Los números no mienten, pero cuentan dos historias muy distintas. Por un lado, el presidente goza de un nivel de aprobación sin precedente; un indicador paralelo, el de la confianza del consumidor, alcanza cifras no vistas en casi dos décadas. Lo paradójico es que estas cifras no guardan relación con el consumo, que disminuye tanto en automóviles como en las ventas en general. El entusiasmo que manifiesta la ciudadanía no es producto de una mejoría en su situación personal, sino en su percepción del presidente y en las expectativas que éste ha generado. Por otro lado, el índice de confianza empresarial, del INEGI, entró en terreno negativo en enero, en tanto que 75% de los inversionistas considera que el país está en condiciones peores que hace un año. La gran pregunta es si estos dos grupos de personas viven en el mismo país.
Cada quien tendrá su explicación para el fenómeno de percepciones encontradas, pero no me cabe ni la menor duda que el factor nodal se encuentra en el liderazgo que ejerce el presidente, mismo que ha adquirido dimensiones casi míticas en ciertos segmentos de la sociedad. La combinación de un anhelo de liderazgo con una esperanza de que se resuelvan problemas cotidianos y ancestrales resultó ser una combinación excepcional que ha sabido aprovechar de manera brillante el presidente. Quizá la clave que separa a las dos cohortes –los que están llenos de esperanza y los que ven el futuro con preocupación, si no es que temor- es la vinculación casi religiosa que existe entre una parte del primer grupo con el presidente frente al intento que realiza el segundo grupo para explicarse, de manera racional y analítica, algo cuya característica central es precisamente la de no estar fundamentado en consideraciones racionales.
En el corazón del desencuentro entre la prosperidad que se experimentó en las pasadas tres décadas y la desazón que llevó al resultado electoral se encuentra la incapacidad e indisposición de todos los gobiernos de ese periodo por explicar y convencer a la población de la complejidad inherente al mundo de las economías integradas, el cambio tecnológico, la digitalización y, en general, la clave en que se convirtió la productividad –y la educación- como factor de avance. Frente a esa ausencia, el presidente actual ha pretendido desacreditar toda esa etapa con el mote de “corrupta,” obviando la necesidad de plantear un programa alternativo que sea viable y susceptible de lograr altas tasas de crecimiento.
Llegará algún momento en que el descrédito del pasado resulte insuficiente para preservar la legitimidad del gobierno, pero nadie puede negar la astucia y excelencia del manejo político y mediático que AMLO ha interpuesto y lo fácil que le ha sido precisamente por el vacío de legitimidad que existió en las décadas pasadas, especialmente desde la devaluación de 1994 y la crisis que siguió. De hecho, lo impactante es que no tuvo, ni está teniendo, competencia alguna en la narrativa que, desde el 2000, ha venido enarbolando. Esto se acentuó luego de Ayotzinapa en que el hoy presidente tomó control de la narrativa y nunca enfrentó respuesta o resistencia alguna por parte del entonces presidente o su gobierno.
Las dos historias que caracterizan al país en la actualidad se contraponen, pero inexorablemente se retroalimentan: ambas acaban dependiendo del progreso del país. Las expectativas pueden ser manipuladas por un buen rato, encontrando nuevos chivos expiatorios cada vez que se atora el carro, pero lo que cuenta, al final del día, es una mejoría sensible en los niveles de vida. Paliativos como los subsidios que el nuevo gobierno está dispersando a diestra y siniestra atenúan la urgencia de entregar resultados pero, en el largo plazo, no lo resuelven, simplemente porque no hay dinero que alcance para eso. Con todo, como demostró Fidel Castro, en presencia de enemigos plausibles es posible lograr un empobrecimiento sistemático de todo un país por muchas décadas.
Por su parte, la economía no puede prosperar sin inversión y para eso se requiere la disposición de las empresas y de nuevos inversionistas. En contraste con la era y geografía de Fidel Castro, la mexicana es una economía abierta y el país se caracteriza por una enorme frontera con el mayor mercado del mundo. La receta de la polarización tiene límites reales.
La inversión depende de factores muy claros, como son el mercado, las oportunidades, el contraste entre el dinamismo de México frente a otras economías y cómo se comporta la demanda estadounidense, pues, a través de las exportaciones, es nuestro principal motor de crecimiento. Sin duda, nuevos proyectos de infraestructura ayudan, pero no son suficientes.
Sin embargo, al final del día, lo más importante para la inversión es la confianza que genera el gobierno hacia los empresarios nacionales y extranjeros y ésta depende, casi en su totalidad, de que haya reglas del juego predecibles y estables. Esto último es precisamente lo que el presidente quiere alterar: quiere imponer nuevas reglas del juego y sujetarlas a cambios cuando así lo determinen sus consideraciones políticas. En este escenario, la inversión no se materializará. Tarde o temprano, este factor chocará con el apoyo masivo con que hoy cuenta el presidente.
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