Una profunda confusión domina el debate público en el país. La ausencia de un claro liderazgo presidencial respecto a los retos que México enfrenta y el estoicismo, casi fatalista, con que la población acepta el statu quo como algo natural y hasta deseable, han fortalecido la parálisis y el impasse que caracteriza al poder legislativo y al país en general. Atrás parece haber quedado la noción de que la vida política, económica y social del país puede mejorar y ahora nos conformamos con que no haya sobresaltos. Esta es quizá la medida de los tiempos, pero no por eso deja de ser engañosa. Aunque no hay razón alguna para anticipar una situación de crisis financiera como las del pasado reciente, el país enfrenta ingentes desafíos para recuperar tasas razonables de crecimiento económico y fuentes generadoras de riqueza y empleo sostenibles. A la larga, la crisis de estancamiento, improductividad y desempleo puede acabar siendo mucho peor que las del pasado.
México vive momentos difíciles, aunque pocos parecen dispuestos a reconocerlo. La economía ha logrado mantenerse estable gracias a un feroz control de las cuentas fiscales, pero la estabilidad no es substituto del crecimiento económico para una sociedad con el perfil demográfico de la nuestra y los niveles de pobreza que la caracterizan. La economía está estancada no porque la economía norteamericana crezca a un ritmo menor que en el pasado, sino porque existen fallas en nuestra economía que no han sido resueltas. El desafío es identificar correctamente el origen de esas fallas y construir acuerdos para resolverlas. Ése y no otro debería ser el mandato del gobierno y del legislativo.
Por varios años, los problemas de nuestra economía parecían menores porque las exportaciones crearon un motor de crecimiento que permitió compensar nuestras carencias. En los últimos años, sin embargo, las cosas han cambiado. Ciertamente, la economía estadounidense crece menos que antes, pero eso no es lo único que explica el estancamiento de la nuestra. A final de cuentas, dado el enorme tamaño de aquélla, cualquier brote de demanda allá se traduce en grandes oportunidades aquí. Si tuviéramos capacidad de aprovechar esas oportunidades, el estancamiento actual no existiría. La realidad cotidiana revela que no tenemos esa capacidad de adaptación. Naciones como China y otras de menor tamaño en Asia, así como algunas en Centroamérica y el Caribe, han mostrado mucha mayor flexibilidad en sus estructuras internas, lo que les ha permitido ajustarse con celeridad a los cambios en nuestro principal mercado de exportación. Aunque es indispensable y urgente desarrollar fuentes o motores de crecimiento internos, los problemas estructurales de nuestra economía tienen que resolverse, pues de otra manera no romperemos el círculo vicioso en que nos encontramos.
Si revisamos la historia reciente, hay dos problemas obvios, aunque hoy, en medio de la confusión y necedad aparentemente intencionales que atraviesan todo debate público, no muchos quieran reconocer. El primero es que la economía mexicana, y todo el modelo de desarrollo del país hasta 1982, se colapsó y, de hecho, quebró en ese año. Lo que se hizo antes, sobre todo en los setenta, fue tan oneroso que todavía hoy seguimos pagándolo. El segundo es que si no fuera por las reformas emprendidas al inicio de los noventa, el país hace mucho habría enfrentado otro colapso como el de entonces. Por diez años, a lo largo de los noventa, la economía mexicana vivió del impulso de reformas como la desregulación, las privatizaciones, el TLC y, sobre todo, de la expectativa de oportunidades crecientes asociadas al éxito de las mismas.
Sin embargo, para el inicio de la década actual, la ausencia de nuevas reformas y, sobre todo, las contradicciones de las que se emprendieron, desinflaron las expectativas y pusieron en aprietos a la economía mexicana aun antes de que la economía norteamericana entrara en recesión. Nada se mueve hoy en la economía mexicana; el tránsito se volvió asentamiento y el ímpetu de las reformas iniciales ha terminado en inacción. La economía mexicana no acaba de definir cuál es su vocación. Lo anterior no ignora los avances que se han logrado. Pero la economía mexicana no ha retomado una senda de crecimiento sostenido que permita generar oportunidades para una población creciente que se incorpora a los mercados laborales. Si bien ha logrado diferenciarse de otros mercados ahora en crisis, la economía mexicana corre grandes riesgos ante el entorno internacional por su falta de competitividad y escasa productividad.
La población, acostumbrada a crisis recurrentes, casi instintivamente prefiere el statu quo, que ahora implica estancamiento, al riesgo de caer en otro torbellino de contracción económica y desempleo. Ese instinto parece haberse transferido al ejecutivo y a los legisladores, cuyas propuestas y acciones no hacen sino acentuar la improductividad, restaurar viejos privilegios y, por lo tanto, posponer todavía más la recuperación.
