Quizás el futuro del régimen político sea transitar del presidencialismo al semiparlamentarismo o al semipresidencialismo
La lista de temas que debe abordar la LX legislatura es larga y muy compleja. Haciendo un mínimo recuento, es necesario y en algunos casos hasta urgente emprender reformas: al sistema tributario y hacendario del Estado; en el tema energético, Pemex y el gas; al sistema de pensiones; a la legislación en materia de seguridad pública, la procuración de justicia, el marco penal y la administración de justicia; urge además una reforma política; es necesaria una electoral; se requieren para mejorar las condiciones de competencia de las empresas y necesitamos cambios que mejoren el marco normativo de la política social y las funciones distributivas del Estado.
La pregunta es: ¿por dónde empezar? ¿Debe el Congreso comenzar por las reformas complejas para sacar algo aprovechando el “minibono” democrático del inicio de una administración? O bien, ¿debe primero avanzarse en las reformas sencillas y en las que existe relativo consenso y dejar para después las de temas más complejos?
Lo cierto es que esta es una decisión que puede determinar en mucho el éxito o el fracaso del nuevo gobierno y de la nueva Legislatura.
Antes de empezar y antes de priorizar y jerarquizar, el Congreso y el Presidente electo deben detenerse a pensar cuáles fueron las verdaderas razones que impidieron sacar las reformas complicadas durante las legislaturas LVIII y LIX.
Es necesario hacer un balance del trabajo real realizado en el Congreso, y sobre todo de la percepción que la sociedad tiene del trabajo legislativo.
También es muy importante advertir que las dos legislaturas anteriores no dejaron de legislar. Quizá lo hicieron de manera insuficiente en muchas materias y en otras actuaron presionados y hasta capturados por intereses duros. Pero el Legislativo no frenó la gran mayoría de las propuestas enviadas por el Ejecutivo.
Las reformas detenidas y que generaron la percepción de parálisis parlamentaria fueron aquellas en las que se tocaban intereses duros, enclaves autoritarios o en las se reformaban aspectos socialmente sensibles o políticamente polarizados.
El problema no está en toda la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo. El nudo se halla en las reformas complejas impopulares o de alto costo político.
El equipo de transición y los nuevos legisladores deben advertir que no es sólo un problema de voluntad política o de capacidades individuales. Existe un diseño institucional que no ha sido tocado en el tránsito del presidencialismo del viejo régimen, al presidencialismo de la democracia.
Es claro que hoy ambos poderes pueden decidir los temas cotidianos, pero son incapaces de procesar el conflicto en temas sensibles o con intereses duros en contra.
El sistema crea todos los incentivos para no decidir y no existen mecanismos con el fin de destrabar la falta de acuerdos. No hay plazos ni límites temporales, no existe la obligación de votar determinadas iniciativas y no hay mecanismos de consulta y apertura que involucren a la sociedad y eleven los costos de una negativa.
El Estado democrático no tiene la capacidad de superar los desacuerdos en decisiones difíciles que pueden resultar impopulares para los partidos y los legisladores.
Tenemos un sistema que crea el entorno ideal para postergar y brindar todas las facilidades con el fin de que los intereses duros aprovechen el espacio de duda y tengan capacidad para capturar temporalmente a los partidos y generar los mecanismos tendientes a obstruir y entorpecer el avance de proyectos concretos.
Ante una reforma política postergada, con la pluralidad que tiene la LX Legislatura del Congreso de la Unión, y que existe en los congresos locales, para efecto de reformas constitucionales, sumado a la movilización de la izquierda en las calles, el reto es construir una arquitectura institucional que permita abrir la puerta a las otras reformas y entrar a los temas de fondo.
La reflexión es que quizá lo que el Congreso necesita es empezar por una reforma a sí mismo para construir un proceso legislativo distinto, con mecanismos de fast track y fórmulas de colaboración más estrechas, que permitan resolver nudos en los temas complicados.
Parece obvio que necesitamos modificar el sistema de toma de decisiones entre el Ejecutivo y el Legislativo, ello sin mermar el sistema de frenos y contrapesos y sin lastimar el necesario equilibrio de poderes.
Quizás el futuro del régimen político sea transitar del presidencialismo al semiparlamentarismo o al semipresidencialismo. Hay mucho que discutir sobre este tránsito, del que afortunadamente mucho se ha escrito para el caso mexicano. Pero, al margen del gran cambio, en el corto plazo parece indispensable ajustar, aunque sea mínimamente y así sea de manera provisional, la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, para hacer posibles las otras reformas.
Ambos poderes necesitan empezar por repensar su forma de relacionarse entre sí. Necesitan nuevas herramientas que les permitan legislar mejor y construir con seriedad un diálogo respetuoso y más productivo entre poderes.
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