Por primera vez en su historia moderna, el gobierno chino decidió, de manera clara y sin ambigüedades, ya no privilegiar al sector paraestatal de su economía por encima del sector privado. Hasta ahora, por más de veinte años desde que ese país emprendió un proyecto de reforma y apertura a la inversión privada y, sobre todo, al desarrollo de negocios particulares, las empresas paraestatales habían gozado de enormes y excepcionales privilegios, todos ellos orientados a proteger intereses especiales de la burocracia o el gobierno de aquel país. Con la decisión que acaba de anunciar, el gobierno chino dobla la esquina y comienza una nueva etapa de su desarrollo económico. Una vez más, el gobierno chino muestra que su capacidad de reforma es enorme, dejándonos importantes lecciones que aprender.
La decisión del gobierno chino constituye un hito no sólo para ese país, sino también para todos aquellos que han emprendido reformas económicas en las últimas décadas. Esa decisión pone en evidencia la imposibilidad de sostener de manera artificial a dos economías -una vieja y decadente y una nueva y ascendente- en forma simultánea. El impresionante dinamismo del sector moderno de la economía china -el que exporta, el que crece, el que emplea a cerca del 50% de la mano de obra industrial y el que ofrece la oportunidad de avanzar el desarrollo del país- se había venido frenando por el fardo que representan las viejas empresas paraestatales, que sostienen enormes monopolios en sectores que van del acero hasta la banca. La decisión de ya no favorecer a las grandes empresas paraestatales implica conceder igualdad en términos fiscales y de acceso al crédito, así como la eliminación de las prácticas restrictivas y discriminatorias contenidas en todo el aparato regulatorio.
Si bien las características de la economía china son, por su historia, sensiblemente distintas a las de la nuestra, algunas de las prácticas que caracterizan el actuar gubernamental en ambos países no son tan diferentes. Las empresas paraestatales mexicanas siguen gozando de una enorme capacidad de manipulación de la oferta de los bienes y servicios que producen, ejercen prácticas monopólicas en forma permanente y, a diferencia de la mayoría de las empresas privadas, no están sujetas a mecanismo alguno, ni siquiera formal, que sancione su funcionamiento (las empresas paraestatales no están, por ejemplo, sujetas a la Ley General de Competencia). Algo semejante ocurre en el ámbito privado de la economía, en el que persisten prácticas monopólicas en diversos sectores, la mayoría de las veces con el conocimiento y la anuencia de la autoridad. Las regulaciones y prácticas discriminatorias que benefician a algunas empresas y sectores de la economía mexicana entrañan costos para el resto de la economía y, lo que es más importante, castigan los niveles de inversión, creación de empleos y, como consecuencia, las tasas de crecimiento acaban siendo mucho menores de lo posible y deseable.
Estos temas no son triviales y bien pueden tener un fuerte impacto sobre nuestra economía. China es una nación que ha logrado captar enormes flujos de inversión extranjera a lo largo de casi dos décadas. Si bien su captación de inversión del exterior es menor respecto a su PIB que la nuestra, las cifras no dejan de ser impactantes: ellos han recibido cerca de 50 mil millones de dólares anuales contra alrededor de 10 mil millones que fluyen hacia México. Esos flujos de inversión se lograron atraer a pesar de que el gobierno chino abiertamente discriminaba en contra de la economía privada en ese país. Dadas estas circunstancias, no es nada difícil que la decisión de eliminar esas prácticas se traduzca en un crecimiento significativo de sus flujos de inversión. Para completar el cuadro, es importante añadir que si bien la instrumentación del TLC de la región norteamericana permitió elevar los niveles de inversión extranjera hacia México (de alrededor de cuatro mil millones a los diez mil millones de los últimos años), hay un país que sigue captando un volumen mayor de inversión extranjera que nosotros: Brasil. El coloso sudamericano, país que no cuenta con un TLC con Estados Unidos y que tampoco tiene una frontera como la nuestra, ha logrado flujos de inversión de aproximadamente 18 mil millones de dólares anuales por años. Algo está mal con nosotros.
