¿Dónde termina la libertad de expresión? ¿Dónde comienza la censura? Desafortunadamente, esta cuestión se ha vuelto una impostergable interrogante en nuestra realidad política y legal. Hasta hace no muchos meses, la discusión pública enfatizaba el lado de la libertad en este binomio; súbitamente, el eje de la prioridad política cambió y ahora es la censura el factor dominante en el accionar político. Y cuando eso pasa, la libertad comienza a sufrir.
Los hechos no dejan duda: la intención de la ley aprobada el año pasado era la de conferirle a los partidos políticos el monopolio de la propaganda y los mensajes políticos. Es decir, se buscaba acotar a la ciudadanía y limitar su capacidad para expresarse sobre temas políticos en el foro público. Los partidos y sus bancadas en el congreso decidieron otorgarse a sí mismos el monopolio de la política y de la expresión pública.
Supuestamente, ese control se limitaría a los periodos de campaña. Sin embargo, como hemos podido observar en los casos de dos anuncios, uno por parte del FAP y otro de un grupo presuntamente ligado al PAN, la interpretación que ha adoptado el nuevo órgano censor, el otrora Instituto Federal Electoral, es que se trata de violaciones a la ley porque no son partidos quienes patrocinaron esos mensajes. Una interpretación tan vasta y abusiva no hace sino establecer un nuevo patrón para el funcionamiento de las libertades políticas y ciertamente no para bien.
El punto de discusión no tiene que ver con el contenido de los anuncios, mensajes o comerciales. Estos pueden ser de un color o de otro, de buen gusto o de mal gusto. El meollo de la discusión es el de la libertad de los ciudadanos a manifestarse en el ágora pública así sea para decir barbaridades, enviar mensajes odiosos o presentar una visión absolutamente sesgada del mundo. La ciudadanía debe tener el pleno derecho de expresarse por el vehículo que prefiera. Desde luego, si alguien, como resultado de algún mensaje, se siente injuriado u ofendido, tendrá siempre la posibilidad de demandar al agraviante por difamación. Una limitante de esta naturaleza permite compatibilizar dos objetivos indispensables en cualquier sociedad: el de la libertad de expresión y el del derecho a no ser difamado.
Pero esa no es la forma en que están evolucionando las decisiones en esta materia. En lugar de acudir a tribunales, las partes que se consideran agraviadas están recurriendo al IFE, entidad a la que han decidido convertir en censor oficial. Ante una situación como ésta, la pregunta relevante es qué sigue. ¿Qué otras libertades se pretenderán coartar? ¿Qué otros ámbitos de la vida pública comenzarán a ser objeto de censura?
Estas interrogantes no son ociosas. Aunque la ley hace una distinción implícita entre medios electrónicos y medios impresos, en términos conceptuales no existe diferencia alguna entre un mensaje político que aparece en un medio electrónico y un artículo de opinión o un desplegado pagado. Si la entidad censora decide interpretar la ley de manera tan amplia que cualquier comercial político o spot puede ser materia de censura, entonces los mexicanos estamos fritos como dice la expresión popular. Y nadie debería tener tanto poder.
Llevando el argumento al absurdo, un político tiene hoy un incentivo infinito para exacerbar el ánimo popular, movilizar a la población, incitar a la violencia e impedir que funcionen las instituciones, pues sabe, primero, que nadie le va a impedir su derecho a manifestarse públicamente. Pero, segundo y no menos importante, ese político puede actuar con absoluta impunidad a sabiendas de que, en el futuro, sobre todo si decide competir por un puesto de elección popular, nadie podrá emplear esas imágenes, argumentos o ejemplos porque eso constituiría una infracción a la ley. Cualquier semejanza con la realidad cotidiana debe entenderse como casual, pero no deja de ser ilustrativo de la mentalidad que llevó a limitar la libertad de expresión.
Como tantas monstruosidades legales y políticas en la historia del mundo, su origen tiende a ser bien intencionado y hasta comprensible. Se legisla algún proceso o cambio para atemperar los ánimos, disminuir tensiones o favorecer a algún jugador, todo lo cual tiene explicaciones coyunturales que sirven de justificación. Pero las cosas evolucionan de formas extrañas. Una vez que existe una ley, los responsables de interpretarla y hacerla cumplir emplean sus propios prejuicios y sesgos, que en muchas ocasiones no coinciden con el espíritu del legislador. No menos relevante es la interpretación que hacen otros actores políticos y que luego emplean para utilizar la ley para fines distintos a los que se pretendía en el origen.
Desde la perspectiva de los políticos, es lógico querer controlar a los medios de comunicación, pues eso hace más simple su trabajo y facilita su desempeño con impunidad. En ausencia de crítica, opinión o incluso relatoría, el trabajo de los políticos deja de ser tema de discusión pública. Pero hay dos problemas con ese razonamiento: uno es que esos políticos no son ciudadanos como cualquier otro, sino representantes de la ciudadanía de manera directa (si ostentan un cargo de elección) o sus empleados si son sostenidos con los impuestos que paga dicha ciudadanía. El otro problema con ese razonamiento es que ese es el camino más rápido de un país al infierno.
Todas estas falibilidades naturales del ser humano son la razón por la cual una sociedad tras otra ha evitado normar o regular la libertad de expresión. Tarde o temprano aparece algún actor al que le importa un bledo el espíritu supuestamente altruista de una ley y comienza a tergiversar el espíritu que la inspiró para ganar terreno con fines no siempre loables. Y ese es el escenario en que se encuentra la sociedad mexicana en la actualidad.
La libertad de expresión no es un valor absoluto pues, en el ejemplo proverbial, uno no puede gritar “fuego” en un cine lleno de gente sin justificación, pero la censura es sin duda un valor negativo que carcome a las sociedades hasta destruirlas. Por esta razón, es imperativo que la Suprema Corte de Justicia revise con detenimiento los amparos en contra de las restricciones a la libertad de expresión incorporadas al Artículo 41 de la Constitución en el contexto de la reforma electoral del año pasado. Esas restricciones constituyen una afrenta a la ciudadanía y al desarrollo democrático del país porque limitan las libertades y abren la puerta a un mundo de censura y control que los mexicanos no queremos volver a vivir. Es preferible un entorno político contencioso que uno con libertades crecientemente acotadas.
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