Todas las economías del planeta deben ajustarse a un entorno cambiante. El problema de la economía mexicana, sin embargo, no es sólo uno de ajuste en el margen, sino uno de esencia. Muchas de las reformas del pasado desataron energías contenidas por los controles impuestos sobre la economía, pero dejaron intactos los iconos del nacionalismo económico y, detrás de ellos, los privilegios y cotos de poder. Esto ha impedido que se creen condiciones mínimas para que el desarrollo encuentre un cauce natural. El éxito empresarial, por tanto, ha dependido de la capacidad individual de cada empresario, de su visión y de su acceso al financiamiento. Los que no cuentan con estos tres elementos –en términos absolutos, la gran mayoría-, han sufrido un deterioro creciente. No ha habido una política gubernamental para acabar de transformar la economía y para que los sectores rezagados se ajusten, salgan de su letargo o, de ser necesario, cierren de una manera ordenada. En ello debería concentrarse el esfuerzo gubernamental.
La mitad del problema reside en los errores de las reformas pasadas, pero la otra mitad se explica por la ausencia de continuidad en el proceso de reforma. Las reformas abrieron la economía a la competencia internacional, pero en lo interno se mantienen regulaciones que protegen de la competencia a sectores vitales para la competitividad del país. Puesto en otros términos, el estancamiento no es producto de la casualidad. Lo anterior tiene una manifestación concreta: las empresas y los consumidores mexicanos pagan más por servicios (como la telefonía, las tarifas aéreas, el peaje carretero y la electricidad, si se consideran los subsidios) que sus contrapartes en otras latitudes. Las empresas mexicanas parten así de una situación de desventaja. Lo único que medio compensa esos costos es el relativamente bajo costo de la mano de obra; es decir, el mexicano promedio compensa con su bajo ingreso los elevadísimos costos de nuestra anquilosada economía. Las opciones ya no son muchas. Para la inversión extranjera la opción es emigrar, como lo están haciendo empresas trasnacionales de gran tamaño, y para la mayoría de las empresas mexicanas la opción es cerrar o apenas sobrevivir.
La idea predominante en diversos medios es que la existencia de estos monopolios no hace mucha diferencia, pero las pruebas en contrario son abrumadoras. Si uno observa el comportamiento de las empresas responsables de la energía eléctrica, la electricidad y la telefonía y lo compara con sus pares en otras naciones, el resultado es patético. Las tres empresas son mucho menos eficientes que sus contrapartes en otras naciones, pero además generan incertidumbre en cuanto al suministro de los servicios o insumos que proveen y pasan la factura de su ineficiencia al resto de la economía. Y, evidentemente, no se trata de sectores marginales sino centrales para el resto de la actividad productiva.
El problema de la economía mexicana no tiene su origen en las reformas económicas de las últimas décadas. Sin las reformas, hace mucho que la economía se habría estancado, con todas las consecuencias que eso podría traer consigo. El problema radica en la ausencia de reformas y en la incongruencia de muchas que se llevaron a cabo. Las reformas no transformaron de fondo el paradigma en la acción gubernamental.
El gobierno no se reformó lo suficiente como para constituirse en un verdadero motor de cambio. Esto no tiene que ver con su tamaño, con los activos que son de su propiedad o con el número de burócratas que albergan sus distintas instancias, sino con su efectividad y con la lógica que anima su actuación. El gobierno ha sido incapaz de establecer reglas del juego claras, regulaciones propicias a la competencia, instituciones que faciliten el intercambio, que generen certidumbre y confianza y en última instancia permitan la “destrucción creativa”, inherente a toda economía de mercado. No existen o no se han consolidado instituciones para que un modelo de economía liberal pueda arraigarse y funcionar. Esta debería ser la agenda de reforma del Estado.
En el último lustro las exportaciones que demandaba el enorme dinamismo de la economía estadounidense disfrazaban la realidad estructural de la economía mexicana; hoy su problemática es evidente. Los políticos –el ejecutivo y el legislativo- pueden proseguir por el camino de reforma, intentar navegar “de muertito”, o retroceder. Lo que no puede es pretender que la economía va a lograr tasas elevadas de crecimiento en las actuales condiciones o con las reformas parciales e inadecuadas que se proponen de manera cotidiana: desde la renegociación del TLC hasta la constitución de un Consejo Económico y Social. Su única alternativa es reformar.
Se requiere un nuevo impulso reformador que oriente el desarrollo del país. Clave en esto es la manera de actuar del propio gobierno (para ello debería ser la reforma del Estado y no para seguir saldando cuentas entre políticos), la reforma fiscal (que libere el gasto público para acelerar la inversión y el desarrollo de infraestructura) y la reforma energética, que permita explotar el enorme potencial de este sector clave de la economía nacional. Ante todo, hay que acabar con la confusión.
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