Civilidad

PVEM

Lo impactante de la elección española fue la civilidad. Todo fue impecable: los resultados finales se anunciaron escasas cuatro horas después de cerrar las urnas; el candidato perdedor salió a los medios a reconocer su derrota, felicitar al triunfador y ofrecer defender, como oposición, las bases y valores de su partido; y el triunfador invitó a todos los españoles a sumarse en un gran esfuerzo nacional, reconocer a sus contrincantes y anunciar lo que sería el enfoque de su proyecto a partir de ese momento. No hubo disputas, pleitos o desencuentros. Los votantes habían hablado y los contendientes habían acatado. Todos se habían subordinado a las reglas del juego en las formas y en lo sustantivo. La civilidad.

Aunque nada de eso debiera sorprender, nuestra experiencia es obviamente distinta, por lo que amerita preguntar cómo lograron imponer reglas del juego que todos los actores aceptan y cumplen. En términos técnicos, lo que los españoles han logrado es la legitimidad de su sistema de gobierno, que consiste en la creencia en la validez y la aceptación de las reglas del juego. Eso es lo que nos diferencia de ellos.

El punto nodal del proceso español tuvo lugar cuando, meses después de la muerte de Franco, en una reunión en materia de precios y salarios, todos los actores políticos -tanto los que habían vivido bajo la dictadura (o sido parte de ella) como quienes habían sido exiliados luego de la guerra civil- aceptaron la legalidad franquista, es decir, las reglas del juego existentes, como plataforma para iniciar la transformación democrática. El hecho de aceptar ese conjunto de reglas (antipáticas y abusivas para la mayoría de los participantes en la reunión) implicaba someterse a un proceso político que, confiaban, arrojaría un nuevo marco legal, una nueva constitución y reglas del juego democráticas. El llamado “Pacto de la Moncloa” fue trascendente porque implicó un consenso respecto al proceso, no al resultado.

En México llevamos décadas dando vueltas en círculos porque los actores políticos no han acordado (ni mucho menos aceptado) un conjunto de reglas de procedimiento, independientes del resultado. Más bien, los actores políticos han hecho gala de aceptar las reglas sólo si el resultado les favorece. El espectáculo de López Obrador en 2006 es muestra patente de ello, pero desafortunadamente no único, como pudimos observar con el PAN en Michoacán recientemente.

La aceptación de las reglas de procedimiento es central al desarrollo y a la civilidad. Dada su ausencia en el país, la discusión se centra en lo electoral, pero el asunto es más amplio. Hace algunos años me quedé impresionado -de hecho estremecido- al observar cómo un niño, que seguramente no rebasaba los tres o cuatro años de edad, salía disparado en su bicicleta de una callecita menor hacia una gran avenida en Tokio sin parar a mirar: la luz verde era todo lo que tenía que saber y seguramente era todo lo que sus padres le habían enseñado. Detrás de la luz verde había un reconocimiento absoluto de que todos los automovilistas parados en la arteria mayor esperarían al cambio de luces antes de proceder. El punto relevante es que una sociedad que respeta las reglas de tránsito también respeta las reglas electorales y viceversa: son cosas indivisibles.

En el fondo, al menos en el plano electoral, el asunto de las reglas es un asunto de poder. Implica un acuerdo sobre el procedimiento pero especialmente sobre su legitimidad. Implica, como en el Pacto de la Moncloa, una subordinación sin discusión a las reglas, independientemente del resultado. En México no hemos logrado resolver la disputa del poder y eso se traduce en la propensión automática a desacreditar las reglas cada que alguien pierde una elección.

En la era del PRI el problema del poder se resolvió mediante la imposición de dos reglas “no escritas” pero evidentes: por un lado, el presidente es jefe indisputable e indisputado de todos; por el otro, se vale competir por la sucesión mientras no se viole la primera regla. Era un mecanismo sencillo y eficaz que, sin embargo, no surgió de la nada. Su éxito fue producto del establecimiento de la regla y de la capacidad de hacerla cumplir. Esto último no fue automático: se logró cuando Cárdenas exilió a Elías Calles y sometió al general Cedillo. Una vez demostrada la capacidad de hacer cumplir las reglas, el sistema cobró vigencia y funcionó hasta que el PRI dejó de ser representativo de la sociedad mexicana y los no representados comenzaron a disputar la legitimidad de aquel sistema.

Las reglas democráticas que se adoptaron en las últimas décadas no han gozado de legitimidad porque no ha habido un acuerdo amplio entre las fuerzas políticas respecto al poder: procedimientos, distribución de los beneficios y reconocimiento de la oposición como factor real de representación. En la actualidad, quien está en el poder descalifica a la oposición y quien está en la oposición tiende a desacreditar a quien está en el poder, comenzando por desconocerle legitimidad de origen.

No tengo duda que el gran desafío de los próximos años será el del poder. En las décadas anteriores pasamos de un sistema fundamentado en reglas no escritas a uno sin reglas. Hoy el reto es construir reglas explícitas a las que todos se subordinen y eso implica un pacto sobre el poder. El problema no es de mayorías sino de legitimidad.

Logrado un pacto sobre el poder todo lo demás que no funciona comienza a cambiar. Habiendo reglas claras, los actores pueden abocarse a resolver los temas que nos aquejan con un enfoque distinto: en lugar de que se vaya la vida en cada discusión, podríamos entrar en debates donde lo único que está de por medio es el asunto inmediato.

En la actualidad, no se pueden discutir temas clave para el desarrollo del país como la seguridad pública, la competencia, la educación, la energía y la protección de los derechos laborales porque alguno de los actores tiene la fuerza para imponer sus intereses, desconociendo la estructura de poder formal. Es decir, los llamados poderes fácticos (incluyendo a los partidos) pueden vetar o cancelar cualquier debate relevante porque son más poderosos que los poderes formalmente establecidos. Un acuerdo sobre el poder formal (el gobierno) permitiría fortalecer al Estado en su conjunto, comenzando con ello el proceso de sometimiento de los poderes fácticos: tal y como hizo Cárdenas en los treinta.

Como ocurría en el maximato, hoy el gobierno está aquí, pero el que manda está allá afuera. Urge un pacto que legitime el poder del gobierno y el papel de los partidos y abra la puerta, ahora sí, a la etapa de desarrollo institucional del país.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.