Todas las familias felices, escribió León Tolstoi en la frase inicial y el pasaje más famoso de Anna Karenina, son muy similares, en tanto que cada familia infeliz es desgraciada a su propia manera. Algo similar ocurre con las naciones: las que son desarrolladas y gozan de un sentido de dirección comparten semejanzas; a pesar de sus diferencias, forman parte del club de naciones que representan el corazón de la civilización. En oposición, las naciones que no han logrado definir su destino y padecen todas las contradicciones y fardos de un pasado frecuentemente poco glorioso, pero a la vez muy controvertido, tienden a perderse en su propio universo y adoptar modos de actuar y explicar sus fracasos como algo único y excepcional.
Aunque es evidente que cada nación posee una excepcionalidad propia, pues de otra manera no sería una nación, las formas que adopta la civilización son peculiares y muestran una manera distinta de ver al mundo así como de enfrentar sus problemas. Observar los desmanes en Paris, las disputas en torno a las nacionalidades y la Iglesia en España y las nominaciones a la Suprema Corte norteamericana ejemplifican tres formas de ver al mundo, desarrollar la política y concebir al gobierno, pero todas ellas tienen algo en común: muestran un grado excepcional de civilización. En contraste, los dimes y diretes entre los jefes de Estado latinoamericano y sus insultos mutuos sugiere una ausencia de civilización .
Los desmanes en Francia evidenciaron la fragilidad de las estructuras económicas y sociales de aquel país. Tanto la alienación (física y social) de esos jóvenes como la ausencia de oportunidades que genera el costoso estado de bienestar construido por los franceses, explican el origen de la revuelta. Los jóvenes que emprendieron la violenta rebelión sin organización y liderazgo seguían un dictum: tienen el derecho casi inalienable de cometer crímenes sin ser molestados por la policía. El gobierno, apoyado de manera casi unánime por el electorado de acuerdo a las encuestas, actuó con determinación, haciendo valer el principio weberiano de que nadie puede disputarle al Estado el monopolio del uso de la fuerza. Algo así es lo que claramente intentaba en presidente Calderón con los operativos policiacos.
En Estados Unidos, la discusión en torno a la nominación del candidato a suceder a Sandra Day O’Connor siguió una dinámica impensable en la Europa moderna: los términos de la discusión giraban en torno a factores ideológicos (sobre todo relativos a temas de política social como el aborto) o filosóficos (en especial respecto a la visión de un candidato a la Corte sobre si la Constitución debe adecuarse a la vida de hoy o ser interpretada estrictamente en los términos de sus redactores en el siglo XVIII). Ambos bandos, el de los Demócratas y el de los Republicanos, entraron a una batalla de medios orientada a influir sobre la decisión del Senado y la confrontación fue ideológica, politizada y violenta en lo verbal.
En España dos iniciativas cimbraron a su sociedad. Una, relativa a las llamadas autonomías, los estados de ese país, proponía la noción de soberanía, otorgándole vastos derechos y facultades a esos niveles subnacionales. La otra iniciativa, en materia educativa, tenía diversas aristas, pero la principal se refería a la propuesta del gobierno de reducir las transferencias que se le hacen a la Iglesia como contraprestación por los cursos de religión que imparte. Ambos temas causan urticaria en una amplia capa de la población: a unas porque atenta contra la nacionalidad española y, por tanto, contra la integridad misma del país; a otras porque afecta temas con un valor simbólico, como la iglesia, con una rudeza que se considera innecesaria. La reacción popular, en buena medida instigada por el clero, no se hizo esperar: en una enorme manifestación (pero en domingo, no entre semana), mayor a la que siguió a los bombazos terroristas, la población hizo sentir su peso y preferencia por formas menos agresivas para avanzar en su proceso de desarrollo.
El común denominador de estos tres países reside no en que estén exentos de conflicto, sino en la forma como los resuelven. La violencia física en Francia se ataca con la fuerza del Estado, la violencia verbal en Estados Unidos se canaliza de una manera institucional y tanto ganadores como perdedores aceptan las reglas del juego. Las controversias en España, por su parte, así vayan al corazón del ser español, se resuelven de manera institucional y formal en el poder legislativo. La civilización se percibe no en lo que se disputa sino en cómo se hace. Todas las partes participan en el proceso, pero nadie rebasa las fronteras institucionales, legales o legítimas del actuar gubernamental.
Ese no es el caso de nuestro país y buena parte de la región. Las disputas bananeras, por su contenido y forma, que caracterizaron la retórica de Chávez en Venezuela y la pusilánime respuesta que dio Fox en su momento, mostraron un bajo nivel de institucionalidad y una total ausencia de proyecto. Los avatares de la encomiable, pero fútil, defensa que hizo el entonces presidente Fox del libre comercio en torno al llamado ALCA, evidenciaron las carencias de nuestro propio proyecto de desarrollo, la pobreza del debate sobre temas sustantivos en la región y la ausencia de compromiso con soluciones institucionales.
El intento del presidente Calderón por restablecer la función del gobierno en la sociedad luego de años de virtual inexistencia es encomiable, sobre todo porque sin gobierno que haga cumplir las reglas del juego ninguna sociedad puede funcionar. Pero, para ser exitoso el esfuerzo, los operativos tendrán que venir acompañados de un nuevo conjunto de reglas del juego que respondan al México de hoy, es decir, el de ciudadanos y consumidores, y no al del viejo corporativismo que se niega a morir. En ausencia de una reconstrucción institucional será imposible contener y luego revertir la podredumbre de nuestro sistema político. El riesgo es que los operativos sean todo lo que se persigue, en cuyo caso su efecto no será otro sino el de fortalecer el cinismo ya de por sí característico del mexicano. Lo más distante a la civilidad que podría existir.
Hace algunos años, refiriéndose a nuestra problemática general en una entrevista, John Womack, el famoso autor de Zapata y la revolución mexicana, hizo una afirmación que sigue siendo tan válida entonces como lo es hoy: “la democracia no produce, por sí sola, una forma decente de vivir; son las formas decentes de vivir las que producen la democracia.”
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