La industria restaurantera se la debemos a la Revolución Francesa, cuando decenas de chefs de la nobleza se quedaron sin empleo y abrieron comedores para la naciente clase media parisina. De entonces a la fecha han transcurrido muchos cambios, como también ha cambiado, para bien, el rostro del buen comer en México.
La abundancia de restaurantes en la Ciudad de México se ha atribuido a dos factores: el tráfico, que impide que las personas vayan a su casa a comer, y la riqueza gastronómica nacional desde tiempos pre-coloniales.
Sin embargo, en los últimos diez años se ha visto un verdadero boom restaurantero, en cantidad y calidad que ni el tráfico ni el recetario nacional explican. Esta explosión creativa está a la vista en correderos gastronómicos en zonas como Polanco y las colonias Condesa y Roma, y en una avalancha de reseñas, guías y artículos sobre nuestra cocina en The New York Times, Wall Street Journal, Washington Post, así como en innumerables revistas y programas televisivos. En todas partes, al D.F. se le identifica como una nueva capital mundial foodie.
Es un logro sorprendente. Poner cualquier tipo de un negocio en México implica trámites, regulación y lidiar con discrecionalidad y corrupción. Por otro lado, somos un país de ingreso mediano. Se equipara la riqueza en establecimientos culinarios del D.F. con la de otras ciudades como Nueva York, París, Roma, Tokio, Los Ángeles, Madrid. Pero nuestro nivel de ingreso, y educativo, aún no está a ese nivel.
¿Qué está sucediendo entonces?
El auge restaurantero parece ir de la mano con la consolidación de la “clase creativa” en la Ciudad. No sería una coincidencia que nuestros corredores gastronómicos coincidan con los lugares de trabajo y residencia de diseñadores, consultores, programadores, periodistas, empresarios de Internet, académicos, músicos y escritores.
Por otro lado, está la creciente interacción demográfica: se mide ya en miles el número de mexicanos estudiando y trabajando en restaurantes en el extranjero, muchos de los cuales regresan a poner su propia creación, integrando lo mejor de allá y de acá. Esto al tiempo que decenas de miles de extranjeros migran a México –a pesar de la mala prensa– en busca de una calidad de vida inalcanzable en sus propias naciones.
Así como no tenemos en la Ciudad de México el gasto suntuario de otras metrópolis, sí podríamos haber llegado a un punto en el que mucha de la clase media puede ya comer en restaurantes sofisticados varias veces a la semana… sin que nos hayamos vuelto aún tan exigentes como en otras partes. Nuestros nuevos restauranteros se benefician del creciente gasto clasemedierio pero aún gozan de curvas de aprendizaje, o márgenes de error, generosos.
Quienes nos dedicamos al análisis de las políticas que estimulan u obstruyen el florecimiento de las empresas a veces sobreestimamos nuestro poder predictivo. Industrias como la restaurantera están ahí para darnos una lección de asombro, humildad e inspiración y recordarnos que hay industrias que están creciendo a pesar de todos los obstáculos.
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