Lo conveniente y, según parece, políticamente correcto, es no querer ver la realidad. Esto que es cierto en innumerables facetas de la vida nacional, lo es también en el terreno demográfico. Desde hace años, las autoridades se han dedicado, con toda conciencia y alevosía, a ignorar la realidad más elemental: que las tasas de crecimiento poblacional son mucho más elevadas de las reconocidas y festejadas. El hecho de que innumerables mexicanos pasen inadvertidos en el censo, hace que las tasas de crecimiento poblacional disminuyan drásticamente. Las consecuencias de esta mentira sistemática son enormes, pues vician cualquier discusión sobre temas como el educativo, el de la pobreza y el empleo, el de la relación con Estados Unidos y del voto de los mexicanos en el extranjero. Lo peor de todo es que permite que nos sigamos haciendo tontos sobre nuestros problemas más fundamentales.
El número de mexicanos residentes en EUA crece como la espuma. Virtualmente no hay recoveco alguno de aquella nación en que no se encuentren comunidades de mexicanos, la abrumadora mayoría de ellos residentes ilegales, al menos de origen. Todos ellos emprendieron un verdadero vía crucis para llegar allá, arriesgaron su vida en el cruce y, finalmente, lograron iniciar una nueva etapa de trabajo productivo. El tránsito del terruño a su nuevo lugar de residencia y empleo, demuestra que innumerables mexicanos son por demás capaces y dispuestos a desarrollarse, pero en México acaban siendo presos de todas las limitaciones políticas y burocráticas que nuestro sistema les impone.
El gobierno mexicano no sólo ignora el problema, sobre todo aquello que obliga a la emigración de nuestros connacionales, sino que los excluye hasta de las estadísticas demográficas. Gracias a los 3, 6, 10 o 15 millones de mexicanos que hoy residen en EUA (escoja el número de su preferencia), la población total en el país, de acuerdo al censo, se ha mantenido más o menos constante a lo largo de la última década. El mínimo crecimiento que según las estadísticas oficiales experimentamos nos hace parecer como una sociedad desarrollada, como algunas de las europeas, donde los nacimientos apenas reponen los decesos. De esta manera desaparece la pobreza y las circunstancias que conducen a la expulsión de cientos de miles de mexicanos; todo se reduce a un ingreso, enorme y creciente, de divisas. Se trata, todos lo sabemos, de una mera quimera, de un vil autoengaño.
Al ignorar que los mexicanos residentes en el exterior nacieron en el país, la tasa de crecimiento resulta ser mínima, lo que obstruye el diseño de políticas públicas adecuadas para atender a un número de habitantes mayor, disminuye la presión sobre la ingente necesidad de reformar la educación pública y permite creer a nuestros gobernantes y legisladores que los problemas nacionales son resolubles sin sacrificio alguno. Como la presión demográfica parece ser menor, no urgen las reformas en materia fiscal o eléctrica, de salud o educación. Los problemas se resuelven solos.
Los mexicanos que emigran son ignorados por el aparato político burocrático nacional, que se acuerda de ellos sólo cuando las divisas que envían súbitamente alteran algunas estadísticas clave, cuando ocurre una muerte en un cruce fronterizo o cuando se aprecia que un porcentaje nada despreciable de ellos engruesa los contingentes militares norteamericanos en Irak. La visión y el cálculo de esos mexicanos generalmente es desdeñada. Para un inmigrante mexicano, el ejército estadounidense es uno de los medios de movilidad social más efectivos que existen: no sólo aprenden oficios y desarrollan habilidades en el curso de su estancia en los servicios militares, sino que una vez liberados adquieren beneficios múltiples como créditos para instalar negocios, becas para ir a la universidad y servicios médicos de por vida. En cierta forma, luego de haber corrido riesgos enormes para cruzar de México a EUA, donde cerca de un millar muere al año, el riesgo de perecer en combate acaba siendo infinitamente menor. Desde su perspectiva, el ejército norteamericano acaba siendo un vehículo que les permite adquirir todo el capital educativo, de salud y de habilidades múltiples que nuestros servicios educativos y de salud siempre les negaron.
Las comunidades mexicanas en EUA crecen de manera constante y sistemática. Nuestros políticos han ignorado esa realidad o, en el mejor de los casos, la han intentado utilizar para sus propios fines, como ilustran las campañas que realizan candidatos mexicanos en ese país. Al comenzar de este sexenio hubo un esfuerzo, cabe añadir que efímero, por ayudarles a organizarse sin pretender con ello beneficiar a algún partido o político en lo particular, sino avanzar sus intereses en sus lugares de residencia. Fuera de eso, los mexicanos en el extranjero son percibidos como una bendición oculta, pues hacen posible que los políticos mantengan el statu quo.
