Hay dos maneras de entender y evaluar el crecimiento de las economías exitosas. La primera es analizando los elementos técnicos que las caracterizan, lo que en el ámbito de los mercados financieros se conoce como los “fundamentales” aunque eso no tenga mucho sentido lingüístico, es decir, los índices de desempeño en términos de inflación, déficit fiscal, balanza de pagos, etcétera. La segunda requeriría dilucidar los factores que efectivamente lograron enfocar a una economía hacia el crecimiento. En México tenemos perfectamente claro lo primero pero estamos en ascuas respecto a lo segundo.
Los economistas, de México y del resto del mundo, llevan años debatiendo –con frecuencia peleando- sobre cuales son los factores que hacen posible el crecimiento. Algunos, nostálgicos, asocian crecimiento con gasto público deficitario porque supuestamente así funcionó hace varias décadas; otros, optimistas, suponen que unos cuantos cambios legales y regulatorios eliminarían los obstáculos e impedimentos que hoy mantienen aplacado el potencial de desarrollo de nuestra economía.
El grupo llamado Huatusco ha estado discutiendo todos estos elementos en los últimos años; han debatido los temas relativos al gasto público y al comercio exterior, los derechos de propiedad y las reglas del juego. Su gran mérito, que no es pequeño dado nuestro conflictivo entorno político, es el de haber logrado sentar en una misma mesa a economistas de todas corrientes e ideologías y su diálogo ha logrado reducir las brechas conceptuales que habían dominado (y nublado) el panorama político y académico por años.
Lo lamentable es que todos esos diálogos y debates no han tenido impacto alguno en el medio político. La contienda de 2006 mostró que las brechas y los mitos permanecen tan profundos como siempre en estos ámbitos y que nuestros políticos no han tenido la imaginación para remontar esas diferencias. Más bien, al contrario: han convertido esas brechas en obstáculos para una discusión seria de qué es lo que hará posible transformar a la economía mexicana. Como ilustra la recientemente publicada Encuesta Ingreso Gasto de los Hogares, a nuestra economía le ha ido mejor de lo que las cifras oficiales sugieren, pero seguimos teniendo un desempeño por debajo de los deseable y, ciertamente, de lo posible. Más grave, por mucho diálogo, debate o confrontación que exista en materia del desarrollo económico, claramente no estamos cerca de encontrar la piedra filosofal en estos temas.
De hecho, a juzgar por lo que ocurre en otras latitudes, es posible que la forma de comportarse y actuar de nuestros políticos tenga un mayor impacto sobre el crecimiento económico que muchos de los temas más técnicos en que se concentran los debates entre especialistas.
Si uno analiza los indicadores económicos de un gran número de naciones (las estadísticas que semanalmente reporta la revista The Economist es un buen lugar para compararlos), lo primero que resulta evidente es que, en fuerte contraste con lo que ocurría hace una década o dos, hoy en día hay muchos más países que satisfacen los requisitos técnicos (los llamados “fundamentales”) que países que evidencian economías fuertes y pujantes. Es decir, la solidez de los principales indicadores económicos es una condición necesaria para el crecimiento, pero no suficiente. No hay país en el mundo que haya crecido de manera sistemática por largos periodos de tiempo que no tenga una fuerte solidez en su macroeconomía; al mismo tiempo, no todos los países que tienen solidez macroeconómica crecen de manera elevada y sostenida. En México tenemos que encontrarle la cuadratura a esta paradoja.
Una cosa que resulta clara de observar a las economías del mundo que en las últimas décadas se han distinguido por su capacidad de lograr elevados índices de crecimiento es que no hay un factor único y excepcional que explique su éxito. Pero todas satisfacen dos características que las distinguen de manera dramática respecto al resto del mundo.
Por una parte, todas las naciones que crecen con celeridad –pensemos en India, China, Irlanda, Corea, Inglaterra, Chile y el sudeste asiático- se caracterizan por su fortaleza macroeconómica: algunos tienen inmensos superávit fiscales y sus reservas internacionales se cuentan en los cientos de billones de dólares. Pero, como mencionaba antes, la fortaleza macroeconómica no es el factor explicativo. En México llevamos más de una década en esas condiciones y nuestros indicadores son tan convincentes como los de cualquiera de las naciones citadas.
Además, aunque todos estos países evidencian fortalezas en tal o cual tema o sector, también tienen severas deficiencias en muchos otros. India es un ejemplo perfecto: si bien su economía ha logrado tasas envidiables de crecimiento, el país sigue siendo terriblemente pobre, su infraestructura es patética y sus rezagos son inenarrables. Con todos nuestros males, el producto per cápita del mexicano es diez veces superior al del hindú.
La explicación del éxito económico no se encuentra en la macroeconomía ni en el conjunto de factores que, en ánimo de resumir, categorizaría de “técnicos”, incluyendo lo fiscal, regulatorio, derechos de propiedad y demás. Lo que parece diferenciar a esas naciones es su actitud para enfrentar y resolver sus problemas y limitaciones.
India e Irlanda son dos ejemplos particularmente señeros en esta materia. Sin pretender equipararlos en modo alguno (esto sería absurdo e imposible), lo que los asemeja es su rezago y deterioro ancestral. A lo largo de todo el siglo XX, ambas naciones se rezagaron respecto a sus pares regionales: eran más pobres, peor organizados y ambos expulsaban a su gente más talentosa. Sin embargo, algo les hizo cambiar de manera dramática en las últimas décadas. Aunque ambos llevaron a cabo reformas importantes, lo que de verdad hizo posible su transformación fue un cambio de actitud. Un buen día, se dio un colectivo “basta” y comenzaron a dejar de culpar a los otros de sus males para ponerse a enfrentarlos.
El cambio en India no fue producto de un gobierno visionario que lo transformó todo, sino de muchos miles de acciones individuales que, poco a poco, crearon “clusters” de crecimiento que, agregados, comenzaron una amplia transformación. En México vivimos un cambio de actitud al inicio de los noventa que no se consolidó, pero mostró que es posible cambiar mucho con una actitud proactiva. El problema es que las actitudes las tiene que cambiar cada quien por su propia cuenta. El reto es comenzar.
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