China invierte la ecuación

Democracia

Las quejas contra China siguen y parecen imparables: China está robando nuestros empleos, nos está arrebatando nuestro principal mercado de exportación e invade nuestro territorio con mercancías que ingresan al país fuera de los canales legales, o sea, como contrabando. Cualquiera que sea la causa de estos males, no cabe la menor duda de que el impacto del espectacular crecimiento de la economía china en los últimos años ha sido fenomenal, para México y el resto del mundo. Tan extraordinario, que ahora la mitad del mundo está aterrada ante la posibilidad de que la economía china súbitamente se dé de frente contra la pared e incurra en una de la crisis que nos han hecho famosos a los mexicanos en el resto del mundo.

El problema es que China se ha convertido en uno de los motores más importantes de la economía mundial. Regiones enteras del mundo crecen gracias al impulso que, a través de importaciones o exportaciones, generan los orientales. Algunos países, como Brasil, pero sobre todo Argentina, han logrado tasas nada despreciables de crecimiento en los últimos años gracias a sus exportaciones de materias primas, acero y otras mercancías para la aparentemente insaciable maquinaria económica china.

Por su parte, las naciones del sudeste asiático otrora aterradas del impacto que el crecimiento chino tendría sobre sus economías, esencialmente porque temían –como en México- que los productores chinos los desplazarían en sus mercados de exportación, encontraron formas de complementariedad con los chinos, elevando el valor agregado de sus propios productos e impulsando un creciente comercio con el gigante asiático. La economía japonesa, sumida en un letargo producto de su irresuelta crisis bancaria y de la deflación asociada a ésta, ha logrado subirse a la cresta de la ola china de una manera que podría acabar siendo prodigiosa para Japón y el mundo entero.

Puesto en otros términos, por mucho que la economía china se haya convertido en un fuerte competidor para la industria manufacturera del mundo, la mayor parte de los países alrededor de la Tierra ha logrado convertir a la economía de ese país en un motor para su propio crecimiento. Ahora todas esas naciones están extraordinariamente preocupadas por una eventual crisis en aquella economía, producto de los excesos en los que han incurrido en los últimos años. El efecto transcendería las fronteras del país asiático y podría, incluso, sumir al mundo o, al menos, a regiones enteras, en una profunda recesión.

El problema comienza por dos factores muy explicables. Uno es la lógica política que yace detrás de la estrategia del crecimiento económico de China en las décadas posteriores a la represión con que se lapidó el movimiento estudiantil de Tiananmen y el otro es el efecto político que el rápido crecimiento ha traído aparejado. Ambos factores se retroalimentan y crean serias dudas sobre la capacidad, aunque no necesariamente sobre la disposición, del gobierno chino de actuar de manera apropiada para controlar la economía a tiempo y evitar una catástrofe de alcance internacional.

La economía china ya llevaba cerca de quince años de transformación gradual cuando se dieron los sucesos de la famosa plaza de Tiananmen. Rompiendo tabúes y mitos heredados de la revolución maoísta del final de los cuarenta, los gobiernos de la década de los setenta comenzaron a transformar su economía en un intento, similar al que sobrecogió a otras naciones, incluyendo la nuestra, por modernizarla y con ello lograr tasas de crecimiento elevadas que abrieran oportunidades al desarrollo de la población, erradicaran la pobreza y, en suma, transformaran a su país.

Aunque de manera lenta en un principio, la estrategia de modernización en China fue enfrentando obstáculos de diversa naturaleza, sobre todo política. Primero estuvieron los puristas (en la forma de la “pandilla de los cuatro”, que incluía a la viuda de Mao) que, como los nuestros, preferían la dignidad de la pobreza y el subdesarrollo a las oportunidades de crecimiento que siempre acompañan a la modernización. Luego de vencer a los dogmáticos, el gobierno reformista se enfrentó a los grupos que demandaban cambios políticos y no sólo económicos. Envalentonados por los cambios que tenían lugar en la URSS de Gorvachov, cientos de estudiantes chinos salieron a las calles para demandar cambios políticos.

A pesar de las dificultades, el gobierno chino no cejó en su objetivo y convirtió el reto de la democratización en un incentivo para acelerar el paso en las reformas económicas. El resultado de ese esfuerzo lo podemos ver hoy en la forma de una economía pujante que absorbe una porción extraordinaria de los fondos de inversión existentes en el mundo; engulle una cantidad infinita de materias primas y, sobre todo, ha logrado convertirse en un competidor formidable en un sinnúmero de frentes, sobre todo el manufacturero. Pero el ímpetu del crecimiento chino no fue gratuito. Para lograrlo, el gobierno hizo un pacto implícito con la población: permitiría el desarrollo empresarial a cambio de marginar a la población de los temas políticos. El “pacto” ha tenido un éxito sin precedente, como lo demuestra el extraordinario crecimiento de su economía.

