Alguna vez le preguntaron a Tolstoy cómo había sido posible que treinta mil ingleses sometieran a 200 millones de hindúes. Su respuesta fue lógica pura: “Las cifras hacen evidente que no fueron los ingleses quienes esclavizaron a los hindúes, sino los hindúes quienes se esclavizaron a sí mismos”. Algo similar parece ocurrir con el crecimiento económico en nuestro país.
Uno de los pocos asuntos en los que hay casi unanimidad en el país es respecto al crecimiento económico. Todos vemos al crecimiento de la actividad productiva como un medio crucial para crear riqueza, generar empleo, reducir la pobreza y la desigualdad, así como elevar el nivel de vida de la población. El consenso en ese ámbito es prácticamente universal. Sin embargo, las diferencias sobre cómo lograrlo son tan vastas como siempre.
En la discusión sobre el desarrollo económico hay dos grandes vertientes: las prácticas o técnicas y las ideológicas o políticas. Por el lado técnico hay un amplio consenso sobre el tipo de factores o reformas que podrían contribuir al crecimiento de la economía y el debate es sobre el contenido específico de las iniciativas de ley que eso requeriría: la estrategia fiscal, el régimen de inversión, la ley laboral, etc. Algunos estudiosos dentro de este campo, como Gordon Hanson, afirman que México ha llevado a cabo muchas reformas pero que no ha logrado elevar la tasa de crecimiento y que probablemente lo que falte sean pequeños ajustes en varios ámbitos más que grandes reformas. Si algo es claro después de más de treinta años de reformas es que el problema no reside en las reformas mismas.
La discusión ideológica y política es muy distinta. Por un lado se encuentran los que protegen y defienden intereses específicos y, por otro, los que quieren construir o reconstruir un determinado modelo de desarrollo ya sea del pasado o de otras latitudes. Ambos contingentes han desarrollado una narrativa muy amplia y ambiciosa que busca justificar y legitimar a los intereses o valores que yacen detrás. Otra cosa que es evidente luego de casi cincuenta años de crisis y pobre desempeño económico es que el problema no es de nacionalismo ni de ideología.
De vez en cuando, una buena lectura altera la forma en que uno ha venido pensando sobre un determinado tema. Eso me pasó con el libro intitulado “La Dignidad Burguesa”*. El argumento de Deirdre Mccloskey es que el crecimiento es posible no cuando se dan ciertas condiciones económicas y estructurales, sino cuando la creación de riqueza adquiere legitimidad.
La autora revisa la historia de numerosos países -como China, India, Irán y las naciones árabes- que, desde el siglo XVIII, mostraban condiciones no muy distintas a las de Inglaterra y Holanda pero que, sin embargo, fue en estas últimas donde comenzó la innovación que llevó al desarrollo capitalista. El libro se aboca a preguntarse por qué la diferencia y qué es lo que la hizo posible. La conclusión a la que llega es que las condiciones estructurales son necesarias pero que lo que hace la diferencia es la legitimidad. No por casualidad, el subtítulo del libro es “por qué la economía no puede explicar al mundo moderno”. El gran cambio de las últimas décadas, dice Mccloskey, es que la creación de riqueza adquirió legitimidad en lugares como China e India y eso destrabó fuerzas y recursos inconmensurables que han transformado no sólo a sus propias naciones sino al mundo en general. En ese sentido es que la autora afirma que la verdadera revolución ha sido en el mundo de las ideas y no en el de las reformas económicas específicas. Lo segundo es útil cuando lo primero está resuelto.
Si aplicáramos el argumento a México parecería evidente que aunque las reformas de las últimas décadas, buenas o malas, eran necesarias, el factor crucial nunca se atendió. En México el concepto de riqueza no goza de legitimidad y quienes son responsables de generarla -los empresarios- son vistos más como una lacra o una fuente de abuso que como la raíz de la que depende la innovación y el desarrollo del país. La ausencia de legitimidad para la función empresarial tiene muchos orígenes pero quizá lo más significativo sea que ni los “técnicos” ni los “ideólogos” han procurado revertir ese orden de cosas. De hecho, la narrativa tanto de quienes abogan por más reformas como de quienes adoptan una visión ideológica tiende a excluir al empresariado de la película. Esto último es lo que permite y conlleva que se proteja al empresario existente en lugar de crear un entorno de competitividad que permita florecer a millones de empresarios en potencia, incluyendo a muchos de los informales y “mil usos” que tendrían todo para transformar al país.
Para Mccloskey la idea de una burguesía libre y digna (además de dignificada) está directamente correlacionada con la máquina de vapor, la mercadotecnia masiva y la democracia. Fueron las ideas liberales las que crearon las transformaciones en el mundo real porque hicieron posible la existencia de un entorno de innovación que hizo florecer a la burguesía europea, lo que hoy llamaríamos el empresariado. Las dos ideas centrales que hicieron la diferencia de acuerdo a la autora fueron: que la libertad de tener esperanza es una buena idea en sí misma; y que una vida íntegra en materia económica debe conferirle dignidad y honor a la gente común y corriente.
Los mercados y la innovación vienen desde antaño, no son algo nuevo o novedoso. Lo que es nuevo en muchos lugares es el hecho de que quienes operan en esos mundos han adquirido legitimidad y la libertad de actuar. En este sentido, la gran aportación de este libro es que explica con nitidez cómo la legitimidad de una función social tiene la capacidad de transformar a una nación, así como que el dogmatismo y la rigidez (social o política) la inhiben. Una de las observaciones más interesantes e implacables de la autora es que la liberación que entraña la legitimidad permite romper con las estructuras sociales, regulatorias y raciales que mantienen permanentemente pobres a muchas naciones y a sectores dentro de sus sociedades. Una vez que la creatividad empresarial adquiere legitimidad, todos pueden ser empresarios y quienes asumen el reto acaban transformando sus vidas y sus países.
China comenzó a transformarse cuando legitimizó al capitalismo y a la función empresarial, aunque lo haya hecho de una manera oblicua. Esa es la trascendencia del famoso dicho de Deng Xiaoping en el sentido de que lo importante no es si el gato es blanco o negro sino que cace ratones o, en este caso, que produzca riqueza. Los chinos rompieron con su esclavitud auto impuesta. ¿Cuándo lo haremos nosotros?
*Bourgeois Dignity: why economics can’t explain the modern world, Chicago University Press, 2010
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