¿Ciudadanos?

PAN

Tres años de cambio pero de muy poca ciudadanía. Este es uno de los saldos más visibles, y despreciables, que arroja la primera mitad del gobierno del presidente Fox. En lugar de promover un cambio en la relación con los ciudadanos, una relación que sirviera para apalancar un proceso de transformación política, económica y social, el gobierno se ha contentado con dejar las cosas como están. El costo es evidente a todas luces: el cambio se ha dado sólo de manera marginal y la población sigue siendo un fardo, en lugar de un impulsor de la transformación que se prometió. La pregunta es si todavía se le puede dar la vuelta a este entuerto.

El problema no es menor. El presidente Fox ganó las elecciones presidenciales del 2000 tras prometer un cambio que todavía hoy resulta difuso e indefinido. Como estratagema de campaña, la idea resultaba atractiva para una población que estaba harta de décadas de gobiernos abusivos, pero como programa de gobierno, una propuesta de cambio indefinido resulta no sólo absurda, sino contraproducente. Como están las cosas, al presidente se le reclama todo: igual lo que no ha cambiado que lo que ha cambiado demasiado y sin control. El problema es que, en ausencia de un programa de gobierno concreto y específico, la población se vuelca, naturalmente, sobre lo que se prometió: un “cambio”.

Hay dos maneras de analizar este trienio de manera independiente de las percepciones comunes. Por una parte, no hay ni la menor duda que las elecciones del 2000 trajeron consigo un resultado poco perceptible, pero no por ello pequeño. Con el desalojo del PRI de la presidencia y la elección de un congreso de oposición o, en todo caso, sin mayorías absolutas, los ciudadanos robaron al ejecutivo el arma favorita de los gobiernos de los setenta años anteriores: la capacidad de abusar del electorado, de violar la ley sin el menor reparo y de imponer las preferencias presidenciales sin rubor. Un acto expropiatorio como el de López Portillo en 1982, que fue inmediatamente sancionado por el Congreso, sería impensable en la actualidad. Desde esta perspectiva, el cambio ha sido fenomenal: la ciudadanía puede estar segura de que al menos los más grandes abusos, aquéllos que requieren de la concurrencia del poder legislativo o judicial, son altamente improbables en la actualidad.

Pero este avance no es mérito del ejecutivo, sino del propio electorado que, con su voto, decidió cercenarle al presidente la capacidad de abusar. Quizá por eso y a pesar de las penurias por las que sin duda atraviesa la administración Fox en sus relaciones con el poder legislativo, la población sigue indispuesta a concederle al PAN la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados el próximo seis de julio, al menos así lo asientan las mayorías de las encuestas. La población cambió las reglas del juego al elegir a un presidente de la oposición, al reprobar al PRI y negarle acceso a la casa presidencial (y, por lo tanto, a la imposición) y al elegir un congreso sin mayoría para el partido del presidente. Todos estos fueron actos conscientes de un electorado que, a pesar del desprecio que los políticos les manifiestan, evidenció una enorme madurez.

El gran problema, sin embargo, es que este avance ciudadano no ha sido alcanzado por el gobierno foxista. Contra todo pronóstico, el gobierno actual ha manifestado su desprecio a la ciudadanía, ha menospreciado el apoyo que una población consciente y dedicada le puede aportar; en una palabra, ha optado por desconocer el potencial que el propio Fox despertó durante su campaña presidencial. En lugar de apalancarse en una ciudadanía demandante y activa, el gobierno del presidente Fox ha optado por dejar las cosas como están, resolver los problemas que se pueden atender y olvidarse del cambio que propuso y lo llevó a la presidencia.

Al igual que la democracia, la ciudadanía en México está por demás subdesarrollada. En materia democrática, el país apenas rebasó el primer peldaño: el de unas elecciones limpias, competitivas y respetadas. Fuera de eso, nuestra democracia es por demás limitada e insuficiente. Poco o nada se ha avanzado en el desarrollo de un sistema judicial impoluto; los medios de comunicación siguen siendo amarillistas y subjetivos; el acceso a la justicia es por demás limitado; la arbitrariedad burocrática sigue siendo la norma más que la excepción; la burocracia persiste en su arrogancia y sigue siendo impenetrable; los sindicatos de los monopolios gubernamentales (como los de Pemex, la CFE y Luz y Fuerza del Centro) siguen abusando del gobierno y del consumidor. No cabe duda de que la voluntad del gobierno es, en los más de los casos, la de servir a la población. La realidad, sin embargo, es que la vida cotidiana de los mexicanos hoy no es muy distinta a la del pasado. Para el mexicano común y corriente nada ha cambiado, al menos en su vida diaria, respecto a los gobiernos emanados del PRI. Desde esta perspectiva, no es casualidad lo que la población implícitamente manifiesta en las encuestas: mejor un gobierno impotente (como el conocido) que un gobierno con libertad de hacer lo que le plazca (así sea esto bueno).

