Control es el vocablo clave que describe toda una era de México que se inicia con las inestabilidades del siglo XIX y se consolida y perfecciona cuando se institucionaliza el PRI, luego de la Revolución. Más de un siglo dedicado al control de la población. Aunque la capacidad de control se ha mermado y su meta inmediata ha fracasado (por eso los retos a la estabilidad política y la criminalidad), su objetivo ulterior sigue tan vivo como siempre. Lo que queda de control es insuficiente para lograr legitimidad política (de hecho, produce lo contrario), pero sigue favoreciendo la consecución de intereses particulares. En otras palabras, vivimos de los vestigios del control del viejo sistema y no se han desarrollado mecanismos democráticos de control. Por eso, la legitimidad y el control van en sentido contrario y tarde o temprano chocarán. La pregunta es si, cuando eso ocurra, habrá capacidad de respuesta o mera improvisación.
A pesar de que mucho se discute y la retórica electoral, cada vez más violenta y menos propositiva, es florida y rica en adjetivos, nadie parece querer tomar el toro por los cuernos. La política nacional lleva siglos dedicada al control, pero ahora enfrenta un reto medular: la creciente ilegitimidad del sistema de gobierno que, por diversas razones, la alternancia no resolvió. Aunque los candidatos que estos días están en campaña pretendan lo contrario, la realidad es que tenemos un sistema de gobierno disfuncional. Sin duda, un presidente más hábil y ágil podría destrabar tal o cual iniciativa de ley o lanzar un proyecto determinado. Pero nada de eso resuelve el dilema de nuestra realidad política. El país tiene que decidir si va a seguir apuntalando un sistema político orientado al control desde arriba o si va a construir el andamiaje para un sistema democrático, centrado en el ciudadano.
El sistema fundamentado en el control lleva años haciendo agua. Si bien funcionaba en el pasado (lo que genera añoranzas entre políticos y candidatos), los factores que lo hacían posible se han erosionado y no hay mucho que se pueda hacer para restaurarlos. Aun si fuese deseable (que no lo es), la restauración sólo sería posible a través de la fuerza, la violencia física y la construcción de un sistema autoritario.
El ejemplo de la Rusia actual es ilustrativo: luego de una década de rompimiento de las estructuras soviéticas, privatización abusiva de activos valiosísimos, erosión de las estructuras de protección social y una crisis financiera de corte latinoamericano –o sea, un poco como nuestra década de los ochenta– el presidente Putin se ha dedicado a reconstruir las fuentes de autoridad y control. Aunque su estrategia no contemplaba la restauración del sistema soviético, sus iniciativas han tenido por resultado el sometimiento de las regiones y el parlamento al poder presidencial. El presidente eliminó la elección de gobernadores y atrajo para sí el privilegio de nombrarlos, conculcó el poder del parlamento y ahora controla la agenda política y legislativa.
Los rusos, población acostumbrada a un gobierno totalitario, pero con las seguridades que ese sistema representaba (en términos de seguridad social, retiro, etcétera), han acabado por ver a Putin como un dictador benigno. La estabilización económica dejó de erosionar los ingresos y ahorros del ruso promedio y la concentración del poder ha permitido la aprobación de reformas diversas que se han traducido en niveles relativamente elevados de crecimiento económico. La paradoja de Putin, según la frase usada por un académico sueco, es que la gente ha perdido derechos y libertades, pero la certidumbre y el crecimiento que han obtenido son directamente proporcionales a la popularidad de su presidente.
La situación rusa no se parece mucho a la mexicana excepto en que aquí también hay un ánimo restaurador en muchos políticos. Pero aunque las circunstancias sean sólo similares en ese aspecto, no deja de ser atractiva la idea que con unas cuantas vueltas al calendario, un presidente puede, como por arte de magia, echar marcha atrás el reloj, instaurarse como el gran dueño de la comarca y consolidarse cual salvador del mundo. El problema es que se trata de un espejismo que no va a funcionar en Rusia ni mucho menos en México.
Como los rusos en 1998, los mexicanos toleramos el ajuste fiscal y la corrección financiera que se presentó como resultado de la primera crisis cambiaria (1976). Los rusos no sólo aceptaron el ajuste, lo aplaudieron, exactamente igual que le ocurrió al presidente López Portillo. Lo que los mexicanos dejaron de tolerar fue la sucesión de crisis: igual la del propio López Portillo que todas las demás. Si la nuestra es una historia de control, la de los rusos es por demás tortuosa; además, su marco de comparación es la historia anterior (soviética y zarista), mientras que el nuestro, con eventos menos truculentos, es el de las vicisitudes de gobiernos buenos y malos, así como el que nos ofrece un mundo occidental democrático y próspero a la vista de todos.
Aunque el mexicano ha dejado de ser tolerante ante los excesos y abusos gubernamentales, no ha dado el siguiente brinco: sigue aceptando toda una mitología política e histórica que lo mantiene atado a las viejas formas y, sobre todo, condenado a los círculos viciosos que impiden el desarrollo. Los mitos son ubicuos y se multiplican: la necesidad de proteger y subsidiar al productor mexicano; el nacionalismo y “progresismo” de los sindicatos (de educación, PEMEX, IMSS y otros); la soberanía amenazada por la integración económica; el gobierno o el congreso al margen de intereses particulares. Por donde uno le busque, la política mexicana está saturada de fantasías que no hacen sino servir a las mafias políticas e impiden el desarrollo económico y ciudadano.
Mientras que el control desde arriba y la democracia son antitéticos, la democracia y el mercado en la economía son complementarios. El control favorece la impunidad y garantiza el subdesarrollo. Por su parte, la democracia y los mercados tienen que ser construidos; no florecen por sí mismos. Se requiere de una inteligente construcción institucional que permita romper con las ataduras del viejo, y ahora disfuncional, sistema de control político. El problema es que, en nuestro contexto y a menos que tenga lugar una revolución, eso sólo puede emerger del sistema político hoy existente. Ningún presidente lo va a impulsar y menos alguien con ánimo de restauración o con la vista puesta en el pasado. La alternativa es que la ciudadanía tome la delantera: eso sí sería un cambio radical.
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org