¿Caos postelectoral?

PRI

La extraordinaria competitividad de la contienda presidencial actual contrasta muy favorablemente con las mayorías de tinte soviético que solía presentar el PRI hasta hace no muchos años. Esta es quizá la mejor medida de qué tanto hemos avanzado en materia electoral. Pero estos avances no cancelan la posibilidad de que la próxima elección, que promete ser sumamente cerrada, arroje dificultades de reconocimiento del resultado o de franca ingobernabilidad. Es por esto que hay que discutir los escenarios potenciales y hacer conciencia de ellos.

Ante todo es fundamental apuntar la razón de la extraordinaria competitividad de esta contienda. Varios elementos se han conjugado para arrojar una situación tan inusual en nuestra vida política. Sin el menor afán de exhaustividad, me parece que hay al menos seis factores que vale la pena comentar. Primero, se trata de una competencia equitativa en la que ninguno de los actores disputa las reglas del juego. Segundo, nos encontramos ante una situación económica razonablemente tranquila y estable que hace posible que la ciudadanía imagine escenarios electorales distintos a los del pasado. Esta estabilidad viene asociada a la ausencia de factores políticos preocupantes, como fue el levantamiento de los zapatistas en Chiapas hace seis años o el asesinato del candidato del PRI. En tercer lugar, la economía no se caracteriza por un crecimiento uniforme que haya beneficiado de igual manera a la población en diversas partes del país. De hecho, la mayoría de los mexicanos no ha mejorado en su ingreso disponible (después de inflación) respecto a 1994, lo que también facilita que contemple opciones políticas. En cuarto lugar, el presidente ha estado ausente de la escena política y, en todo caso, no se ha distinguido por ejercer un fuerte liderazgo. Quinto, el candidato del PRI, una persona experimentada y conocedora, tampoco se presenta como un líder carismático ante una población que, según diversas encuestas, añora la figura de un líder fuerte. Finalmente, el sexto elemento se refiere a que, por primera vez en nuestra historia moderna, hay un candidato de la oposición que no sólo tiene carisma, sino que quiere ganar y ha logrado convencer a una amplia porción de la población de que esto sería positivo. Ciertamente, esta es una contienda que no se parece a ninguna otra desde que nació el PRI.

Las encuestas a la fecha muestran una carrera sumamente cerrada que impide pronosticar con algún grado de certidumbre lo que pudiera ocurrir el día dos de julio y después. Todo parece indicar que los candidatos llegarán a ese día sin una marcada diferencia en la preferencia electoral expresada en las encuestas, lo que hará que el resultado quede en buena medida determinado por la afluencia de votantes el día de la jornada electoral.

Siendo así las cosas, hay tres escenarios genéricos que es necesario contemplar: un triunfo de Fox, un triunfo de Labastida y un escenario inconcluso. Comienzo por el escenario de un triunfo del PRI en la persona de Francisco Labastida. De manera arbitraria, defino un 5% de margen de triunfo como el umbral mínimo que resultaría virtualmente indisputable. De lograr ese margen mínimo, Labastida sería el presidente electo sin más. Pero de ubicarse con una ventaja de entre 1% y 5%, no me cabe duda que habría impugnaciones y toda clase de protestas. La viabilidad y fuerza de éstas dependería de tres factores: a) la credibilidad de lo disputado, es decir, la existencia de puntos de referencia, antes y durante el día de la elección, que pudiesen sugerir que existen elementos razonables de duda sobre el resultado. Hasta este momento, sólo Alianza Cívica ha llamado la atención sobre el hecho de que las casillas rurales sin vigilancia de la oposición puedan experimentar acarreo y ser objeto de fraude electoral; b) un segundo factor se refiere a los números en disputa: si esos números pudieran cambiar el resultado final, como ocurrió recientemente en Pachuca, las protestas cobrarían fuerza; y c), el tercer elemento, y crucial desde una perspectiva política, la movilización sólo cobraría dimensiones relevantes en la medida en que las fuerzas políticas y el resto de los candidatos se sumen.

De ganar Fox la presidencia, aun con una ventaja modesta, es altamente probable que Francisco Labastida acepte su derrota, por lo que el resultado formal no estaría en disputa pero, evidentemente, México cambiaría para siempre. No poco importante sería que el PRI tendría la oportunidad de reformarse, transformarse y, en consecuencia, desarrollar un verdadero futuro. En ese escenario, el PRI experimentaría tres tipos de cambios, de manera casi inmediata: primero, el liderazgo del partido sería asumido por diversos gobernadores y, quizá, algunos legisladores, quienes se abocarían a negociar, de manera intensa, nuevas reglas del juego con el nuevo gobierno electo. En segundo lugar, el PRI nacional probablemente se consumiría en un proceso de linchamiento, asignación de culpas y responsabilidades y, con tantita suerte, un intento de reconstrucción y reorganización, como ocurrió exitosamente con el antiguo Partido Comunista de Polonia, que se modernizó para retornar triunfal al gobierno un periodo después. El tercer proceso, y más grave y preocupante, tendría que ver con la respuesta de los llamados duros del PRI, pero sobre todo con los que tuvieran temor de ser perseguidos por la corrupción pasada. Ahí Fox se vería confrontado con la necesidad de definirse por una mecánica de amnistía de algún tipo, en un extremo, o por el acorralamiento, en el otro, a sabiendas de que su respuesta sería definitoria del tipo de régimen que construiría de ahí en adelante. Quizá lo más importante es que Fox tendría que definir si su objetivo último sería el de construir un “buen” gobierno a partir de nuevos criterios y personas, o si en realidad cree en un cambio de paradigma y la reconstrucción institucional del país.

El escenario más preocupante, y el más riesgoso, es sin duda uno inconcluso, definido por una aparente victoria del PRI pero con un margen tan pequeño que hasta la menor impugnación pudiese modificar el resultado. En ese escenario, toda la oposición probablemente se sumaría a la protesta y el resultado final dependería de dos elementos: las decisiones del IFE y del Tribunal electoral, por una parte, y del propio Francisco Labastida, por la otra. Estos actores se verían presionados por toda clase de fuerzas actuando sobre ellos: desde los creyentes en la defensa “patriótica” del voto (de cualquier partido), hasta la gestación de temores –los nuevos y los legendarios- en los mexicanos respecto a la violencia, la viabilidad económica y el tipo de cambio. Las presiones serían inmensas y exigirían el surgimiento de estadistas por todos lados, hasta donde no los hay. Aunque Ernesto Zedillo se ha colocado en una posición muy poco cómoda –los priístas no confían en él, en tanto que la oposición lo ve como un priísta más- un escenario como éste le ofrecería la oportunidad de jugar un papel crucial. Después de todo, pase lo que pase, la responsabilidad sería toda suya. Por todo lo anterior, éste es sin duda el escenario más delicado y el único que podría llevar a la ingobernabilidad en el corto plazo. Aunque hay pocas razones para creer que pudiera materializarse, no es un escenario que se pueda despreciar. Es por ello que sería deseable que la decisión de los mexicanos el próximo dos de julio confluyera de manera decisiva en apoyo de uno de los candidatos. Es el ciudadano el que tiene la última palabra.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.