales: un sistema bancario descapitalizado y en crisis, un excesivo endeudamiento gubernamental de corto plazo y en dólares y un déficit fiscal oculto. La crisis argentina, por su parte, tiene una característica central: la absoluta rigidez en el manejo de las variables económicas. Rigidez en materia cambiaria; rigidez en su política comercial y rigidez política. Pero el problema no es la rigidez en sí misma, sino las consecuencias acumuladas de diez años de rigidez.
Argentina adoptó la estrategia de convertibilidad no porque hubiera resuelto todos sus problemas económicos, sino como instrumento para resolverlos. La política de convertibilidad permitía que tanto el peso como el dólar fueran monedas de curso legal y que el gobierno emitiera pesos sólo en la medida en que tuviera reservas en dólares por exactamente el mismo monto. Esta mecánica tenía por objetivo convencer a los argentinos y a los inversionistas del exterior que el gobierno nunca más recurriría a políticas estatistas o populistas y, por lo tanto, que no se retornaría a la hiperinflación. En otras palabras, se trataba de la adopción deliberada de una gran rigidez.
El gobierno que adoptó el plan de convertibilidad estaba perfectamente consciente de la gran debilidad de su estrategia. Sabía bien que el plan sólo podía ser exitoso en el largo plazo, en la medida en que déficit fiscal disminuyera hasta llegar a ser idéntico al del país emisor de la moneda alternativa que estaba adoptando como suya, es decir el dólar norteamericano. Se trataba de una medida casi desesperada para vencer la inflación, crear una base sostenible de estabilidad y generar tasas elevadas de crecimiento económico. Detrás de todo el esquema se encontraba una apuesta: que las tasas de crecimiento serían suficientemente altas como para generar los recursos fiscales necesarios para reducir el déficit fiscal y crear un círculo virtuoso.
Efectivamente, la economía argentina salió del letargo en que había caído por décadas y comenzó a crecer de manera inusitada. Sin embargo, el déficit fiscal continuó acumulándose, creando una bomba de tiempo. Además, todo esto ocurría en el contexto de la creación del Mercosur (el mercado común formado por Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay) que, a diferencia del TLC norteamericano, entraña un arancel externo común para los cuatro países miembros. Aunque el comercio entre los países de Mercosur creció, Argentina sufrió, desde el principio, las características estructurales de la economía brasileña que hicieron muy costosas las importaciones de bienes intermedios, lo que acabó destruyendo la competitividad de la economía argentina. No es casualidad que uno de los primeros anuncios del nuevo gobierno argentino, la apertura de la economía, entrañe el fin del corazón del Mercosur, el arancel común.
A lo largo de estos diez años, los argentinos se endeudaron en dólares, cuya convertibilidad estaba garantizada. Los bancos podían prestar en cualquiera de las monedas. Con la reciente devaluación, los bancos enfrentan un súbito desequilibrio en sus balances. Ahora, las deudas en dólares son 40% más costosas, lo que amenaza con quebrar tanto a los bancos como a los deudores. Habiendo aprendido de la experiencia mexicana, el gobierno argentino optó por convertir algunos créditos a pesos (sobre todo las hipotecas), dejando la deuda corporativa abierta a la negociación entre las partes. De una o de otra manera, los bancos enfrentan una situación de extrema vulnerabilidad y, de hecho, la mayoría tiene enormes probabilidades de acabar en la quiebra. Ciertamente es deseable que los argentinos aprendan de la lección mexicana en esta materia: lo imperativo es que el sistema de pagos siga funcionando (es decir, que los deudores puedan seguir pagando, aunque sea en forma parcial) y que se eviten los incentivos que, en el caso mexicano, llevaron a que el gobierno se responsabilizara de las deudas y no tuviera beneficio alguno de la recuperación de la cartera bancaria.
Lo más visible de la crisis mexicana fuera de México fue sin duda el crédito extendido por el gobierno norteamericano, aunque ese crédito fue en realidad una substitución de deuda. Con ese crédito, el gobierno mexicano pudo hacer frente a sus obligaciones de corto plazo (los llamados Tesobonos) y con ello evitar su quiebra. Pero la clave de la salida de la crisis no residió en ese crédito, por importante que haya sido, sino en la manera en que el gobierno respondió en materia fiscal y comercial. Desde luego, sin el crédito norteamericano, el ajuste habría sido infinitamente más doloroso.
La situación argentina es verdaderamente pavorosa y no tiene solución fácil, sobre todo porque no hay maneras obvias de recuperar la confianza que es, a final de cuentas, el corazón de toda solución. Comparada con esto, la situación mexicana de 1995 se ve como un mero juego de niños. Pero la gran lección de ambas crisis es que la estabilidad fiscal es una condición indispensable para la viabilidad económica. México salió relativamente fácil de la crisis porque el gobierno de entonces controlaba al poder legislativo y pudo garantizar la estabilidad fiscal, algo con lo que el gobierno del presidente Duhalde no cuenta en la actualidad. Capaz que nuestros legisladores aprenden del caso argentino los riesgos que entraña rebasar los límites de lo razonable.
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