En la película El Presidente Americano, el protagonista confronta una brutal caída en su popularidad y a un fuerte contendiente que satura los medios de comunicación. Confundido, el presidente dice que la gente tiene derecho a escuchar a quien quiera. Lewis Rotchild, su asistente, le responde: ¡la gente “no tiene opción! ¡[El contendiente] es la única persona que está hablando! La gente quiere liderazgo, señor presidente, y en la ausencia de liderazgo genuino, escucharán a cualquiera que tome el micrófono. Quieren un líder. Están tan sedientos de liderazgo que estarán dispuestos a arrastrarse por el desierto hacia un espejismo y, cuando descubran que no hay agua, beberán la arena.” El presidente finalmente responde “la gente no bebe la arena porque está sedienta sino porque no sabe la diferencia.”
Todos los presidentes, en todo el mundo, llegan a salvar a sus respectivos países y, tarde o temprano, se atoran con la realidad, misma que los obliga a replantear sus objetivos. Algunos responden con astucia, como Bill Clinton; otros actúan de manera brutal como en Tiananmen en 1989. Algunos salen bien librados, otros se colapsan.
El gobierno del presidente Peña llegó al ápice de su proyecto a finales de 2013 y ahí comenzó su caída. A pesar de lo asertivo de su actuación inicial, en realidad no tenía un plan de vuelo más allá de la aprobación legislativa de su paquete de reformas. Una vez pasado ese umbral, el gobierno se desentendió de la implementación de las reformas, dejando que el responsable de cada una de las áreas decidiera su devenir. Su verdadero plan no eran la reformas, sino la recreación de un gobierno imperial, al estilo de los 50 y 60 del siglo pasado. Es decir, el proyecto era el gobierno y nada más.
El problema fue doble: por un lado, resultó imposible recrear lo que ya no existía y que había desaparecido porque ya no funcionaba. Por el otro, al presentarse como el único responsable de todo lo que ocurría en el país, acabó cargando con todos los problemas que surgían: desde Ayotzinapa hasta los gobernadores corruptos. Su desdén lo llevó al cadalso y no ha sabido responder. Peor: ante su incapacidad de comprender la naturaleza del problema, en lugar de construir una salida, sigue cavando el hoyo en que se encuentra.
La forma de conducirse del gobierno me recuerda una anécdota que me contó un querido amigo: “Hace muchísimos años, en mi época de estudiante universitario, asistí a una obra de teatro experimental que, creo, se llamaba “Caos en el Escenario.” Era una parodia de un director de orquesta que no podía definir qué obra interpretar, por lo que los primeros intérpretes [por ejemplo el primer violín] trataban de convencerlo de qué obra tocar, obviamente aquella en que su instrumento lucía más y, para probarlo, había pequeñas selecciones de las obras recomendadas que se oían en backplay. Como el director no podía decidirse, se iban acelerando las presiones de los primeros intérpretes y de la música que recomendaban hasta que la obra concluía en un absoluto caos escénico y auditivo.” Así parece nuestro gobierno, con discursos disonantes, acciones inconexas y, sobre todo, total ausencia de claridad de rumbo.
Lo que los mexicanos requieren es certeza del futuro, algo para lo cual muchas de las reformas pueden ser sumamente relevantes. Sin embargo, el discurso presidencial es totalmente ajeno a esa demanda ciudadana y, como sugiere el pasaje de la película, el único que está intentando proveer esa certeza es el contendiente, haciéndolo, además, con enorme habilidad.
La pregunta crucial es qué puede hacer el presidente para evitar una crisis incontenible al final del sexenio, justo cuando comienzan los meses de declive franco del poder presidencial. Ante todo, el presidente no tiene nada que perder porque su popularidad es tan baja que ésta sólo puede ascender. A la fecha, sólo ha hecho una cosa esencial que permitirá evitar una crisis todavía más grande de la que ahora parece inevitable: al corregir los agregados fiscales, su gobierno ha reducido dramáticamente el riesgo de una nueva crisis económica.
En el ámbito político, le sería mucho mejor dejar de intentar manipular los procesos electorales en curso, pues todo acabará revirtiéndose en su contra. De la misma manera, debería dedicarse a todos los mexicanos y no sólo a sus correligionarios partidistas o cuates en lo individual: cada gobernador al que protege se convierte en un fardo más con el que carga; sería mejor que cada quien cargue con sus penas (y delitos).
Finalmente, el país confronta un reto fenomenal en la relación con Estados Unidos, misma que cambia continuamente y se ha vuelto altamente impredecible. La población ha estado absolutamente dispuesta a sumarse al presidente en este proceso, pero él se ha mostrado partidista y ha desaprovechado la mayor fuente de fortaleza que existe frente a EUA: precisamente los innumerables contactos diarios que existen entre mexicanos y norteamericanos por razones de negocios, relaciones familiares, exportaciones, importaciones y toda índole de intercambios que el gobierno no controla y por eso son tanto más legítimos. Si el presidente quiere salir del hoyo en que está tiene que comenzar a sumar y sumar más y más.
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