Hay tres preceptos que ningún gobierno puede ignorar: primero, no hay alternativa más que lidiar con quien es presidente de Estados Unidos. Nos puede gustar o disgustar, pero la superpotencia tiene un impacto desmedido sobre el mundo y más sobre México: es una realidad que no podemos cambiar. La geografía -y las circunstancias políticas, sociales, económicas y geopolíticas- son inexorables. En segundo lugar, la función de gobernar depende enteramente de la confianza que el gobierno logra obtener de parte de la ciudadanía, fenómeno que se magnifica dramáticamente en la era de las redes sociales. Cuando la Unión Europea negociaba con Grecia hace un par de años, la cabeza del euro grupo lo dijo de manera lapidaria: “la confianza llega a pie, pero se va a caballo.” Finalmente, el tercer precepto es que es mejor mantener las expectativas de la población bajas porque si todo sale bien el éxito es enorme, pero si sale mal nadie queda decepcionado. Alexander Pope, el gran poeta inglés del siglo XVIII lo dijo de manera elocuente: “Bendito es quien no espera nada, pues nunca acabará decepcionado.”
En los pasados meses, y en crescendo desde que Trump fue ungido como candidato a la presidencia, el gobierno mexicano ha ido violando uno a uno los tres preceptos. Independientemente de las preferencias de la población o de los integrantes del gobierno actual, nunca supo cómo lidiar con el hoy presidente Trump. Las quejas y críticas en los periódicos y redes sociales son una cosa, pero otra es el gobierno mismo, cuya responsabilidad no es delegable. En las gráficas de las encuestas de aquella temporada electoral se puede apreciar que cada vez que el expresidente Fox lanzaba uno de sus petardos, las preferencias por Trump ascendían. Lo mismo, pero en mayor grado, ocurrió cuando el presidente le dio trato de jefe de Estado al entonces candidato. Hoy es claro que el presidente Trump no va a cambiar o “moderar” su discurso: la interrogante clave es en qué medida los límites reales al poder (geopolíticos, de la estructura política-electoral estadounidense y de su sistema de pesos y contrapesos) contendrán sus peores excesos. Cuando Nixon inició su mandato, uno de los funcionarios de la Casa Blanca le dijo a los periodistas del momento “observa lo que hacemos, no lo que decimos.” Lo dicho es inmenso y muchas veces intolerable; ahora falta ver qué sigue en la realidad.
Lo que simplemente no es parte del repertorio del presidente Enrique Peña Nieto y su equipo es comunicarse con la población. Al gobierno no le interesa informar, explicar o convencer. Su concepción del gobierno es la del PRI de antes: mandar. El problema es que eso es imposible -como la evolución de esta administración ha demostrado- en la era de las redes sociales, la comentocracia y la ubicuidad de la información. Los gobiernos exitosos son los que informan y tratan de conducir la discusión para que la población entienda su racionalidad y, con suerte, la haga suya. Hace décadas, el gobierno podía controlar los flujos de información, pero hoy eso es imposible: ésta no sólo surge de una infinidad de fuentes -igual serias que no- sino que la propia ciudadanía puede inventar, adicionar o modificar la información y diseminarla con la misma rapidez e impacto que cualquier gobierno. La confianza es clave para el funcionamiento de un gobierno, y más cuando se trata de un gobierno anclado en instituciones sin mayor fortaleza o credibilidad. A pesar de esto, la administración del presidente Peña está convencida que sabe más y mejor que toda la población. En este sentido, es patética su respuesta reciente a un fracaso más en la relación con el gobierno de Trump, la de recurrir a un nacionalismo ramplón: lo fácil es iniciar una escalada nacionalista; luego nadie sabe cómo pararla o quién la va a aprovechar.
Si bien es difícil gobernar en esta era, lo que es inexplicable es que el gobierno atice el fuego sin mayor reparo o, peor, sin sustento. La invitación al entonces candidato Trump fue ya de por sí temeraria, mostrando una profunda ignorancia de la manera de funcionar de la política estadounidense o de los riesgos de tal acción para México. Pero nada explica el acto público del día 23 de enero en que el presidente y su secretario prácticamente ofrecieron que ya tenían resuelto “el problema.” Los días siguientes mostraron que la temeridad seguía ahí, con enorme disposición a incurrir en ingentes riesgos. Todos los gobiernos cometen errores: esa es parte inevitable de la función; lo que resulta inexplicable es la necedad de atizar expectativas y, peor, cuando los riesgos que la sociedad en su conjunto percibe son extremos.
“El horno no está para bollos,” dice la conseja popular. El desafío que entraña la nueva administración estadounidense es poderoso en sí mismo y a éste se adiciona el proceso de sucesión presidencial que está en pleno apogeo: todo mundo trata de hacer leña del árbol que percibe muerto. El gobierno tiene que seguir hablando con sus contrapartes en EUA, pero no hay porqué precipitarse, dado que no hay condiciones para negociar. Mejor preparar el terreno para poder ser exitosos cuando la agenda de EUA lo permita. La prisa no es buena consejera.
@lrubiof
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