La vida diaria sigue siendo la misma. Cuando un ciudadano quiere estacionar su automóvil, debe “comprarle” el lugar a la persona que, para todo fin práctico, es dueña de la calle: aquél que llegó temprano y con cubetas o cascos bloquea el espacio a menos que le paguen su cuota. Lo mismo ocurre cuando un ciudadano va a tratar de pagar la luz o a inscribir a sus hijos a la escuela; hasta el pago de impuestos es un problema. La vida ciudadana sigue siendo una llena de abusos, pesadumbre y arbitrariedades. Hace unos días, una distinguida autoridad del gobierno capitalino recomendaba a la población quedarse en sus casas porque había el peligro de que el caos vial fuera de una magnitud tal que más valía no intentar ir a la escuela, al trabajo o a cualquier otro lado. En lugar de que las autoridades sirvan a la ciudadanía, la recomendación del gobernante, en este caso perredista, era no estorbar a los manifestantes. A ese extremo hemos llegado.

La gran pregunta es por qué el gobierno del presidente Fox abandonó a la que era su principal carta para llevar a cabo un cambio radical en el país. Si bien es perfectamente comprensible que este gobierno mostrara menos destreza y experiencia en el manejo y administración de los problemas cotidianos de la ciudadanía, lo que resulta inexplicable es su total desprecio por la única fuente real y potencial de apoyo y legitimidad. Contentos con mantenerse en el poder, los nuevos gobernantes no sólo han hecho caso omiso de sus propias propuestas y promesas, sino también de la ciudadanía en su conjunto.

Una ciudadanía informada y activa constituye un reto para cualquier gobierno. Es más fácil manejar (de hecho, manipular) a una población ignorante que a una ciudadanía con empuje y comprometida. Ese es el saldo de setenta años de una política educativa orientada a someter y subordinar. Sin embargo, la naturaleza de la coalición que hizo posible la candidatura y el triunfo electoral del hoy presidente Fox es precisamente la opuesta: una clase media urbana despreciada por el PRI que acabó por ser suficientemente numerosa para hacer irrelevante (y, en buena medida, imposible) la manipulación electoral por parte del PRI. No es sorprendente, por eso, que el caso de Amigos de Fox haya afectado gravemente el voto potencial de este segmento de la población, intolerante a la corrupción, venga ésta de donde venga.

Quizá el mayor error del actual gobierno resida menos en sus ineficiencias e incapacidades, que en su desprecio a la ciudadanía. Cuando el gobierno no aprovecha a una ciudadanía boyante para enfrentar lo peor del viejo sistema político y se deja doblegar por masas manipuladas y acarreados con machetes, demuestra que no entiende su papel en la historia, ni el momento político por el que atraviesa el país.

Los mexicanos votaron por un cambio que, al menos en su mínima expresión, implica el respeto a los derechos ciudadanos, el fortalecimiento de la capacidad de los individuos para defender sus intereses y el desarrollo de mecanismos que permitan la transición hacia una plena ciudadanía. Sin embargo, nada de estos es prioridad gubernamental. El gobierno no sólo ha ignorado las demandas ciudadanas, sino que no se ha abocado a ninguno de los temas que harían distinta la relación entre le gobierno y la ciudadanía. Mientras que el gobierno intenta crear un servicio civil de carrera, por citar un ejemplo, ¿qué ha hecho para facilitar el acceso del ciudadano común y corriente al poder judicial? No se trata de que por cada tema que el gobierno impulse exista un avance paralelo en el terreno ciudadano, pero el hecho es que, con la posible excepción de la Ley de Acceso a la Información, la población y sus derechos han estado ausentes del pensar y de la estrategia de la administración foxista.

Además de inexplicable, el proceder del gobierno panista es por demás contraproducente. Mientras que partidos como el PRI y el PRD cuentan con organizaciones capaces de organizar, movilizar, acarrear y manipular a la población en defensa de los intereses más sectarios, obscuros y mezquinos, el gobierno actual se ha limitado a confrontarlos con armas políticas prehistóricas, como la concertacesión y la capitulación (recordemos el caso del aeropuerto en Atenco), en lugar de crear condiciones para el desarrollo de una ciudadanía capaz de defenderse a sí misma e impulsar los intereses y objetivos que el presidente y su gobierno, al menos en espíritu, representan.

Sólo si el gobierno del presidente Fox recapacita y reconoce que su única oportunidad, de hecho su razón de ser, es la ciudadanía, evitará que el país, y con éste el gobierno, fracasen, una vez más. El problema de México no reside en la ausencia de reformas, sino en la ausencia de una ciudadanía capaz de impulsar y hacer inevitables esas reformas. La diferencia no es retórica ni semántica: es lo que distingue a un gobierno de ciudadanos de uno de súbditos. Es tiempo de que el gobierno del presidente Fox se manifieste al respecto.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.