Los mexicanos hemos atestiguado una miríada de reformas en todos los órdenes y muchas de éstas han transformado al país, tanto en el ámbito económico como en el político. Esto ha abierto enormes oportunidades para trascender hacia el desarrollo que eran inconcebibles en los setenta o principios de los ochenta, cuando el viejo mundo se colapsaba y la viabilidad tanto de la economía como del sistema político postrevolucionario habían claramente dado de sí. Lo que las reformas no resolvieron, ni siquiera se plantearon, fue la constitución de un nuevo sistema de gobierno, coherente con las consecuencias que los propios procesos reformadores trajeron consigo.
Al modificar los fundamentos de las decisiones en materia económica (sobre todo con la liberalización de las importaciones y de la inversión) y de la forma de acceso al poder (con las reformas electorales), se alteró la realidad política del país -las entrañas del poder- pero nada se hizo para institucionalizar esas nuevas realidades y fuentes de poder ni mucho menos para modernizar el sistema de gobierno que, en su esencia, se remite al porfiriato. Tantas reformas y tan profundas no han cambiado una cosa fundamental: la estructura del poder.
Los partidos políticos y la clase política han hecho malabarismo y medio y han jugado a las sillas musicales, pero los mismos siempre acaban gozando de los privilegios del sistema. Se ha reformado la forma de acceder al poder pero no quien tiene acceso; es decir, han sido reformas para ellos mismos: la ciudadanía ha estado ausente y sus problemas y demandas, aunque conocidas en esos ámbitos, no son reconocidas como válidas o relevantes. Que haya enorme inseguridad y violencia, pues sí, pero que le vamos a hacer; que haya mucha corrupción, pues sí, pero es algo cultural; que la infraestructura es paupérrima, pues sí, pero estamos tratando de conseguir a una constructora idónea.
Luego de décadas de reformas, es obvio que una reforma para hacer funcional y viable al país no va a venir de quienes no quieren esa reforma. Si de ahí no va a venir, ¿podrá venir de la sociedad?
En una investigación reciente respecto a este fenómeno, me aboqué a estudiar qué ha estado haciendo la sociedad mientras los políticos hacen como que gobiernan. Lo que me encontré es una enorme efervescencia social: una sociedad que ya no está dispuesta a esperar, sobre todo porque la realidad de inseguridad la abruma.
La sociedad mexicana ha cobrado una inusitada militancia en las últimas décadas. Han surgido toda clase de organizaciones civiles, se presentan denuncias, proliferan los manifiestos y crece el descontento. Hay organizaciones que proponen soluciones, otras que evalúan al gobierno; algunas denuncian la corrupción, otras procuran combatir la delincuencia y criminalidad. Algunas de estas entidades son producto de circunstancias o eventos específicos -un secuestro, un asesinato, la construcción del nuevo aeropuerto-, otras responden a preocupaciones más generales. Algunas buscan impacto inmediato, otras de largo plazo; muchas de ellas no son visibles, otras son protagonistas consuetudinarios. Hay de todo en la arena pública.
Mucho más trascendente, y revelador, es la forma en que innumerables comunidades, en todos los rincones del país, se han organizado para atender sus necesidades más fundamentales, esas que, en un país serio, el gobierno habría resuelto. Hay ejemplos extraordinarios de comunidades que, como en Cherán, han tomado el liderazgo, sobre todo en materia de violencia y criminalidad, y se han abocado a resguardar sus localidades y convertirlas en territorio que no permite el ingreso de bandas criminales. En Santiago Ixcuintla la historia es distinta, pero el resultado similar: en este municipio nayarita no ha habido un solo secuestro en más de seis años. En Monterrey, la Hermana Consuelo Morales de CADHAC logró que la procuraduría adoptara un modelo para un trabajo más eficaz de los ministerios públicos; en Veracruz y Morelos (Tetelcingo) las familias de desaparecidos se han capacitado en temas forenses (señoras que se convirtieron en expertas en muestras de ADN y laboratorios) y en búsqueda de fosas. En algunos casos, las autoridades han acompañado sus esfuerzos. Se trata de meros ejemplos de las miles de historias que proliferan en todo el país: años de violencia y criminalidad han forzado a la población a dejar de esperar a que el gobierno responda y se ha organizado para atender sus necesidades comunitarias.
Es imposible concluir de unos cuantos ejemplos que el país está al borde de una transformación social de gran escala. Los obstáculos son vastos y la capacidad de organización y movilización es obviamente muy limitada; sin embargo, nada impide que, poco a poco, vayan surgiendo elementos u organizaciones que catalicen estas iniciativas y cambien la realidad política del país. Esto claramente le ofrece oportunidades obvias a merolicos tradicionales, pero también a organizaciones sociales con presencia nacional.
Lo que me es claro es que el país cambiará cuando personas y organizaciones de muy distintos orígenes se sumen a pesar de sus diferencias y, con eso, den el paso que el viejo sistema se empeñó por décadas en hacer imposible.
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