La contienda electoral que comenzó a concluir esta semana mostró muchas caras de la vida nacional. Evidenció problemas y anhelos, percepciones y expectativas, pero sobre todo el comportamiento de actores clave bajo presión. Aunque en una democracia la diferencia en el resultado es un voto y todos los que entran a competir saben (o deberían saber) que pueden perder, la mexicana sigue siendo una democracia al menos peculiar. Aquí no se gana hasta que se negocia ni se pierde hasta que se intenta una extorsión. Nuestra democracia es peculiar, pero los contrastes que arroja debieran ser preocupación de todos.
Paradojas: en algunos casos, como en el de los senadores, la contienda realmente no importa porque ganadores y perdedores acaban de brothers, sentados hombro con hombro en recinto legislativo.
El diagnóstico: aunque no ganó, el personaje de esta contienda fue sin duda AMLO. Fue su agenda la que dominó la contienda y fueron las carencias y ausencias que existen en el país que él identificó como móviles electorales y convirtió en una nueva realidad política las que son ahora factor ineludible de la agenda del próximo gobierno. Nadie puede ahora ignorar las dificultades que experimenta un pequeño empresario cuando se enfrenta a la burocracia o a los bancos o las de un campesino que tiene que lidiar con caciques, burócratas y la cara brutal de la pobreza. Pero 65% de la ciudadanía no aceptó la pretensión de que se puede resolver el problema ignorando al resto del mundo. Esto no es menor. Calderón tendrá la responsabilidad de conciliar las dos cosas: atender la agenda de rezagos internos y acelerar la integración del país a la economía global.
El statu quo: si algo hizo evidente esta contienda es que el statu quo es insostenible. El país tiene que cambiar para poder disfrutar los beneficios de la globalización. Aunque ha habido importantes reformas en las últimas dos décadas, todos los intereses creados –sindicales, burocráticos, privados- han hecho hasta lo indecible por preservar una forma de impedir, producir, distribuir y controlar que es incompatible con las necesidades y demandas de una sociedad que aspira a mejorar. El resentimiento social que afloró en esta contienda tiene que ser canalizado y convertido en energía transformadora para el crecimiento.
Dos IFES: la elección mostró marcados contrastes entre la excepcional capacidad del IFE como entidad organizadora de los procesos electorales para cubrir el territorio nacional y proveer resultados confiables en cuestión de horas, y el consejo ciudadano del IFE, un cuerpo que no entendió la trascendencia de su función. En lugar de remontar los vicios de origen del actual consejo del IFE, sus miembros los asumieron como suyos y así se desempeñó: timorato y corto de visión. En lugar de ser promotor de la democracia, el árbitro acabó convirtiéndose en censor de partidos, candidatos y asociaciones privadas, rechazando el principio obvio de que son los ciudadanos, no los políticos, quienes encarnan la soberanía. Son los políticos quienes tienen que ganarse la confianza del ciudadano y no al revés. Con todo, los ciudadanos acabamos contando con una institución ejemplar, capaz de darle una oportunidad a todo el mexicano que quiera votar, hacerlo de una manera profesional y asegurar que los votos cuenten y se cuenten de una manera transparente.
País dividido: en sus resultados, la elección mostró a un país dividido de muchas maneras: norte y sur; personas vinculadas al comercio exterior y personas dependientes de la venia gubernamental; ciudadanos atrapados en vericuetos burocráticos y otros demandando soluciones; personas que prefieren valerse por sí mismas frente a otras que esperan que el gobierno les resuelva sus problemas. Un país dividido de muchas maneras, en el que nadie tiene mayoría absoluta, pero capaz de arrojar un voto consciente y cuidadoso, como ilustra la enorme magnitud del voto diferenciado. La mexicana se está volviendo una sociedad cada vez más sofisticada y capaz de hacer valer sus prioridades. Nadie debe suponer incapacidad de discernir.
Impugnaciones: finalizada la jornada electoral, el país observó situaciones nunca antes vistas. Un IFE que no contaba con la información definitiva para calificar el resultado (pero sí con un convincente informe del comité técnico que no publicó); un candidato que decide madrugar (ese verbo tan mexicano) para intentar cambiar el resultado del voto ciudadano; otro que lo sigue sin sentido ni explicación y un tercero que sabe que no ganó pero que siempre estará a disposición para negociar el resultado, como si siguiéramos viviendo en los setenta. Aunque se trata de un proceso ejemplar, ahora resulta que no todos los actores juegan bajo las mismas reglas. La democracia funciona sólo si me lleva al poder y si no no es democracia. No se requiere tener razón para impugnar; lo único importante es llegar al poder con o sin el voto ciudadano. Ciertamente es legítimo defender cada voto, pero en su rijosidad el PRD está justificando los temores que le tiene buena parte de la población por su falta institucionalidad y respeto a las reglas del juego. Las impugnaciones son legítimas para corregir errores, más no para forzar un cambio en el resultado de una elección.
Ciudadanos y Presidente: al final de cuentas, con todos los miles de millones que cuesta el aparato electoral y las campañas presidenciales, la legitimidad de la elección no se resuelve por el reconocimiento de los perdedores, sino que acaba dependiendo de la sensatez de la ciudadanía y la seriedad de actores que no compitieron, como los gobernadores. El presidente no entendió que en un país con tan poca y tan disputada historia electoral su función era la de jefe de Estado y no la de miembro de un partido, por lo que acabó alienado del proceso, condenado a ser marginal en el momento más álgido y crucial de su sexenio.
Encuestas y elecciones: el número de encuestadores parece ser inversamente proporcional a su falta de tino. Ahora tenemos un analista político en cada encuestador, pero no un conjunto de números más certero.
Instituciones y candidatos: en la democracia los ciudadanos deciden con su voto y los políticos acatan el veredicto del electorado, les guste o no el resultado. Nuestros políticos han demostrado poca capacidad de atenerse a esta premisa fundamental de la democracia. En lugar de cortejar el favor ciudadano, se dedican a exacerbar las tensiones y los conflictos.
En la estructura del IFE tenemos una institución ejemplar y de lujo que debería ser orgullo nacional. En nuestros políticos seguimos siendo un país bananero.
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