Los abogados suelen decir que “más vale un mal arreglo que un buen pleito.” Me imagino que eso es lo que estaban pensando los negociadores del TLC para obtener un acuerdo que no satisface ninguna de las necesidades, ni las razones por las cuales el TLC se negoció desde un principio. Lo mejor que se puede esperar es que el Congreso estadounidense rechace el acuerdo y, con ello, prevalezca lo que existe. Tal vez, en una pirotecnia maquiavélica, eso es lo que estaban intentando. No muy realista.
De lo que se sabe del acuerdo alcanzado, hay dos elementos que son indicativos de las concesiones otorgadas. Por un lado, se estableció un tope a la exportación de vehículos, la industria más dinámica del país, limitando su potencial de crecimiento. Se puede argumentar que muchos más vehículos se podrían exportar fuera del marco del nuevo TLC, pagando los aranceles correspondientes, pero es imposible ignorar el riesgo que, cuando venga la “revisión” del acuerdo en seis años, la interpretación norteamericana sea que se trataba de un límite absoluto, no acotado por el acuerdo mismo. O sea, se aceptó poner en riesgo al pilar de la industria mexicana.
Por otro lado, se debilitó, al grado de prácticamente cancelar, el corazón del TLC, el capítulo 11. Ese capítulo se refiere a la resolución de controversias y constituye la esencia del éxito del tratado por una razón muy sencilla: porque le confiere certeza a los inversionistas de que no habrá acciones caprichudas ni expropiaciones sin justificación. El mecanismo crea procedimientos que permiten resolver disputas en un entorno libre de influencia política. Ese capítulo fue la razón por la cual México le propuso a Estados Unidos la negociación del tratado al inicio de los noventa.
En su origen y en su esencia, el TLC fue concebido con objetivos políticos más que estrictamente económicos. Se requería un instrumento confiable, no sujeto a presiones políticas y a prueba de cambios constantes, que equiparara las condiciones de inversión con el resto del mundo. Sólo con un marco de certidumbre, tanto legal como regulatoria, se logró atraer la inversión que llevó a la modernización del país en las últimas décadas. El TLC, a través del capítulo 11, permite obviar toda consideración política en las decisiones de inversión, razón por la cual éste es tan importante y tan popular. Es, en realidad, el único espacio en que reina el Estado de derecho en el país.
Lo que se negoció en materia de resolución de disputas protege a los servicios y deja a la industria colgada de la brocha. Esto sugiere que, aunque los negociadores del equipo de Economía entienden perfectamente el corazón del TLC, la decisión de aceptar el resultado no fue suya. Más bien, que ésta fue producto de cálculos políticos que trascienden al de preservar la estabilidad y viabilidad económica del país.
En adición a lo anterior, algo que no necesariamente refleja las preferencias del gobierno mexicano, la forma en que concluyó esta etapa deja a Canadá en el aire, enfrentando un ultimátum: se suma como están las cosas o se queda afuera. Así como para México el capítulo 11 es crucial, el equivalente para Canadá es el capítulo 19, sobre anti-dumping, y México aceptó eliminar ese capítulo, amenazando los intereses de Canadá y con ello, la relación trilateral. Canadá ahora enfrenta una difícil disyuntiva, toda vez que incluso su coalición gobernante podría colapsarse de aceptar los términos impuestos por la negociación mexicana.
Todos sabemos que la negociación fue forzada por las circunstancias y que el mecanismo que se había identificado para actualizar el TLC sin desatar las pasiones negativas asociadas a la palabra NAFTA –el TPP- se colapsó el día en que entró Trump a la Casa Blanca. Sin embargo, la promesa era un TLC 2.0. El resultado acaba siendo un TLC 0.5.
Lo acordado arroja varias dudas en el camino: primero, qué hará Canadá; segundo, si sería posible enviar al Congreso estadounidense un acuerdo bilateral, dado que la autorización es para uno trilateral; tercero, si habría los votos suficientes para uno (o dos) bilaterales, dados los intereses contrastantes de los estados americanos en ambas fronteras; cuarto, qué tan dañada quedará la relación con Canadá; y, quinto, quizá lo más importante, qué tantos cambios buscará insertar el Congreso en el acuerdo al que, tentativamente, se llegó esta semana. Parece evidente que las empresas con mayores intereses en México, comenzando por las automotrices, no se quedarán cruzadas de brazos: más bien, estarán trabajando con sus representantes para asegurar que sus intereses queden tan protegidos como los de las empresas en el sector servicios.
El panorama permite pensar que sólo hay dos posibilidades: una, que los negociadores mexicanos confían en que nuestros intereses serán defendidos por terceros a través del Congreso estadounidense (un salto maquiavélico al vacío), lo que podría implicar que quede al menos lo que ya está (el TLC 1.0) o que se corrijan estos errores. La alternativa sería que el verdadero objetivo fue intentar librar al gobierno saliente de otro fracaso.
La gran virtud del TLC era su carácter casi apolítico; lo aquí logrado es su absoluta politización.
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