La realidad es que los mexicanos tenemos que decidir qué vamos a hacer al respecto. Los temas en la mesa son muy claros y muy específicos: los derechos de los migrantes y mexicanos residentes en el extranjero, la relación entre México (y el gobierno) con esos mexicanos y las implicaciones de estos dos temas para la relación bilateral. Asuntos espinosos, sin duda, que por sus dimensiones y números involucrados, acabarán siendo un tema de disputa en la política nacional.
Existen presiones tanto internas como externas alrededor del voto de esos mexicanos en elecciones nacionales; al mismo tiempo, es recurrente el tema sobre la presión que los mexicanos inmigrantes pueden ejercer al interior del sistema político norteamericano en favor del gobierno mexicano. Se trata de asuntos delicados que crecen día a día y que no desaparecerán por el mero hecho de que aquí no nos pongamos de acuerdo al respecto. Lo que es seguro es que, como en tantos otros temas, el asunto no tardará en ganar preeminencia.
Uno de los temas sobre el que hay acuerdo casi consensual dentro de México es el de los derechos elementales de los migrantes y residentes mexicanos en EUA. Existe casi unanimidad sobre la necesidad de garantizar a los inmigrantes condiciones básicas seguridad y protección contra la violencia (aunque no deja de ser peculiar que ese consenso no se extienda a la ausencia de esos derechos dentro del país y que hacen inevitable la migración, pero ese es otro asunto). A pesar de múltiples avances en el terreno de los derechos de los emigrantes, incluso en materia de negociaciones bilaterales, es evidente que hay un gran trecho que recorrer. Por ejemplo, en la primera reunión entre los presidentes Fox y Bush se acordó emplear el término indocumentados, en lugar de ilegales, para referirse a esos mexicanos, algo sin precedente en la cultura legal y legalista norteamericana. El siguiente paso sería avanzar en materia migratoria de una manera más amplia, algo para lo cual las circunstancias internas de EUA no son propicias y las veleidades de nuestra política exterior hacen imposible.
Pero la realidad avanza más que mil negociaciones y discursos de políticos. Por más que se critique a las autoridades policiacas norteamericanas, millones de mexicanos han cruzado la línea fronteriza sin documentos y se han establecido en ese país, donde residen y trabajan de manera normal, así sea con las incertidumbres propias de su situación migratoria irregular. Todos los que han podido, obtienen permisos de trabajo y residencia legal, mientras que un número cada vez mayor se ha naturalizado ciudadano de aquel país. Otros, una cantidad que crece a la velocidad del sonido, reclaman sus derechos políticos en México (el voto en primerísimo lugar).
El tema del voto es por demás complejo. Concederle este derecho político a quien salió por la incompetencia de nuestros gobiernos parecería ser de elemental justicia; sin embargo, un votante que no reside en México (ni paga impuestos en el país) podría afectar el resultado de una elección cerrada, sin que ello tuviera consecuencias, buenas o malas, para él mismo. El tema es igualmente delicado desde la perspectiva norteamericana: lo último que quiere el gobierno estadounidense es que su territorio se convierta en una zona de disputas político electorales de otro país. El tema es candente y nada fácil. De votar en elecciones nacionales, los mexicanos en EUA se convertirían en una fuerza política enorme, que exigiría atención a sus reclamos y necesidades, lo mismo que a los de sus familiares todavía residentes en el país. La presión para llevar a cabo reformas internas sería enorme. Tal vez ése es el incentivo que nos hace falta.
Más allá del voto se encuentra la relación bilateral. Si México no tuviera una frontera geográfica con la economía más grande del mundo, las presiones demográficas nos hubieran obligado a actuar desde hace mucho. Si estas presiones se han disipado no es porque hayan desaparecido (o porque el gobierno haya decidido, en toda su sapiencia, ignorarlas), sino porque se optó por desconocerlas. Pero los mexicanos ignorados por las estadísticas existen y se han convertido en un contingente tan enorme que comenzará a presionar sobre la vida política nacional, con voto o sin él. Esto entraña consecuencias brutales para las políticas públicas al interior del país, pero también para la relación bilateral. Sólo para ilustrar, las pretensiones de independencia en materia de política exterior, que se acusaron con el tema del voto en el Consejo de Seguridad de la ONU, se tornan un tanto pírricas cuando se considera que quizá hasta una sexta parte de la población se encuentra en territorio norteamericano, una cifra que crece todos los días, y de cuyo ingreso depende una porción enorme y creciente de la población residente en el país. Quizá sea tiempo de buscar el acomodo que esta realidad exige en el terreno de la política exterior.
Además de dejar de ignorar obviedades como la demográfica, es imperativo dejar de engañarnos. La población mexicana que reside en EUA crece y comienza a demandar que se hagan efectivos sus derechos; seguramente no tardará mucho tiempo en imponerse. Lo menos que podemos hacer es dejar de ignorar lo elemental y comenzar a debatir las consecuencias de esta realidad.
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