En México vivimos la eterna discusión sobre el crecimiento económico pero no estamos dispuestos a analizar e incluso emular los casos exitosos que en ese terreno existen. Nuestra propensión casi genética se limita a emitir opiniones, manifestar prejuicios y, por si fuera poco, seguir el ejemplo… pero de los perdedores. De esta manera, aunque existe un consenso prácticamente universal en torno a la necesidad de elevar la tasa de crecimiento de la economía y mejorar sensiblemente su distribución, preferimos el rollo al análisis de los factores que nos ha colocado justo donde estamos.
La información en torno a los ejemplos de éxito y fracaso es prácticamente ubicua. Todavía más interesantes son los estudios comparativos entre distintas sociedades que muestran no sólo formas de hacer, sino experiencias valiosas que, en muchos casos, son fácilmente replicables. Algunas comparaciones sugieren formas distintas de actuar para lograr resultados similares; otras evidencian los fracasos. Dos casos son particularmente interesantes para nosotros porque apuntan directamente hacia el corazón de nuestras discusiones nacionales.
Comencemos con dos de los famosos “tigres” asiáticos. Por muchos años ha sido evidente el contraste entre dos casos indisputables de éxito: Singapur y Hong Kong. Tratándose de ciudades-Estado muy parecidas en todos sentidos, la diferencia entre ambas es sugerente, sobre todo en materia de intervención gubernamental en la economía: mientras que en Singapur la tasa de inversión promedio anual es de 36% respecto al PIB, en Hong Kong esa cifra es de 20% y, sin embargo, la tasa de crecimiento anual por los pasados 40 años es de 5.9% en ambos casos. Un país descansa mucho más en la función de los mercados como mecanismo de asignación de recursos que el otro.
Pero quizá la comparación más relevante sea entre India y China, pues se trata de dos naciones con características más semejantes a la nuestra. Se trata de dos sociedades grandes, más parecidas a México que Singapur y Hong Kong, que lograron romper las ataduras que les impedían salir de los círculos viciosos que, por décadas, las mantuvieron en la pobreza. India y China no sólo han comenzado a salir de su letargo (la segunda con mayor dinamismo que la primera, al menos hasta ahora), sino que han roto con todos los prejuicios que a diario inundan la discusión en México; a saber, que ya no hay espacio para exportar, que las exportaciones no benefician al ciudadano “de a pie”, que para crecer se requiere una agresiva política fiscal, que los servicios no son importantes, entre otros. China e India desmienten muchas cosas, pero la principal lección que emerge de ambas es que no sólo se puede, sino que, con una estrategia sensata e inteligente, es más que probable salir victorioso.
China comenzó a experimentar espectaculares tasas de crecimiento desde hace más de veinte años. Prácticamente todo ese crecimiento se debe a sus exportaciones y sólo ahora que ha logrado un nivel de ingreso sumamente elevado comparado con lo que había, comienza a enfatizar el desarrollo del mercado interno. India lleva apenas poco menos de una década experimentando tasas de crecimiento de alrededor de 6% y lo que allá se discute es cómo multiplicar las fuentes de exportación para poder sumar al conjunto de la población en el resquicio que éstas les ha abierto. Lo interesante es que las estrategias seguidas por los dos países son radicalmente distintas, cada una de ellas con implicaciones diametralmente diferentes.
Aunque China lleva años creciendo, India está creando mucha mayor riqueza. De acuerdo al Banco Mundial, el ingreso per cápita de China en 2000 era el doble que el de India, pero China es sólo 37.6% más rica que India. La diferencia radica esencialmente en el crecimiento de los servicios en India, cuya fortaleza reside precisamente en su sistema educativo, la existencia de Estado de derecho y fundamentos de derechos de propiedad, todo lo cual son debilidades en el caso chino.
La diferencia fundamental en la estrategia de ambas naciones reside en factores microeconómicos. El extraordinario énfasis chino sobre la tasa de crecimiento (explicable esencialmente por el imperativo político de evitar un colapso económico que conduzca a una ruptura) ha producido muchos edificios y carreteras, pero puede no ser sostenible en el largo plazo. Por su parte, así como el crecimiento es visible en obra pública y privada en China, la India no evidencia gran movimiento más que para el ojo entrenado. Pero el crecimiento de India se asemeja más al ferrocarril que está dentro de un túnel, a punto de salir y arrollar con todo lo que encuentre.
El éxito en ciernes de la India reside en el acelerado crecimiento de un empresariado que, a pesar de la falta de infraestructura y el burocratismo, cuenta con instrumentos en los que se ha invertido por décadas, como la educación tecnológica, mecanismos bien desarrollados de resolución de disputas, estructuras de mercado, el inglés y derechos de propiedad. Aunque extremadamente pobre, India cuenta con factores de éxito que la hacen única. De la misma forma, explican el porqué del énfasis en servicios de alto valor agregado: a diferencia de China, India cuenta con los elementos que hacen posible dedicarse a la explotación del conocimiento como fuente de crecimiento económico. India bien puede acabar siendo la primera nación en pasar casi directamente de una economía rural a una del conocimiento.
No hay que confundirse. China e India siguen siendo países relativamente pobres. Su éxito ha residido en que han adoptado estrategias inteligentes, aunque muy distintas, para elevar sus tasas de crecimiento económico. Cada una tiene fortalezas y debilidades y es de esperarse que, en el tiempo, tiendan a converger. Pero la lección que nos dejan es que el potencial para crecer sigue siendo infinito y que lo que se requiere es claridad de visión y capacidad de acción.
India es un país democrático; China no lo es. Ambas están saliendo adelante, cada una a su manera. No hay razón por la cual nosotros no podamos hacerlo, a menos que, fieles a nuestra tradición, privilegiemos los casos de fracaso porque se ajustan más a nuestras preconcepciones y prejuicios.
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