Los mexicanos somos una punta de contradicciones. Queremos un gobernante fuerte, un líder que haga cosas y no se deje mangonear, pero al mismo tiempo también queremos un gobierno dividido que le impida a ese gobernante actuar. La gente se queja del poder legislativo porque no actúa (presumiblemente porque no aprueba leyes) pero no le gustan las leyes que sí aprueba. Vota por un partido para la presidencia y por otro para el congreso. Todas éstas son muestras de un patrón de comportamiento que parecería absolutamente irracional y contradictorio si no fuera por la realidad histórica que le ha tocado vivir a esta ciudadanía tan contrariada. Pero esas contradicciones tienen consecuencias, por ejemplo, en la impunidad de que gozan muchos de nuestros gobernantes.
La manera de concebir al mundo de una población se deriva directamente relacionada de su experiencia histórica. Un país caracterizado por décadas de estabilidad económica y política tiende a propiciar el desarrollo de una ciudadanía activa, participativa y confiada del mensaje que escucha de su gobierno y gobernantes. Un país caracterizado por un desprecio sistemático de la población por parte de sus gobernantes y la consecuente desigualdad y pobreza que su actuar genera se verá reflejado en la desconfianza que la población profesa por su gobierno y gobernantes. No hay nada nuevo en esta caracterización que, por lo demás, se puede observar en el famoso “obedezco pero no cumplo” de la era colonial. La reticencia de la población respecto al gobierno tiene hondas raíces históricas y no se va a acabar pronto.
Lo que es peculiar de nuestra realidad cotidiana no es la historia que ya todos conocemos, sino el hecho de que el país ha cambiado de manera tan desigual y contradictoria. Se liberalizó el proceso electoral, pero no el sistema de gobierno; se eliminaron trabas al comercio pero no se cancelaron los obstáculos para la realización de alguna actividad productiva; elegimos al gobernante pero luego puede hacer lo que le venga en gana; votamos por los legisladores pero éstos responden ante sus partidos; nos regocijamos cuando los legisladores y el presidente se enfrentan de manera civilizada y dejan que sea la Corte quien decida el devenir de una determinada legislación, pero ni cuenta nos damos cuando las empresas televisoras pasan una bola rápida amedrentando (de hecho, amenazando) a todos los políticos. No hay duda de que la desconfianza que la población manifiesta respecto a sus políticos, y las contradicciones que de eso se derivan, tienen plena justificación.
Pero la desconfianza tiene explicaciones más cercanas y menos esotéricas que las que se desprenden de nuestra historia. En fechas recientes, al menos tres gobiernos estatales se vieron involucrados en situaciones embarazosas, las cuales demostraron la inoperancia de las instituciones existentes. El gobierno del estado de México no ha encontrado una forma apropiada de lidiar con un ex gobernador acusado de corrupción, el de Puebla está atorado en una situación política insostenible sin que haya recursos legales evidentes para resolverla y en Oaxaca no parece haber manera de restaurar la paz. Cada una de estas situaciones tiene sus dinámicas propias y su historia particular. Lo que las hace interesantes es el hecho de que el conjunto evidencia es la diferencia entre los gobiernos estatales y el federal, además de que explica la razón por la que tenemos verdaderos señoríos feudales en cada una de las entidades que integran al país.
Los gobernadores en México son dueños de vidas y haciendas. Esta no es una acusación específica sino general: la estructura de gobierno a nivel estatal constituye una garantía casi absoluta de impunidad. Por ejemplo, entre los nombramientos que realizan los gobernadores de todos los estados se encuentran el del procurador y el del presidente del tribunal superior de justicia del estado. Es decir, el gobernador decide (y, por lo tanto, puede remover) a quien es responsable tanto de procesar como de juzgar cualquier asunto de carácter igual civil que penal o mercantil en el estado. En otras palabras, a nivel estatal no existe ni siquiera la pretensión de un equilibrio entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial ni los pesos y contrapesos que de se derivan de una estructura de esa naturaleza. Este es un símbolo patético de nuestro subdesarrollo que explica en buena medida la razón por la cual todo, comenzando por la justicia, se politiza de inmediato.
Esta situación hace imposible el desarrollo de una democracia sólida y sesga el desarrollo económico hacia proyectos de alta rentabilidad y rápida recuperación de la inversión por la razón simple de que ningún inversionista racional se arriesgaría a invertir fuera del periodo en el que permanecerá el gobernador que ya conoce. Lo mismo es cierto para la política: el excesivo poder de que viene acompañado un gobernador desalienta la negociación entre partidos, convierte el proceso legislativo estatal en un mercado en el que el gobernador compra votos a su antojo y se convierte en una burla para la ciudadanía.
Pero lo que hemos podido observar en los últimos meses demuestra que el problema no es solo para los ciudadanos, sino también para los políticos. En el caso del Estado de México, por ejemplo, lo que ha faltado es un procurador con la autonomía suficiente para poder iniciar una averiguación contra el ex gobernador, algo que el actual gobernador, por debilidad, una lealtad mal entendida o mera torpeza, ha sido incapaz de articular. En el caso del gobernador de Puebla, la suma de un poder judicial sumiso al gobernador y de un procurador nombrado por el mismo ha creado una parálisis que amenaza ya no su propia legitimidad sino incluso la estabilidad política del estado. De Oaxaca ya mejor ni hablar.
Muchas soluciones se han propuesto para atacar estos males. Hace algún tiempo, por ejemplo, el Senado (federal) rechazó una iniciativa de ley que buscaba instaurar la reelección para legisladores. El objetivo de la reelección es doble: por un lado, acercar al legislador con el ciudadano para que responda y le rinda cuentas. Por otro lado, un legislador que cuenta con un horizonte más largo que tres o seis años, puede no solo especializarse, sino también sentirse menos dependiente del liderazgo de su partido. En el caso de los procuradores (igual a nivel estatal que federal) se ha propuesto la idea de que conferirles independencia. Mi impresión es que lo que hay que hacer es quitarles el monopolio de la acción penal, pues eso es lo que los convierte en cómplices del poder. Lo que si es imperativo hacer de inmediato es terminar con la facultad de los gobernadores de elegir al presidente del tribunal superior de justicia. Eso no se vale ni en las dictaduras más recalcitrantes.
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