Sin embargo, el gobierno chino sabe bien que el pacto funciona sólo en la medida en que la economía arroje resultados como los de años recientes. Es decir, la población ha aceptado el intercambio económico-político en gran medida porque los beneficios han sido enormes. Aunque evidentemente no toda la población se ha favorecido de la misma manera –una de las persistentes críticas consiste en que la población de las costas, algo así como el norte mexicano, ha experimentado un boom, en tanto que la población del interior, lo que equivaldría a nuestro sur, se ha rezagado-, la realidad es que el país en su totalidad experimenta una transformación sin parangón en la historia de la humanidad.

Sin embargo, la solidez del esquema político chino es incierta, toda vez que todo parece depender del crecimiento económico. Es interesante notar que, en esto último, el gobierno chino ha actuado casi exactamente del modo opuesto al mexicano. Enfrentado a una situación de riesgo de inestabilidad política, el gobierno chino reaccionó rompiendo con todos los mitos, tabúes y fuentes de oposición. En franco contraste con los últimos dos gobiernos mexicanos, que se paralizaron ante la menor evidencia de oposición, el chino muestra una absoluta obsesión por el crecimiento. Lo que importa, parece decir con sus actos, es el crecimiento y todo lo que lo obstaculice –personas, intereses, leyes, mitos, tradiciones o relaciones externas- tiene que ceder. Los resultados económicos hablan por sí mismos.

Pero el acelerado crecimiento de la economía china ha traído sus propias consecuencias. Primero que nada, el crecimiento desordenado tiende a generar problemas obvios, pero no siempre anticipables. Por ejemplo, dado que hay dinero, o que parece haberlo pues la economía crece con rapidez, lo fácil es proyectar ambos factores hacia el futuro y suponer que no hay límites en el horizonte. Nada más erróneo. Algo semejante ocurrió en México en la segunda mitad de los setenta, cuando se supuso que el precio del petróleo subiría sin cesar. En ese contexto, se han construido cientos de rascacielos que ahora están vacíos, trenes que no llevan a ninguna parte, puentes en zonas rurales que no requieren mastodontes de concreto ni los pueden hacer rentables, etcétera. En segundo lugar, el acelerado crecimiento permitió que sobrevivieran muchas empresas paraestatales, a pesar de que no producen bienes que la gente quiere ni son competitivos frente a las importaciones. Los bancos chinos han asignado la mayor parte de su crédito precisamente a esas empresas, lo que anuncia ingentes riesgos a la estabilidad financiera si el ritmo de crecimiento se desacelera (pues haría impagables esos créditos). Si lo anterior nos suena conocido es porque tiene referentes: la crisis de 1995 en México fue tremendamente profunda, aunque sólo nos afectó a nosotros porque la economía mexicana no domina a la región. En contraste, una crisis similar en China amenazaría a vastas regiones y afectaría el crecimiento de toda la economía mundial. La pregunta ahora es si el gobierno chino tendrá la capacidad para atenuar y controlar los excesos de su economía sin provocar una crisis de esas magnitudes.

En las últimas tres semanas el gobierno chino ha hecho varios anuncios significativos. Primero, emitió una orden de restricción de crédito, orientada a frenar su crecimiento y, con ello, evitar que se sigan construyendo elefantes blancos por todos lados. Por otro lado, han enviado señales muy claras de que el consumo de materias primas de importación disminuirá en la medida en que se reduzca la tasa de crecimiento. Ambos anuncios han provocado una gran incertidumbre en todo el mundo: algunos porque temen una caída de los precios de sus materias primas, en tanto que otros comienzan a imaginar la película completa que un mal manejo podría provocar para la economía mundial. Un editorial en el New York Times de hace unos días, por ejemplo, argumentaba que todo el mundo debería rezar para que los chinos sepan lo que tienen que hacer y la habilidad para lograrlo.

De que el gobierno chino tiene claridad de rumbo nadie lo duda. Los funcionarios y políticos saben bien que no tienen más opción que la de frenar el crecimiento de la economía lo suficiente como para parar los excesos, pero no tanto como para provocar una recesión mundial o una crisis política interna. La gran pregunta es si el gobierno sigue contando con la capacidad política para imponer sus medidas de austeridad. Como en otros países del mundo, el acelerado crecimiento de la economía provocó una rápida descentralización del poder político, lo que ha fortalecido a los poderes locales, no todos los cuales van a seguir las disposiciones emanadas de Beijing. La pregunta para nosotros es si tendremos la habilidad, ahora sí, de aprovechar la situación venidera, sea exitoso o no el gobierno de aquel país.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.