Todo lo anterior sugiere que la economía mexicana, que ya de por sí compite por la inversión extranjera con China, Brasil y otras naciones, puede verse fuertemente impactada por movimientos de capital hacia la economía China. Pero el punto de fondo no es que aumente o disminuya la inversión en tantos cientos o miles de millones de dólares, sino en el hecho de que, en la época de la economía global, todos los países avanzan en la misma dirección y quienes caminan a una menor velocidad, como lo hemos hecho nosotros en los últimos años, acaban rezagados. El gobierno chino claramente comprendió esta circunstancia y, contra toda la lógica de control político que caracterizó su estrategia de desarrollo por décadas, optó por el menor de dos riesgos: mejor favorecer el crecimiento de la nueva economía, y la creación de un mayor número de empleos y oportunidades de desarrollo para la población, que seguir defendiendo a capa y espada a los dinosaurios paraestatales y a los monopolios en general, si bien ello pudiera entrañar desajustes dentro de la élite política. Nosotros no podemos ignorar esta lección.
En China la decisión de romper con la estrategia de protección del sector paraestatal representaba una opción entre el blanco y el negro, es decir, el gobierno chino tenía que optar entre el mundo de antes y el mundo del futuro, aunque su decisión entrañara importantes costos de corto plazo. En México, como ocurre en el terreno económico y en tantos otros más, es imposible hablar de blancos y negros porque nos encanta movernos en el espectro de los grises. La economía mexicana ciertamente es más abierta que la china y las protecciones formales de que gozan diversos sectores y empresas son más bajos y menos tajantes que las que existen en aquel país. Sin embargo, en China el gobierno reconocía abiertamente que favorecía a un sector de la economía, razón por la cual el Ministro de la Comisión Estatal de Planeación del Desarrollo anunció formalmente que dejaría de hacerlo. En México se pretende que la economía es abierta y competitiva cuando en realidad se toleran –si no es que se alientan- los monopolios y las prácticas monopólicas; cuando existen leyes para fomentar la competencia, pero expresamente se exenta a las empresas paraestatales del cumplimiento de la ley; y cuando se abre la competencia de sectores como el del gas o de la telefonía, pero se protege al dinosaurio previamente existente para evitar que sufra del embate de la competencia que se pretende fomentar. A diferencia de China, el comportamiento de nuestras autoridades es cantinflesco.
Las reformas chinas se iniciaron para hacer posible llevar al siglo XX a una economía que todavía mostraba muchos rasgos medievales. La Revolución China transformó a ese país y lo integró como nación, algo que no había ocurrido por siglos, pero no favoreció el desarrollo de la economía. De esta manera, luego del desastre que representó la Revolución Cultural, el gobierno chino encontró la necesidad de enfrentar el problema económico, comenzando por el de la alimentación. No es casualidad que la primera reforma que experimentó la economía tuviera que ver con el campo, la propiedad de la tierra y el uso que los campesinos chinos podían darle. De ahí se prosiguió a la creación de zonas industriales libres de los controles que tradicionalmente habían paralizado a la economía de ese país. Cada uno de esos pasos representó un rompimiento con la antigua manera de hacer las cosas y, al igual que en México, fue origen de conflictos, luchas intestinas y constantes cambios entre los ganadores y perdedores. En México esos conflictos no han estado ausentes, pero una diferencia crucial entre uno y otro proceso de reforma ha sido el que el discurso y la acción pública han sido mucho más congruentes en China de lo que han sido en nuestro país. En ambas naciones ha habido bandazos y altibajos en el proceso de reforma, pero allá cada paso avanzado ha venido acompañado de una notificación clara y transparente como esta última.
En México las refomas han seguido más el patrón de un sube y baja que el de un proceso de planeación trazado a partir de objetivos concretos y específicos compartidos por el conjunto del aparato político y con un sentido claro de continuidad y destino. Unos gobiernos han empujado en una dirección, en tanto que otros han preferido otro camino. Algunos instrumentos, como los tratados de libre comercio que se han consolidado, constituyen virtuales camisas de fuerza que establecen un sentido de dirección; sin embargo, los resultados son mucho menos buenos de lo aparente, como lo demuestra el hecho de que un país como Brasil pueda atraer un mayor nivel de inversión extranjera sin los excepcionales mecanismos de que gozamos nosotros.
Sin duda, tanto en China como en México, los procesos de reforma se lanzaron con el objetivo claro de apuntalar el orden político establecido. Lo que buscaban los gobiernos reformadores no era romper con la estabilidad y el orden político que habían logrado, ni con los consiguientes beneficios para las élites en el poder, sino la transformación del aparato económico para hacer posible el crecimiento, la creación de riqueza y empleos. Lo que demuestra la decisión más reciente del gobierno chino es que no basta con adoptar políticas adecuadas en algunas partes de la economía. Tarde o temprano hay que optar, rompiendo con el viejo orden de cosas. Sin una absoluta congruencia en el conjunto de las estructuras políticas y económicas, el ansiado desarrollo acaba siendo una mera ilusión.
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