Hoy es el día de la verdad. Al menos de una primera verdad. Para mucha gente el día es trascendental porque está convencida de que el PRI ha monopolizado la política mexicana por décadas valiéndose del fraude electoral. Según este razonamiento, ahora que se han eliminado los sesgos que favorecían al PRI en la legislación y práctica electorales, muchos mexicanos esperan que el PRI pierda y que con ello la democracia comience a funcionar. En realidad, la democracia mexicana apenas está en pañales y esta realidad poco se va a afectar por el resultado de la contienda que hoy tiene lugar. Lo que las elecciones de hoy van a determinar es la urgencia con que nuestra democracia tendrá que madurar.
Sin afán de menospreciar la importancia y trascendencia local de las contiendas electorales a nivel estatal y municipal a lo largo y ancho del país, no es exagerado afirmar que las dos disputas cruciales del día de hoy son la del Distrito Federal y la de la Cámara de Diputados. En ambas instancias, el país enfrenta tanto la mayor oportunidad de avanzar en su proceso de desarrollo político, como el enorme riesgo de iniciar un período de confrontaciones, recriminaciones y disrupción en todos los órdenes.
Si por algo se ha distinguido el período de campañas, con la notable excepción del mini debate entre los candidatos al senado, esto ha sido por la ausencia de debate sobre los problemas nacionales o locales. Los partidos y candidatos se dedicaron casi exclusivamente a descalificarse mutuamente o a desacreditar a los otros en las formas más primitivas posibles. Mostrando un absoluto desprecio por los electores, los partidos y candidatos se dedicaron a ignorar los temas que a éstos les importan, a ser con frecuencia irresponsables y, sobre todo, a jugar con el desarrollo nacional. La guerra de imágenes, insultos, abusos y críticas no tuvo más impacto que el de profundizar el desprecio que los mexicanos de por sí ya teníamos por la política, los políticos y el gobierno.
Las encuestas han sido consistentes en señalar que Cuauhtémoc Cárdenas ganará la primera gubernatura del Distrito Federal y que la mayoría histórica del PRI en el Congreso se encuentra en entredicho. Hoy es el día en que los electores tendremos la oportunidad de confirmar lo que dicen las encuestas o de cambiar esas tendencias. Pero la pregunta importante tiene menos que ver con las encuestas y con la medida en que éstas reflejan el verdadero sentir de la población, que con las posibles consecuencias de los resultados de la elección en estos dos lugares clave.
Por lo que toca al Congreso, todo parece indicar que el PRI no logrará la mayoría absoluta a través de la cláusula de gobernabilidad implícita que está interconstruida en las fórmulas de asignación de diputados plurinominales. En la práctica esto implica que si el PRI no logra rebasar el umbral del 42.2% del voto efectivo, este partido no alcanzará la mayoría absoluta del 50.1% en la Cámara de Diputados. Para el gobierno federal, en las afirmaciones del presidente, es crucial para la llamada “gobernabilidad” del país el que el PRI logre ese resultado. Con una mayoría absoluta en el congreso, el gobierno tendría mano libre, a la vieja usanza del PRI, para legislar a su gusto y conveniencia, pues presumiblemente los priístas en la Cámara de Diputados seguirían levantando el dedo cada vez que así les fuese requerido. Pero el mundo no va a desaparecer si no logra esa mayoría.
El debate sobre la famosa gobernabilidad es un tanto artificial. Ciertamente para el gobierno sería preferible contar con una mayoría absoluta indisputada. Pero, de acuerdo a las encuestas, el peor escenario para el PRI, el escenario más extremo, llevaría a que este partido acabase con alrededor de 235 a 240 curules. De materializarse este escenario, el PRI no tendría mayoría automática, pero sería el mayor partido de la Cámara con mucho y tendría frente a sí a tres partidos virtualmente incapaces de entenderse entre sí en todo lo que no sea su relación con el PRI y el gobierno. Es decir, el peor escenario para el PRI no sería catastrófico para el país y, en cambio, obligaría a los partidos a comenzar a entenderse entre sí, todavía bajo un amplio dominio del PRI. Este escenario ciertamente no sería ideal para el gobierno, pero estaría lejos de ser algo necesariamente disruptivo.
No se puede decir lo mismo del Distrito Federal. Cuauhtémoc Cárdenas comenzó a descollar en las encuestas desde el mes de abril y su ascenso fue casi ininterrumpido. Mientras mantuvo un discurso lleno de generalidades y lugares comunes, nada ni nadie logró que su ascenso se viera en entredicho. El candidato del PAN intentó desacreditarlo con evidencia de corrupción durante su pasado priísta, pero ni eso logró detener su incontenible avance. Sólo una cosa sumió a Cárdenas en una controversia y fue precisamente cuando abordó, por primera y al parecer última vez, temas de substancia y trascendencia, como fueron las afores. Ahí el candidato del PRD mostró su verdadera cara: su afán por restaurar la vieja coalición priísta y su concepción de la economía. La elección del día de hoy -incluyendo la proporción del voto que logre- va a demostrar si este traspié en la campaña alteró la percepción que la población tiene de Cárdenas y de lo que podría llegar a ser su gestión.
La controversia en que Cárdenas se metió, tuvo el efecto de demostrar que existe un abismo entre la cuidadosa imagen de moderación que su partido y él mismo trataron de construir, y la intolerancia, ignorancia y ausencia de moderación que fue evidenciando a lo largo de la campaña. La exclusión del candidato del PAN del debate demostró su intolerancia; sus opiniones sobre las afores demostraron, al menos, ignorancia; y su actuación, cada vez que se salió del script que le habían construido sus asesores de imagen, demostró un radicalismo trasnochado. De triunfar, como todo parece indicar que será el caso, los defeños muy pronto sabremos cuál es el verdadero Cárdenas.
El triunfo de un partido distinto al PRI en el D.F. va a llevar a complejos acomodos entre el gobierno federal y el de la ciudad, entre los partidos políticos y en la política mexicana en general. Esos acomodos, aunque en ocasiones llegaran a cobrar la forma de conflicto y parálisis, deben ser bienvenidos y vistos como algo necesario e inevitable si el país ha de progresar. Con una buena conducción política, esos conflictos y acomodos se podrían convertir en la base de la edificación de un sistema de pesos y contrapesos que el país tanto requiere.
A final de cuentas, el problema que hoy confrontamos los mexicanos es que el voto que hoy emitamos puede llevar a una catástrofe en el gobierno del país. Este riesgo es excesivo e inaceptable, y no debería existir. Es un riesgo originado en la inexistencia de un estado de derecho, en la falta de un poder judicial independiente y en la ausencia de pesos y contrapesos. El monopolio priísta de décadas impidió que se forjaran este tipo de instituciones, cuya existencia y operación es lo que distingue a los países desarrollados de los tercermundistas como el nuestro. Los riesgos son muy elevados en ambas direcciones: tanto si se fuerza un cambio de golpe como si éste se pospone. Hoy los mexicanos tendremos la oportunidad de decidir, con nuestro voto, qué riesgos estamos dispuestos a correr en este proceso de cambio de un sistema monopólico, que ya no funciona, a uno cuyas incertidumbres pueden ser elevadas en el corto plazo, pero sin las cuales jamás llegaremos a la posibilidad del imperio de la ley. Cuando lo alcancemos, el desarrollo estará a tiro de piedra.
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